domingo, 20 de octubre de 2024

El estrangulador de Rillington Place (1970)


Los motivos que empujan al joven consentido interpretado por Farley Granger en La muchacha del trapecio rojo (The Girl in the Red Velvet Swing, 1955), a los estudiantes de Impulso criminal (Compulsion, 1959) y a Albert DeSalvo en El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968) a asesinar es su psicología, diferente en cada uno de los casos, pero con la coincidencia de que no encuentran una explicación lógica (un móvil) para sus actos; lo mismo podría decirse del señor Christie (Richard Attenborough) en El estrangulador de Rillington Place (10 Rillington Place, 1970), cuya apariencia retraída, como insegura y sospechosa, le hace parecer como si temiese que descubriesen algo que desea mantener oculto; y así es. La introducción del personaje en 1944, en plena II Guerra Mundial, mostrándose amable con una inquilina a la que no tarda en asesinar, valiéndose de monóxido de carbono, y enterrar en su jardín, marca la siguiente parte del relato, que se desarrolla en 1949. Entonces, la familia Evans, formada por un matrimonio, Beryl (Judy Geeson) y Tim (John Hurt), y su hija bebé, alquilan el apartamento que cinco años atrás ocupaba la víctima de la que nadie tiene constancia. El recuerdo de esos primeros minutos de metraje se une a las mentiras y al comportamiento del señor Christie para generar incomodidad, amenaza, irracionalidad. Se comprenden sus intenciones y por dónde van sus deseos, aunque no puedan explicarse; probablemente ni él mismo pueda. De ese modo, combinando lo ya expuesto y lo que anuncia, ideas que se juntan en la mente del espectador, Fleischer logra enrarecer el ambiente hasta hacerlo claustrofóbico, sensación que se agudiza al situar la acción en el interior del inmueble, casi irrespirable.


El cine de Richard Fleischer, al menos los títulos nombrados y otros como las espléndidas y contundentes Fuga sin fin (The Last Run, 1971) y Los nuevos centuriones (The New Centurions, 1972), es, más que psicológico, uno que se adentra en la psicología de los personajes y la intenta expresar en imágenes. Pero, aparte, semeja que en películas como Los nuevos centuriones o El estrangulador de Rillington Place también busca desvelar parte de la psicología social de la época y el cómo esta afecta a sus componentes. En este último caso, a la mujer y a la clase trabajadora. Fleischer aborda el analfabetismo, la pena de muerte y el aborto, sin insistir en ninguno de ellos. Los expone naturales a los hechos que tienen como centro al asesino que lleva a cabo su plan para saciar su deseo irracional, irreprimible. También hacia el final del film, Fleischer insinúa una idea, cuando el comité médico considera a Tim (y a su clase) primitivo, algo así como inferior, una idea esta que existía en la primera mitad del siglo XX (sino más allá). Deja claro que la ley y la economía son factores decisivos que empujan a Beryl hacia el aborto y el riesgo que conlleva. Pero no es una elección caprichosa, sino que obedece a su situación económica, la cual se antoja insostenible para un matrimonio en el que solo Tim recibe remuneración por su trabajo. Su sueldo resulta insuficiente, no tienen para pagar el alquiler de los muebles ni podrían mantener a otro hijo. Viven al límite de la asfixia económica que repercute en su vida personal hasta el extremo de sacar a flote la violencia de hombre como Tim, que ni sabe leer ni escribir, ni pretende aprender, y situar a la mujer en la “obligación” de practicar un aborto ilegal, lo que supone ponerse en manos inexpertas. La ley, herramienta imperfecta de control social, no contempla la precariedad que obliga a dar a Beryl un paso que en otras circunstancias nunca daría. Así, la joven madre se pone en manos del señor Christie, que se ofrece amablemente a practicarle una intervención que asegura conocer, pues presume de conocimientos médicos de los que en realidad carece.


Estos instantes centrales de El estrangulador de Rillington Place, que encuentra su inspiración en la realidad —al inicio, se advierte la intención de mantenerse fiel a los hechos reales en los que se basa—, son recreados por Fleischer de tal modo que agudiza la sensación de incomodidad, de peligro y de malestar consciente ante una amenaza ignorada por el matrimonio, que tampoco comprende que está siendo manipulado por un psicópata que, tras su fachada de buen vecino, que presume de haber sido policía honorario durante la guerra, de hombre casado, cuya mujer nada sospecha, y con trabajo estable, esconde el otro rostro que sale a relucir ante la oportunidad que lleva buscando desde que el matrimonio llega al edificio. Christie juega con Beryl y con Tim, sobre todo con este último, a quien maneja a su antojo después de cometer el crimen. Comprende que la ignorancia del joven le beneficia y le mantendrá a salvo, ya que puede engañarle con suma facilidad. La simpleza del ya viudo, fruto de su falta de formación intelectual y de su ingenuidad tal vez natural, hace sentir superior al asesino y violador, sensación que, en cierto modo, lo iguala a las mentes criminales de los títulos citados al inicio; pues, en su desequilibrio emocional y racional, todas ellas padecen su propio engaño, aunque no un conflicto moral por sus actos, y creen llevar la delantera, incluso cuando les acorralan o les atrapan…


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