domingo, 10 de noviembre de 2024

Magnolias de acero (1989)


La relación de Herbert Ross con el teatro le vino desde sus inicios profesionales, cuando, tras romperse el tobillo, abandonó la danza y se convirtió en coreógrafo y llegó a ser de los más famosos de Broadway. A lo largo de los años que siguieron, su carrera fue fructífera tanto en la escena como en las adaptaciones cinematográficas que llevó a cabo. A su colaboración con Neil Simon en películas como La pareja chiflada (The Sunshine Boys, 1975), La chica del adiós (The Goodbye Girl, 1977) o California Suite (1978) habría que añadirle las no menos exitosas que mantuvo con Woody Allen en Sueños de seductor (Play It Again, Sam, 1972) o con Robert Harling en Magnolias de acero (Steel Magnolias, 1989), películas cuyo guion corrió a cargo de los propios autores teatrales y que se encuentran entre lo más destacado de su carrera —lugar donde también incluyo Elemental, Dr. Freud (The Seven-Per-Cent Solution, 1976) y, en su evocación, Dinero caído del cielo (Pennies from Heaven, 1981)—. Si bien me quedo con la de Allen, porque en mi infancia me hizo reír lo suyo sin menoscabo de mi inteligencia, si así se le puede llamar a lo que sea que me hace pensar a diario, ni de mi sentido del humor gris, tirando a borrascoso, no niego que la de Harling tenga su aquel y que este se encuentra en gran medida en el reparto que reúne a Sally Field, Dolly Parton, Shirley MacLaine, Daryl Hannah, Olympia Dukakis y Julia Roberts, previo a su salto a la fama en Pretty Woman (Garry Marshall, 1990), uno de los peores y más ñoños cuentos de hadas que vi en mi adolescencia, superado en ñoñería e insipidez por el mal recuerdo que guardo de Dirty Dancing (Emile Ardolino, 1987) y de Ghost (Jerry Zucker, 1990). Casi muero del susto. Ignoro cómo pude sobrevivir a aquel gélido danzar, que iba de ardiente pero que se quedaba en témpano, y aquellas dosis de sensiblería a chorro y su falta de ingenio, suplido por un convencionalismo fantasmal que se ajustaba a la moda y consumo “ochenteros” y de los primeros compases de los “noventa”. Supongo que seguir respirando después de aquello se debió a que física y emocionalmente era más fuerte de lo que había imaginado y que, por entonces, La princesa prometida (The Princess Bride, Rob Reiner, 1987) resistía gracias al amor verdadero y que el canalla de John McClane andaba por allí desatascando situaciones límite sin perder su sentido del humor mientras sembraba edificios y aeropuertos de cadáveres de los villanos que no habían contado con su presencia. Mal hecho. Así les fue…


A la princesa y al policía siempre le agradeceré que se lo tomasen con filosofía: la una con la de la fantasía cuentista y al otro con la de chiste y fogueo cuando se descubre en una acotación espacio-temporal que le obliga a actuar como un héroe solitario de humor y de gatillo fácil. Así es la vida, chaval, la acotación nos persigue porque en ella nos ubicamos, queramos o no, por mucho que algún o alguna vendedora de humo nos insistan en que somos libres como los pájaros. Pues, no. Tampoco las aves lo son, aunque vuelen. Somos seres físicos, atrapados en el espacio-tiempo, de modo que también los personajes que nos representan en la pantalla o en los cuentos se sitúan en coordenadas espacio-temporales que no pueden abandonar ni manejar a su antojo, por mucha imaginación y fantasía que se les atribuya. Las chicas de oro de Magnolias de acero se establecen en coordenadas melodramáticas y viven su acotamiento en una pequeña localidad de Lousiana y en varios días: la boda de Shelby (Julia Roberts), la Navidad,… que sirven para desarrollar y establecer la relación entre mujeres distintas edades que, salvo Clairee (Olympia Dukakis) y Ousier (Shirley MacLaine), están casadas y, tal vez, se sienten decepcionadas con su vida marital y su situación existencial general. No solo viven en la acotación, sino que se encuentran acotadas en sus oportunidades y en sus elecciones, condicionadas por la salud o su falta, por sus aspiraciones y sus realidades, por el propio devenir existencial, como si este estuviese decidido de antemano para ellas, tal vez con la excepción de la gruñona interpretada por Shirley MacLaine, una de las actrices a las que siempre agradeceré el estar ahí, en El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1950) o recorriendo con sus tonos verde la calle, pues en el acto de quejarse se encuentra la semilla de la revolución vital que quizá nunca llegue a revolucionar la vida, aunque sí ayude a sentirla propia…



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