jueves, 5 de noviembre de 2020

Una historia del Bronx (1993)


<<Ya lo entenderás cuando seas mayor>>, le dicen, por separado, dos adultos al mismo niño de nueve años. Es un tópico, pero él cree y quiere hacernos creer que la frase encierra algo importante, pero solo es el artificio que conecta esos dos instantes con la conclusión <<ahora lo entiendo>> y con la moraleja que encierra su historia del Bronx. Pero, quizá, el fin de sus recuerdos sea expresar su admiración por las dos figuras paternales que han influido en su desarrollo personal, en su maduración y en su <<amor incondicional>>. El protagonista de
Una historia del Bronx (A Bronx Tale, 1993) recuerda que su historia es una más entre tantas. Sus palabras son cebo para atraer la atención del público al que se iguala, pero no por ello dejan de ser ciertas. Su historia es una más, sí. No obstante, también, como cualquier otra, es diferente, además, la suya tiene de especial que nos llega a través de la ficción cinematográfica, que toma cualquier historia y la transforma en excepción o, dicho de otro modo, la pasa por el filtro extraordinario y la convierte en su verdad y su mentira, en la sucesión de imágenes y sonidos que, en los mejores casos, nos seducen y entretienen.


La voz adulta del protagonista nos ubica en una cotidianidad reconocible, reflejo de la realidad de un barrio neoyorquino de la década de 1960, pero no pretende describirnos su día a día real, ni completarlo con información que escape a su pretensión. Quiere y busca la alteración de la cotidianidad y, para lograrlo, nos muestra fragmentos seleccionados en su memoria y les da forma dramática, también desenfadada, pues se trata de su aprendizaje en las calles y en el hogar, un aprendizaje que no deja de ser la aventura vital que Una historia del Bronx acota a dos momentos: 1960 y 1968.


La voz de Calogelo adulto, la sucesión de imágenes que presentan el barrio y a sus pintorescos personajes, el acompañamiento musical, incluso la cotidianidad no son novedades ni novedosas. En ese inicio se reconocen las calles y los vecinos, es ahí cuando descubro que me resulta complicado no hablar de posibles influencias de Uno de los nuestros (Godfellas, Martin Scorsese, 1990). En su debut en la dirección, parece que Robert De Niro establece conexiones con el film de Scorsese. La más visible, se encuentra en el (co)protagonismo del propio De Niro, que actúa en ambas películas. Pero, más allá de la presencia del actor, existen vasos comunicantes como el entorno, la época, el barrio, la voz en off que recuerda la infancia, la juventud o la admiración que en los niños, tanto en Henry Hill como en Cologero, despierta la figura del gánster. No obstante, solo es un punto de arranque, ya que Una historia del Bronx adquiere identidad propia y desarrolla su propuesta, que gira sobre la maduración del joven protagonista. A partir de las relaciones que C establece con su padre y con Sonny (Chazz Palminteri) —la otra figura paternal y, consecuentemente, también condiciona la comprensión y la educación del muchacho—, se accede al barrio, a la infancia y adolescencia de Calogero, testigo de la violencia callejera, de la honradez paterna o del racismo que, en el film, se puntualiza en sus amigos.


Las dos figuras guía son opuestas, aunque esto no es un pero, sino pro a favor del joven protagonista. Su padre intenta alejarlo del ambiente gansteril donde Sonny es la estrella mientras le repite la cantinela de <<no hay cosa más triste en la vida que el talento malgastado>>. Por su parte, el gánster le insisten en <<ve al colegio. Recibe dos educaciones...>> —formal e informal—. Aquí, en la doble relación, triple si contamos la que el protagonista establece por su cuenta con el medio, De Niro introduce la historia de aprendizaje, que no oculta su lado nostálgico. Pero, al contrario que Henry Hill, Calogelo no recuerda haber soñado ser un gánster, pero sí que acepta su admiración por uno de los nuestros. Esta impresión marca el devenir Infantil y su crecimiento, se observa en sus visitas al bar de la esquina, donde se reúnen los hampones, o en la calle, donde desarrolla su amistad con jóvenes de su misma edad, que, bravucones, se las dan de "buenos chicos". El ambiente lo es todo en la calle, nadie quiere que le llamen “gallina”, y esa sensación de tener que ser o imitar a los tipos duros prevalece en el día a día del muchacho, en su formación y en su interpretación del mundo, que, para él, es tan pequeño que se reduce a ese Bronx donde descubre el racismo y despierta al amor. Aunque inicialmente, no comprende aquello que me dicen sus dos padres, lo comprenderá durante su relación con Jane, la tercera figura de importancia en la maduración que me permite sobrevivir al barrio y superar el racismo, la ignorancia y la violencia que habita en las calles de su infancia y adolescencia.


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