miércoles, 1 de febrero de 2012

Umberto D. (1952)


La cotidianidad de Umberto Domenico Ferrari borra la sonrisa de sus labios. Ya nada le hace sonreír, ni llorar. No encuentra motivo para lo primero; para lo segundo, le sobran. En su cruda y solitaria monotonía, se siente triste y derrotado. Sus ojos parecen dispuestos a derramar una lágrima y después un llanto de imposibilidad, de dolor, pero se contiene, o le contiene su idea de dignidad. Su perro siente el padecimiento y calla o ladra más solidario de lo que ladran o hablan la mayoría de los humanos que le salen al paso. Hay excepciones como María, la criada, que mira inocente lo que todavía no comprende. Lo mira con su juventud por delante y con caminos propios que recorrer, donde maldecir o aplaudir su suerte. María (Maria Pia Casilio), la mirada inocente en un mundo que ha perdido la inocencia, duerme en el pasillo, en una cama supletoria que abre cada noche, cuando, ya de última, por fin puede acostarse y observa a ese buen o mal hombre, a ese hombre corriente y anónimo que se transforma en héroe cada día, superviviente de cada momento en el que sobrevive a un entorno que se ha vuelto hostil, porque ya no le necesita. Zavattini y De Sica quieren ser medio chaplinescos, dejan de lado la mitad sonriente, y, sin reparo, violan esa intimidad introduciendo la presencia del insomne que llama por teléfono, aquejado de un mal físico, pero también anímico. Su cotidianidad le ha borrado no solo la sonrisa de sus labios, sino también la alegría de sus ojos, que tiempo atrás perdieron su brillo, su esplendor. No encuentran motivos alegres, pero se resisten a derramar una lágrima de aflicción, de autocompasión, de pena. Tampoco a Carlo Rattisti le hace falta ser actor profesional para encontrar la verdad de su personaje y exteriorizarla. Más aún, su presencia potencia la naturalidad del individuo a quien da vida en la pantalla, en este particular, al inolvidable Umberto Domenico Ferrari, el Umberto D (1952), de Cesare y Vittorio, la última gran obra neorrealista de la pareja, aunque, más adelante, regresaron a la cruda realidad con la espléndida El techo (Il tetto, 1956). Pensemos en las deudas del jubilado, las que mantiene con su casera (Lina Gennari), que no transige, y exige a don Umberto el pago íntegro de 15.000 Liras que adeuda por el viejo cuarto que ocupa desde tiempos inmemoriales. Ahora, el inquilino es la imagen de la derrota humana, la de un sistema que no atiende a sus mayores, quienes en otro tiempo fueron jóvenes y posibilitaron el presente de su dignidad humillada por la insolidaridad social que luce en la casa y en cada rincón romano que recorre en compañía de su perro Flike.


¿Qué puede hacer un anciano como Umberto Domenico Ferrari? ¿Manifestarse para pedir un aumento en su pensión de jubilado? ¿Pedir prestado? ¿A quién, si no tiene a nadie? ¿Mendigar por las calles? Puede, pero no se atreve porque todavía le resta un resquicio de amor propio que le impide pedir limosna. Quizá con el tiempo descubra que suicidarse es una opción para un anciano sin esperanza que parece no importar a nadie, salvo a Flike, el inteligente y fiel canino que sabe que el suicidio sería una mala solución, pues no soluciona nada. La vida de don Umberto ha llegado al punto de no poseer nada, salvo la habitación en la que vive desde hace veinte años, la misma morada de donde le quieren desahuciar, si no paga las quince mil liras que debe, ya que su casera tiene otros planes. Este hombre, ayer funcionario del ministerio de obras públicas, se encuentra hoy en una situación desesperada, apurado y acosado por la dueña del piso, que, consciente de que el anciano no puede reunir el dinero, le exige la cantidad íntegra porque es su oportunidad para deshacerse de él. ¿Por qué no se va sin más? ¿A dónde? ¿Al dormitorio público? No, esta no es una opción para don Umberto, hombre que siempre ha pagado sus deudas. Camina en busca de soluciones temporales, de un pequeño respiro que lo libere hasta la siguiente ocasión, pero le resulta estéril, y en extremo doloroso, desprenderse de sus escasos objetos personales, que malvende obligado por la necesidad. Así, acepta las condiciones de los compradores, que se aprovechan del instante, porque saben que pueden apurar al máximo. Pero, por mucho que lo intenta, este héroe cansado, desilusionado, incluso derrotado, no logra reunir la cifra que se le exige. Su única opción, la única que se le ocurre sería pasar un mes sin comer, a la espera del dinero de la pensión. Sin alimento, enferma, o, mejor dicho, inventa la enfermedad que le permite ingresar en el hospital, donde puede comer sin gastar una lira. En el centro de salud se descubre que no es el único que ha ideado una convalecencia que demuestra que las carencias no solo le afectan a él, sino a muchos otros. De Sica dedicó a su padre la desgarradora historia de Umberto D., su humana reflexión sobre la vejez frente a la deshumanización que rodea al personaje central del film, magistralmente interpretado por un profesor de filosofía retirado que nunca había actuado y que nunca volvería a hacerlo. El cineasta italiano reflexiona para mostrar o muestra para reflexionar sobre un espacio gris donde a su héroe ya no se le reconoce, donde no le reconocen los méritos y esfuerzos de una vida de trabajo y de cumplimiento de las reglas. Es la mitad triste o dramática de la vida, aquella que prevalece en los films neorrealistas de Vittorio de Sica y de su inseparable Cesare Zavattini, en los que hay sensibilidad y ternura hacia sus oprimidos, pero, salvo en momentos de Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951), no hay lugar para la alegría. No puede haberla, porque cuanto se observa en la pantalla desvela un mundo deshumanizado, dominado por la miseria, la insolidaridad y la desesperanza. En Umberto D., esa sensación se recrudece, al añadir soledad y rechazo, suma de la que es víctima este hombre cuya máxima exigencia sería poder vivir con dignidad hasta el fin de sus días. Atendiendo a lo que vemos en pantalla, se podría decir, casi con seguridad, que la existencia de don Umberto pesa, triste y desagradecida, pesa, cansina y solitaria, hasta tal punto que desespera en la ausencia de consuelo y de una mano amiga, sin más apoyo que su perro y, en contadas ocasiones, una sonrisa de María, embarazada de no sabe quién y, en cierto modo, similar a Umberto: en la soledad que apenas desaparece cuando comparten breves instantes. Sin embargo, la joven criada tiene toda la vida por delante, todo lo contrario de quien ya ha aceptado que sus días enfilan su recta final, y que poco puede hacer para evitarlo; quizá esa idea, unida a su evidente desesperación y decepción, le convencen de que el suicidio sería la solución para sus males, porque nada de lo que hace cambia no cambiará su situación, que le golpea sin remisión, sin piedad, ni compasión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario