domingo, 6 de octubre de 2024

Peggy Sue se casó (1986)

Los setenta fueron sus años dorados; todo lo que tocaba lo convertía en oro, ya fuese desde una perspectiva de negocio o una artística. Así, éxito tras éxito, premio tras premio, Llueve sobre mi corazón (Rain People, 1969), El padrino (The Godfather, 1972), El padrino parte II (The Godfather part II, 1974), La conversación (The Conversation, 1974), Apocalypse Now (1979), Francis Ford Coppola llegó a la cima del mundo y desde ella creyó dominarlo. No buscaba el aplauso masivo ni el consumo de palomitas, sino que pretendía ser un artista que, cual Miguel Ángel o cualquier otro creador que sueña grandeza para su obra y para su ego, se anteponía al sistema que le dio alas, que luego buscó cortárselas, y que le daba de comer mientras se dejase guiar o produjese beneficios. El cine, como medio de expresión artística, era y es para Coppola su modo de crear una obra que le refleje —que, al fin y al cabo, es la búsqueda consciente o inconsciente de todo artista—. Es de los pocos cineastas que, buscando su expresión estética, sitúa su obra como prioridad y la aleja del control de un ámbito industrial, el cinematográfico de Hollywood, en el que lo primero son el dinero, los beneficios económicos, e incluso la jerarquía: el quien manda. Pero lo que para la industria es su producto de venta, no lo es para Coppola, aunque no sea un inconsciente y conozca de primera mano la necesidad de obtener un rendimiento positivo en la taquilla que le permita mantener su libertad y sus ilusiones a flote, sino que las películas son piezas de una obra narrativa fruto de sus inquietudes como creador o autor de sus films; lo mismo podría aplicarse para sus vinos. Y como sucede en la obra de los Buñuel, Hawks, Ford o Lang, incluso las menos personales de las suyas, las llamadas películas alimenticias, siempre tienen algo personal o que le interesa antes de embarcarse en el proyecto. Y gusten más o menos al público, antes han de gustarle a él; al menos, la idea de la que parte.

En una época en la que los sueños parecen prefabricados, construidos fuera y vendidos al por mayor, mantenerse fiel al nacido en uno es un ejercicio de rebeldía, tal vez la única rebeldía posible en un mundo programado como el humano y, en particular, el que se atribuye un rol artístico y cultural. Frente a esto, personal y transgresora es la intención creativa que Coppola pone en pie en Corazonada (One Front the Heart, 1982), un sueño onírico, visual, musical, fantasía de un soñador que se estrella contra un muro de incomprensión y contra la insaciable aspiración de su ego artístico. La “derrota” económica que significó esta película, victoria estética que años después de su estreno empezó a ser reconocida como tal, obliga al cineasta a cambiar su tono para poder sobrevivir en un entorno que se le vuelve hostil, uno que quiere sacar partido de su genio y demostrarle quien manda. Así, por un instante, Coppola asume su derrota y cede ante el sistema, aunque sabe que volverá a levantarse y que hará algo suyo. Es cuestión de tiempo, de recuperarse, de seguir trabajando, de ganar dinero para poder seguir soñando, ya plenamente consciente de hacerlo en medio de la pesadilla, y para pagar deudas, objetivo que va logrando con películas que, como Peggy Sue se casó (Peggy Sue Got Married, 1986), rinden en la taquilla y que, junto a su negocio vinícola, le permiten ir recuperándose económicamente. Acepta dirigir películas a priori menos arriesgadas y de mayores posibilidades comerciales. Una de ellas, Cotton Club (The Cotton Club, 1984), volvía a situarle en la órbita de Robert Evans, el productor ejecutivo de El padrino; otra, Peggy Sue se casó, a priori, podría sonar a comedia ñoña ochentera, pero esto sería desconocer el carácter innovador, desafiante y creador de Coppola, quien, si bien no realiza uno de sus mejores films, ni siquiera interviene en su producción ni en el guion, escrito por Jerry Leichtling y Arlene Sarner, se defiende, a la espera de mayores gestas, en esta historia que no deja de ser parte de una ensoñación más que añadir la obra de un soñador; pues, al fin y al cabo, toda la obra de Coppola es el reflejo de su sueño artístico, de su intención creativa y de la posibilidad de soñar el cine como algo más que un medio de hacer dinero, a riesgo de caer en la pesadilla, persigue su obra perfecta…

Cuando fue coronada reina del instituto, Peggy Sue (Kathleen Turner) soñaba con una vida en rosa, junto a Charlie (Nicolas Cage), el hombre de quien en el presente se está separando después de más de veinte años de matrimonio. En ese ahora, en el que los sueños juveniles se desvanecen, Peggy añora parte del pasado para poder soñar. Y diferente en la forma que en Regreso al futuro (Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985) Marty McFly viaja a la década de 1950, ella lo hace a 1960, gracias a la fiesta de antiguos alumnos. Su puerta al pasado… pero ella, al contrario que Marty, viaja al recuerdo de su adolescencia, de la promesa juvenil ya inexistente en la edad adulta desde la que contempla (e interactúa) a aquellas personas y aquel tiempo de su vida cuando era importante porque se sentía importante, inconsciente de que era la entrada a una existencia perfecta en su promesa, en la ignorancia de que era una programada: reina del instituto, matrimonio, hijos y la creciente sensación de vivir en la pérdida de los sueños… Pero Peggy viaja a su pasado con conocimiento del periodo que separa 1960 de 1985, veinticinco años que, igual que cambian la mirada del país —la crisis de los misiles cubanos, los asesinatos de John y Bobby Kennedy, de Malcolm X y Martin Luther King, la crisis energética de los años setenta, la guerra de Vietnam, el escándalo Water Gate y más hechos históricos que rompen definitivamente el sueño americano aún idealizado en 1960—, transforman la de Peggy. Son años de experiencias personales y de hechos históricos, y tanto estos como los privados e íntimos le confieren ironía y escepticismo; sitúan su mirada adulta en las antípodas de la ilusa e ingenua que ella misma y el resto de jóvenes tendrían entonces; reflejo, tal vez, de las distancias entre el Coppola coronado rey de Hollywood, tras su Oscar al mejor guion por Patton (Franklin J. Schaffner, 1970) y sus dos ya míticos Padrinos, y el Coppola posterior a su incomprendida y rechazada Corazonada




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