El trasunto de Kurt Vonnegut en su novela Matadero cinco o la cruzada de los niños promete a Mary, la mujer de su viejo compañero de cautiverio, que si algún día logra terminar su libro sobre el bombardeo aliado de Dresde no habrá ningún papel para Frank Sinatra ni para John Wayne. No se trata de manía hacia las dos estrellas de Hollywood, sino que en su novela no habrá personajes heroicos, ni exaltación patriótica ni belicismo, como sí asoman en los bélicos protagonizados por los dos populares actores y por otros muchos. Vonnegut no pretende más que expresar la locura, a través de su relato no lineal, negro, fantasioso, supongo que terapéutico para él, pues habiendo sido testigo de la lluvia de bombas, del fuego, de los cuerpos calcinados que tuvo que desenterrar debajo los escombros y de los estragos, las imágenes que se acumulaban en su memoria necesitaban una vía de escape. Se calcula que la tormenta de fuego sobre la ciudad alemana se saldó con una cifra que los historiadores sitúan entre 25.000 y 35.000 muertos, en la novela se habla de más de cien mil. El ataque aliado sobre Dresde se produjo hacia el final de la guerra, los días 14 y 15 de febrero de 1945, sin un objetivo militar, pues se trataba de una ciudad abierta, sin industria armamentística ni tropas en sus inmediaciones. Sencillamente, el objetivo del bombardeo eran los civiles y el objeto castigar y minar la moral de la población alemana, en aquel momento ya por los suelos, y tal vez vengarse de los continuos ataques aéreos a suelo británico durante el primer tramo del conflicto, cuando la aviación alemana dominaba el cielo europeo. Pero la guerra había dado un vuelco y ahora los aviones aliados volaban una y otra vez sobre suelo ocupado por los alemanes. La RAF y la USAF ya habían arrasado otras ciudades alemanas (y francesas) con anterioridad, cobrándose la vida de miles de mujeres, niños y ancianos, pero se excusaban con aquello de que existían objetivos militares que justificaban los bombardeos. Sin embargo, en Dresde no había excusa posible ni plausible. La ciudad quedó arrasada tras varios días de tormenta de fuego. No cabe duda de que fue uno de los bombardeos aliados más terribles de los sufridos en suelo europeo durante la Segunda Guerra Mundial.
La novela de Vonnegut, ya por entonces convertida en súper ventas, llamó la atención de George Roy Hill, que se encontraba en una situación privilegiada en Hollywood, gracias al éxito comercial de Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1968). De otro modo resulta difícil pensar que pudiese encontrar la financiación necesaria para llevar a la pantalla una obra literaria de complicada adaptación. A lo que habría que sumar la ausencia de estrellas que sirviesen de reclamo publicitario. En este aspecto, George Roy Hill fue valiente, pero su valentía no evitó que el resultado fuese irregular, por no decir desacertado, ni pudo suplir sus carencias narrativas ni las que, probablemente, ya se encontraban en el guion de Stephen Geller. Tampoco el reparto estuvo acertado, ni la elección de Hill de ofrecer una versión de Billy Pilgrim que parece querer presentarle como un idiota, no como un niño o un fatalista que se adapta a las circunstancias y al tiempo en el que viaja consciente de que la muerte no es el final, puesto que vive en cualquier momento de su pasado; siendo su época de prisionero de guerra la más visitada. A Hill y su Matadero cinco (Slaughterhouse-Five, 1972) les sucede algo similar que a Mike Nichols y su Trampa 22 (Catch-22, 1970), la adaptación cinematográfica de la espléndida novela de Joseph Heller —existe una serie de televisión que intenta adaptarla, pero que me resulta un despropósito similar al de Nichols, sino peor—, que es incapaz ya no de aprehender la esencia de la novela, sino desprenderse de ella y expresar libre y creativa su historia cinematográfica. Ni Nichols ni Hill son capaces de reproducir en la pantalla el humor negro ni el absurdo que campa por las páginas, tampoco logra transmitir la crítica ni el pesimismo. Lo reducen todo a la necesidad/necedad de introducir un tono infantil que se supone contentará al público, pero carente de ritmo; en el caso del responsable de la mucho más lograda El golpe (The Sting, 1973), lo reduce a un humor sin gracia, ni ingenio ni negrura, y a dar saltos en el tiempo que su protagonista asegura no controlar en su carta al director del periódico de Ilium, carta-excusa que le convierte en el narrador de la película…
No hay comentarios:
Publicar un comentario