viernes, 25 de octubre de 2024

¡Qué asco de vida! (1991)


El humor de Mel Brooks no destaca por sutil, sino por grueso y paródico, por buscar el chiste fácil para hacer reír a toda costa, pero en ¡Qué asco de vida! (Life Stinks, 1991) aspira a superar el estilo que le dio fama y buenos resultados en películas como Los productores (The Producers, 1967). Más que emulando a Frank Capra, que también, y sin dejar de ser él mismo, a priori difícil para cualquiera dejar de ser uno, aunque se hayan dado miles de millones de casos de los que la historia no tiene constancia documentada, Brooks toma del genial Preston Sturges y combinan la ilusión humanista y social de Capra, la idea de Sturges y el tono más paródico, el suyo, de cosecha propia para crear una comedia que despierta a una realidad que, hasta la fecha, había pasado desaparecida en su cine, salvo, que recuerde, dos instantes: al final de El misterio de las doce sillas (The Twelve Chairs, 1970), cuando los dos personajes principales se ven en la situación de mendigar, y en el episodio dedicado a la revolución francesa en La loca historia del mundo (History of the World Part I, 1981), en la que queda para la (otra) historia la regia exigencia del rey Luis XVI, que pide “pobre” en lugar de “plato” para sus prácticas de tiro; aunque en ambos casos sin dejar de formar parte del chiste.

En ¡Qué asco de vida!, el millonario interpretado por Brooks se arroja al arroyo tras aceptar una apuesta con Vance Crasswell (Jeffrey Tambor), otro hombre de negocios que desea para sí el mismo barrio donde el primer magnate proyecta construir un moderno complejo urbano para su mayor gloria. En su inmersión voluntaria en un espacio vital donde se convierte en un desheredado más entre Molly (Lesley Ann Warren), personaje al que Brooks ofrece mayor peso emocional y del que explica a grosso modo el cómo llegó a la situación actual, Sailor (Howard Morris) y tantos más, Goddard Bolt se hermana con Sullivan, el cineasta de éxito que en Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, Preston Sturges, 1941) decide conocer de primera mano los males que aquejan a los desfavorecidos de los que habla en sus películas. Sullivan desea conocer los sinsabores de los marginados y los mendigos para poder hablar en la pantalla con honestidad y desde el realismo que no se encuentra en films como Juan Nadie (Meet Joe Doe, Frank Capra, 1941), cuyo protagonista va de la nada al todo; es decir, su viaje se produce a la inversa del de Bolt. La intención de Goddard Bolt no es tan noble como la del cineasta ni fruto de la crisis económica que hace estragos a su alrededor, sino que surge a consecuencia de su ego y de su ambición empresarial, que son los dos motores de su vida hasta que se produce su contacto con otra realidad, que existe al lado de la suya, en las aceras y en los callejones, en los comedores benéficos, bajo los cartones y los puentes, llueva, haga frío o calor, en la indiferencia e insolidaridad de la sociedad (y también entre los desheredados) de la que han sido expulsados, por los diferentes motivos que fuesen, al lado de cada contenedor del barrio que los dos millonarios han apostado y que quieren para sí, se supone que por distintos motivos, aunque, tal vez, sean el mismo… La excusa de la apuesta le permite a Brooks desvelar la miseria, hacer hincapié en ella, en que está ahí, a la vuelta de cualquier esquina, esperando a cualquiera a quien le abandone la fortuna y se descubra sin dinero; la recrea para mostrarla en la pantalla, sin abandonar ni renegar de la comedia ni de la victoria del amor, de la ilusión, de los “buenos y justos”, en cierto modo similar a la que se descubre en la comedia de Capra anterior a la Segunda Guerra Mundial.



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