miércoles, 14 de septiembre de 2011

Senderos de gloria (1957)



Brillante, negra y precisa, Atraco Perfecto (The Killing, 1956) no pasó desapercibida para la industria, de modo que entraba dentro de lo previsto que Stanley Kubrick recibiese ofertas de productoras importantes. Ante él se abrían las puertas de Hollywood, concretamente las de Bryna, la compañía de Kirk Douglas, quien le propuso rodar varias películas para él. Cierto que la asociación duró menos de lo previsto, solo dos películas —Espartaco (Spartacus, 1960) y la magistral Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957)—, pero fue un encuentro enriquecedor para ambos y suficiente para que el realizador se posicionase entre los directores punteros de Hollywood. También fue suficiente para convencerle de que dentro del sistema le iba a costar ser amo y señor de sus films. De las dos películas con Douglas, Senderos de gloria es la más personal, además es una obra clave del cine antibelicista. Su mensaje, su denuncia y su indiscutible calidad formal, unido a un elenco que vive los personajes y nos trasmite sus emociones y experiencias, continúan luciendo. Da igual las veces que la vea, siempre encuentro algo en ella que me emociona desde la espléndida y cínica presentación que Kubrick hace del poder y de la ambición de poder, de la ambigüedad de las palabras y de los intereses que llevan a miles de hombres al matadero. Esto lo deja claro en el primer encuentro entre el general Broulard (Adolphe Menjou) y el general Mireau (George Macready). Supuestos amigos, el primero expone al segundo el motivo de su visita. Quiere ofrecerle el mando de un ataque imposible. Mireau es consciente de la dificultad o del imposible y rechaza el encargo. Ante la negativa de su camarada, a la misión que ambos saben suicida e inútil, Broulard alude un posible ascenso que anula cuanto Mireau ha dicho hasta entonces; cambia su no por el sí que, a priori, le abre las puertas a una nueva estrella de general y a un nuevo mando. Ahora, ve posible que los hombres de su división tomen la colina de Las Hormigas. Esta decisión, tomada por dos generales que charlan en una lujosa mansión alejada de las incomodidades del frente, ha sellado el destino de ocho mil soldados franceses. Muchos soldados, el general Mireau se referirá a ellos como porcentajes, morirán en el intento, empujados por egoísmos y presiones de un frente estático que no avanza, por el desconocimiento de cuanto ocurre en la guerra real —la vivida por los soldados en las trincheras y en tierra de nadie y de muertos—, por la inmoralidad de sus superiores, por la diferencia de clases o por la ausencia de compasión en los generales hacia sus hombres, que temen, sufren, mueren. Esos son los motivos de las muertes, motivos y sinrazones que el coronel Dax (Kirk Douglas) intuye cuando recibe al general Mireau en el frente.


Dax se opone a esa orden. Sabe que, incluso con mucha fortuna, llevar a cabo el ataque acabaría con más de la mitad de sus hombres. Por ello no duda en mostrar malestar ante las palabras de su superior, aun a costa de su carrera, para él, secundaria. Idealista y humanista, el coronel asume, como no podía ser de otra manera, una postura contraria a la de quien le ordena encabezar el ataque suicida, el cual justifica apelando a su idea de patriotismo, la que más le conviene en ese momento.


Los hombres saltan de las trincheras, pretenden avanzar, pero el fuego enemigo lo impide; la alambrada se ha convertido en un cementerio descubierto, los supervivientes no pueden continuar, incluso algunos soldados no han logrado abandonar sus posiciones iniciales. El general Mireau observa esta situación, pero no quiere aceptarla, su egoísmo y su alejamiento de la realidad le ciegan, y asume que sus hombres son unos cobardes, que le han traicionado, aunque él prefiere decir que han traicionado a Francia. La idea de perder la estrella, que ya creía en su poder, le enfurece, le domina y le obliga a ordenar que disparen contra sus propias tropas, el deseo no le permite comprender que el avance es imposible. Tras la retirada, el berrinche del general es todavía mayor, los hombres no han respetado la bandera, no han cumplido con el deseo de su país (si Mireau hubiese sido sincero no habría utilizado en la palabra país). Sólo existe una solución, castigar un comportamiento cobarde dando un ejemplo que no se olvide y que, al mismo tiempo, eleve la moral de las tropas.


¿Qué mejor idea para contentar a los muchachos que la de juzgar a diez hombres de cada compañía y ejecutarlos por cobardía frente al enemigo? Sólo esos asesinatos masivos podrán aplacar la ira de un individuo que se ha visto despojado de su deseo de grandeza. Sin embargo, la intervención del coronel Dax, quien apunta que la decisión es una canallada injusta e injustificable, logra que el número de acusados se reduzca a tres; apaño que continúa siendo un crimen. ¿Cómo pueden estos oficiales juzgar el valor? ¿Han combatido en el frente? ¿Han sufrido la carestía y las heridas?


Sin dudarlo, Kubrick se posiciona al lado de los soldados sin nombre, anónimos y prescindibles que viven bajo el constante miedo a la muerte, sin llegar a comprender el por qué. Apenas son hombres, los han convertido en juguetes en manos de unos oficiales caprichosos, a menudo incompetentes, que dirigen una contienda alejados del frente y del significado de vida humana, también ajenos, porque así lo desean, a la cruda realidad a la que condenan a sus hombres. Senderos de gloria se acerca a esas piezas sacrificables, tipos como el cabo Paris (Ralph Meeker) o los soldados Arnaud (Joseph Turkel) y Ferol (Timothy Carey), víctimas de un consejo de guerra que no comprenden, a quienes se les priva de una defensa justa, circunstancia que refleja un desilusionado coronel Dax en su alegato final ante un tribunal que ha decidido antes de iniciarse la farsa marcial. La posterior espera se acerca todavía más a esas tres víctimas que han descubierto que su vida tiene fecha de caducidad; el miedo, la desesperación, la incomprensión y la locura se palpa en esa celda oscura, donde un sacerdote pretende ofrecer consuelo a unos hombres que no pueden ser consolados. ¿Cómo pretende que los condenados acepten de buen grado una sentencia que les privará de la vida? ¿Cómo es posible que les consuele con frases como sé valiente o no desafíes la voluntad de Dios?


La crudeza final de Senderos de gloria alcanza un clímax pocas veces visto con anterioridad en films antibelicistas; los rostros de los condenados, el orgullo que siente el general, la impotencia de Dax, las sombras de la celda o la cámara avanzando hacia el destino golpean al espectador, que ve la injusticia disfrazada de gloria, ve la barbarie asumida por un alto mando que desea poner punto y final a su propia incompetencia, descargando la responsabilidad en aquellos que considera prescindibles, aunque hayan demostrado mayor valentía y entrega que sus jueces y verdugos.

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