martes, 24 de junio de 2025

Kurt Vonnegut y la doble lectura


A pesar de que tropiezo bastante más que dos veces en la misma piedra —y de que me pregunte quién diablos la pone siempre ahí, para romperme el paso y el pie—, no suelo leer dos veces el mismo libro, pero alguna excepción hay. Por ejemplo Guerra y paz, Las aventuras de Tom Sawyer, Estudio en escarlata, A sangre fría, El señor de los anillos, La verdad sobre el caso Savolta, Becas flacas, Momo, A esmorga, Polaroid,… —Vale, ya está bien, ¿no?, pesado—. Como se ponen algunos, incluso uno mismo, cuando solo me quedaban unos cien para completar la lista. El último que he repetido ha sido Madre noche, cuya idea no me había dejado de rondar desde aquella primera vez que lo abrí, hará ya más de quince años. Quería regresar a ella, para ver hasta dónde podía llegar en mi obsesión por esta novela de Kurt Vonnegut. Pero no voy a compartir en estas líneas nada sobre lo pensado al releerla, pues soy consciente de que no les interesa ni mi primera ni mi segunda lectura. Allá ustedes, que saben lo suyo y dirán que es lo único que les preocupa. No se lo discuto, ¿cómo iba a hacerlo, si mi mente no vive en las suyas ni existe para contradecirles, sino que existe en su propia contradicción, que es la mía? Tampoco tengo la menor intención ni necesidad de recomendarla, pues no soy “recomendador” ni recomiendo. De hacerlo, estoy convencido que solo recomendaría lo que me disgusta, pues así de retorcido me veo en mi imposible faceta de “recomendador”. Aparte, al desconocerles, lo estaría haciendo solo por presunción o por imponer mi gusto y mi criterio.

<<Somos lo que aparentamos ser, así que debemos tener cuidado con lo que aparentamos ser>>, escribe su primera moraleja el escritor estadounidense al inicio de la introducción que escribió en Iowa, en 1966. Desde entonces, han pasado casi seis décadas y se han sucedido varias guerras más que sumar a la lista bélica que sigue creciendo y seguirá aumentando hasta nuestro fin. Solo entonces concluirán los abusos e injusticias diarias, las excepcionalidades que solemos llamar milagros, los nacimientos y las muertes, las alegrías y las tristezas,… y supongo que la publicación de millones de libros de los cuales muchos de los que ya existen no han sido leídos y otros dudo que mereciesen serlo. Pero esta es una opinión, mientras que lo que sigue es una afirmación indiscutible que solo yo puedo discutirme: soy de los que cree, y practica a diario, que la lectura es personal, en soledad y subjetiva. En cualquier caso, asumo que lleva su tiempo (nunca suficiente) recorrer sus etapas, sus diversos recovecos, su pasado, que se abre a un millón de opciones, y la siento como una experiencia marcada por inquietudes e intereses propios.

Me gusta recordar aquello que me hizo mella, aparte de las piedras del camino, las que te arrojan y con las que tropiezas no dos sino cien veces, y las múltiples ocasiones que me sentí irrecomendable porque carezco de recomendación. Esto me hace nada recomendable, lo cual, visto lo visto, me dice que he elegido bien, aunque haya quien me desdiga. Bueno, nadie es perfecto, decía aquel, y mis aciertos son los que a veces no son. En todo caso, de regreso al tema, considero que toda lectura (y cualquier otra experiencia) son parte de la vida que uno ha de recorrer y elegir a riesgo de equivocarse, que es una de las dos cosas más bonitas y de las que más se aprende, puesto que antes de la elección entraba en la categoría de posibilidad, una categoría que invita a la duda, a la idealización, al terror o la fantasía. La otra alegría es el presumible fallo, cuando resulta ser un acierto que colma a quien ha elegido, ese alguien que, condicionado como cualquiera por factores externos e internos, seguirá eligiendo y obteniendo una de cal y otra de arena. En todo caso, uno sale ganando, ya que se le presenta la opción de elegir, que mejora la de que escojan por ti, que es lo que suele ocurrir, y la de que estés muerto. Claro que esta idea sobre la elección resulta variable según quién. En mi acaso, escojo mis lecturas y esta novela, aparte de cuanto Vonnegut escribe y reflexiona sobre su personaje, que ya asoma en Matadero 5, me supo a acierto (doble, por sus dos lecturas) desde el impacto que me produjo su introducción, en la que el escritor expone las tres moralejas y cuenta brevemente su experiencia con los nazis, en Dresde, cuando, prisionero de guerra, fue testigo del bombardeo que convirtió la localidad alemana, declarada “abierta”, en la que no había ningún interés de tipo estratégico ni militar, en un infierno en llamas y de decenas miles de civiles calcinados. Él lo expone como sigue: <<la ciudad era hermosa, ornamentada en extremo, como París, y respetada por la guerra. Se suponía que era una ciudad “abierta”, es decir, una ciudad que no podían atacar puesto que en ella no había industrias bélicas ni concentraciones de tropas.>> Vonnegut sobrevivió aquella noche del 13 de febrero de 1945, durante la cual <<aviones estadounidenses y británicos arrojaron explosivos de alto poder sobre Dresde>>, y pudo reflexionar aquella jornada y añadir a su pensamiento dos moralejas —una afirmación indiscutible y una recomendación, aunque tampoco él fuese recomendador— que completasen la primera: <<cuando uno está muerto, está muerto>> y <<hagan el amor cuando puedan. Les sentará bien>>.



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