Aunque menos conocida que Pasaporte para Pimlico, El quinteto de la muerte, El hombre del traje blanco u Oro en barras, esta última también dirigida por Charles Crichton, Los apuros de un pequeño tren (The Titfield Thunderbolt) es una de las comedia más entrañables de la productora de Michael Balcon, y lo es porque posee un encanto innegable que nace de una pequeña historia costumbrista que se ríe, desde la ironía y la inteligencia, de las mismas costumbres que muestra. El humor es la tónica dominante de una película que presenta los obstáculos a superar por los habitantes de Titfield, empeñados en evitar que la línea de ferrocarril más antigua del mundo, la que pasa por su localidad, sea clausurada para siempre. La noticia afecta a todos, aunque no a todos por igual, mientras que para Pearce (Ewan Roberts) y Crump (Jack McGowran) significa la oportunidad de enriquecerse con su empresa de autobuses, para Weech (George Relph), el vicario, y Gordon (John Gregson), el nieto del fundador, significa perder parte de la identidad y de la paz que reina en un pueblo que se despierta cada mañana con la llegada del tren. Sin saber a qué atenerse, Gordon y Blakworth (Naunton Wayne), éste último siempre neutral, se presentan en casa del vicario, a quien casi le da un soponcio cuando escucha que el cierre es inminente; recuperado del shock plantean los pros y los contras, descubriendo que la única solución consiste en comprar la línea. Weech tiene claro que se encargará de conducir la locomotora, propuesta secundada por Gordon, quien se pide ser el revisor; pero ¿quién se encargará de suministrar las 10.000 libras que costaría la adquisición? Si Valentine (Stanley Holloway) lleva cuarenta años invitando a copas en el bar, ¿por qué no podría dar el dinero para la compra? Valentine se encuentra en el único lugar donde parece sentirse a gusto, el bar, con su copa en la mano y con la felicidad de saber que siempre puede tomar otra. Pero este hombre no parece dispuesto a colaborar, no por el dinero, al que no da importancia, más bien sería porque no encuentra ningún aliciente que le anime a aceptar la propuesta. Ante la negativa, Gordon tiene una ocurrencia brillante y definitiva que convence al mecenas: un vagón bar abierto todo el día, propuesta que Valentine no puede rechazar, porque de ese modo podría beber y charlar sin tener que aguardar a que el local del pueblo abriese por la tarde. Salvado el primer escollo, los habitantes de Titfield se vuelcan en el mantenimiento y en la puesta en marcha de la línea, no por ánimo de lucro, sino por mantener una tradición que les identifica como comunidad. Pero Pearce y Crump no ven con buenos ojos un proyecto que estropearía su oportunidad para enriquecerse, por lo que deciden sabotearlo una y otra vez. El humor se muestra en todo momento, tanto en los personajes como en las situaciones que se crean en torno al pequeño tren de dos vagones (uno para pasajeros y otro para Valentine y sus contertulios) durante un periodo de prueba en el que suceden varios intentos de sabotaje que no alcanzan su objetivo, hasta que, la noche anterior a la evaluación, Pearce y los suyos provocan el descarrilamiento de la locomotora. A pesar de que todo juega en su contra, el espíritu del pueblo no se resquebraja, como se comprueba en el dúo formado por Valentine y Dan Taylor (Hugh Griffith), quienes, borrachos como cubas, deciden robar una máquina locomotora que no tardan en estrellar contra un árbol. Mucho más lúcida y sobria resulta la idea de Weech: utilizar la vieja locomotora que se expone en el museo, pero el tiempo apremia y necesitarán mucha ayuda para salvar una situación tan delirante como la que se produce en torno al pequeño tren de Titfield.
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