A principios de los años 90, se estrenaron un par de películas sobre mafias y chicos de barrio, ambientadas en suelo neoyorquino, que llamaron mi atención por diferentes motivos; también lo hizo El padrino parte III (The Godfather Part III, Francis Ford Coppola, 1990), que cierra la popular saga con mayor brillantez de lo que se dijo entonces. No desmerece respecto a sus precedentes, aunque le falta un personaje con el empaque de Vito maduro o joven, y las respectivas presencias de Brando y De Niro, que uno como el interpretado por Andy García no logra que se olvide. En todo caso, creo que su valoración se vio lastrada por la leyenda de la primera y segunda parte. Otra película de aquella época que transita los entresijos del hampa es El rey de Nueva York (King of New York, Abel Ferrara, 1990), que trata una cuestión diferente a la familiar y resulta el particular descenso cinematográfico de Ferrara a los bajos fondos; algo parecido podría decirse de la magnífica Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990), que los hermanos Joel y Ethan Coen realizan sin vínculos de sangre entre sus protagonistas y fijándose en los clásicos del gangsterismo cinematográfico. Una historia diferente es Los chicos del barrio (Boyz n the Hood, John Singleton, 1991), que se adentra en la marginalidad del ghetto neoyorquino para hacer hincapié en la realidad de sus jóvenes personajes principales; y más adelante llegarían a las pantallas Una historia del Bronx (A Bronx Tale, Robert DeNiro, 1993) y Little Odessa (James Gray, 1994), entre otros títulos que abordaban la familia y las bandas delictivas a las que, en la distancia, podría añadirse la de Heat (Michael Mann, 1995), la cual, al fin y al cabo, no deja de ser un núcleo familiar, a pesar de no ser familiares. Pero centrándome en las dos primeras, Uno de los nuestros (Godfellas, Martin Scorsese, 1990) y El clan de los irlandeses (State of Grace, Phil Joanou, 1990), ambas cuentan con repartos de innegable atractivo y tratan temas como la amistad y la traición. Una ha pasado a la historia del cine como obra maestra de finales de siglo XX y la otra está ahí, sin llegar a olvidarse, pero sin situarse donde la primera se encuentra por méritos que se descubren solo con verla. Ninguna trata situaciones que no se hayan visto antes en la pantalla, pero Martin Scorsese lo hace de un modo cinematográfico novedoso, adentrándose en el espacio delictivo con una cámara curiosa y guiado por voces en off irónicas, ya de vuelta de casi todo, puesto que han vivido las experiencias relatadas. Sobre todo, la irónica perspectiva del personaje de Ray Liotta, que recuerda que siempre quiso ser uno de ellos. Por su parte, El clan de los irlandeses, sin llegar a generarme el “a flor de piel” que me produjo (y produce) Uno de los nuestros, sí tiene algo que, al menos a mis ojos, le confiere atractivo y la hace un tanto diferente, más allá del reparto plagado de nombres conocidos en el que se dejan ver desde nuevos talentos entonces, como Robin Wright, quien había encarnado a la heroína de La princesa prometida (The Princess Bride, Rob Reiner, 1987) y protagonizado el culebrón Santa Bárbara (1984-1992) que emitían durante cientos de mañanas de mi infancia y adolescencia, hasta un veterano del Hollywood clásico como Burgess Meredith, uno de los protagonista de Lo que piensan las mujeres (That Uncertain Feeling, Ernst Lubitsch, 1941) y de El hombre de la torre Eiffel (The Man on the Eiffel Tower, 1949), de la que también asumió labores de dirección, aunque la memoria menos exigente lo recuerde sencillamente por ser el entrenador de Rocky (John G. Avildsen, 1976).
El atractivo de El clan de los irlandeses, tal vez resida en aquellos ojos adolescentes que la vieron por primera vez aquella década que se iniciaba prácticamente a la par de la caída del Muro (9 de noviembre de 1989); pero lo dudo, porque, vista años después, todavía conservaba un atractivo similar al que también redescubro en la actualidad. Su banda sonora, con música original de Ennio Morricone y canciones, entre otros, de U2, Van Morrison, The Pogues o The Rolling Stones, su telón de fondo neoyorquino, situándose en Hell’s Kitchen, los temas de la amistad reencontrada, del conflicto entre el deber y el querer, de la familia, tanto como núcleo de sangre como núcleo dentro del hampa, y la imposibilidad como destino asumida por los irlandeses, que les conduce al alcohol y al nihilismo. ¿Qué les sucede? ¿A qué se debe esa tortura y esa locura? En el caso de Terry Noonan (Sean Penn) parece evidente. Se comprende que su conflicto encuentra uno de sus motivos en su situación actual: la de ser un agente de policía infiltrado en la organización criminal a la que pertenece su mejor amigo de la infancia y la adolescencia. Para Terry, regresar a Hell’s Kitchen implica reencontrarse ya no solo con sus viejos conocidos o con su primer amor, Kathleen (Robin Wright), sino con quien pudo ser y, en ocasiones, teme o le gustaría haber sido. Contradicción y contradictorio. Nace el conflicto a raíz del choque entre la proyección de sí mismo que surge al asumir un papel que no resulta del todo falso, pues no siempre actúa, y el hombre que supone ser. Dicha proyección asoma al infiltrarse en el clan y codearse con sus antiguas amistades: Jackie (Gary Oldman) y Stevie (John C. Reilly). Entonces, aflora en él sentimientos encontrados y le genera un desbarajuste emocional que Phil Joanou, partiendo del guion de Dennis McIntyre, resuelve de manera un tanto estereotipada; estereotipo que no descubro en Uno de los nuestros. Pero esto no resta a los aciertos que van asomando por la pantalla y que me llevan a preguntarme ¿qué le sucede a Jackie, ajeno a la pausa o la calma, visceral en grado sumo? ¿Qué le empuja a vivir como si las acciones no tuviesen consecuencias? ¿Las tienen? En él recae ese dejarse ir, esa entrega al alcohol y a vivir el momento, pero no como si quisiera aprovecharlo, sino como si fuese consciente de que nada queda salvo dejarse ir en la vorágine. Tal vez, por ello, el reencuentro con su viejo amigo le haga sentirse como si recuperase parte de una alegría perdida. Y es que Jackie, a pesar de su violencia y de sus arrebatos de aparente locura, resulta ser un sentimental y un romántico, un sujeto irracional y sensual que vive sus sentimientos al límite, más que un modelo nihilista. También es el hombre niño que admira y venera a Frankie (Ed Harris), su hermano mayor y el jefe de la banda de los irlandeses de Hell’s Kitchen a la que Terry se une por obligación, aunque en la creciente devoción hacia ese amigo en quien nunca se equilibran irracionalidad y racionalidad porque Jack es un ser puramente sensitivo y emocional…
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