jueves, 14 de noviembre de 2024

La liga de la justicia (2021)

Entre tantos grupos en busca de la unidad para alcanzar una meta económica, religiosa, musical, cómica, bélica… se pueden contar los ciudadanos de la liga de Delos, los argonautas, los doce apóstoles y los del patíbulo, el dúo dinámico y los hermanos Calatrava, la comunidad del anillo o la de Alex de la Iglesia, los siete samuráis y el mismo número de enanitos, los músicos de Bremen y los inhumanos, la patrulla perdida, grupo trece, Tricicle, los cuarenta ladrones, con ocho basta y muchos más de los que no quiero acordarme… Son mejores y peores modelos de grupos que reúnen individualidades para engrandecer el conjunto, al que cada uno de los componentes aporta lo suyo, lo que tienen de diferente y de original, si es que lo hay. En realidad, a la hora de agruparse, conjuntarse o aliarse, sus similitudes suman más que sus diferencias, pues sus intereses convergentes, su ideología común o sus trabajos similares son los que posibilitan el conjunto y que este dure más que la noche de estreno. Aunque de la diversidad técnica, de habilidades y destrezas, mental y emocional nace una riqueza que no se encuentra en las unidades de los clones galácticos, cuya homogeneidad y uniformidad remiten a las S. A. y la S. S, entre otros grupos afines a los totalitarismos cuyas mentes dictatoriales piensan por el resto y lo obliga a ser uniforme. Supongo que si hubiese sido hijo de los videojuegos, de los cómics, de YouTube y de Disney, de un padre y una madre fanáticos de los superhéroes, de las palomitas y de la comida rápida…, añadiría a los grupos nombrados los vengadores y la liga de la justicia. En este superpoderoso lote, incluiría también la de los hombres extraordinarios; pero no he tenido, ni por vía parental ni por experiencia directa, contacto con superhéroes de verdad ni con los que habitan los cómics Marvel ni DC.

Poco sé de superhéroes, aunque haya visto la serie El gran héroe americano (The Greatest American Hero, 1981-1983) — que sí veo hoy, sospecho sería un susto y una decepción, cuando de aquella, a los ocho o diez años, era una esperada diversión de tarde estival— y algunas películas como Superman (Richard Donner, 1978), Batman (Tim Burton, 1989) o la trilogía de Christopher Nolan sobre “el caballero oscuro”. Más allá de estas y de otras como la guerrera Conan, el bárbaro (Conan the Barbarian, John Milius, 1983), la cómica Superman III (Richard Lester, 1985) y la comedia gótica y felina Batman vuelve (Batma Returns, Tim Burton, 1992), intuyo que, tras el traje, la cara o la máscara que la oculta, todos son iguales. En realidad, personajes así nunca me han llamado la atención. Tampoco sus temas o cómo los tratan. Mis lecturas de tebeos en la infancia se decantaban por otro tipo de héroes: Astérix y Obelix, Lucky Luke, Mortadelo y Filemón, SuperLópez, Zipi y Zape, Pepe Gotera y Otilio o los vecinos de la Rúa del Percebe con Rompetechos que pasaba por allí. Tintín me resultaba más que listo, un listillo, vaya, y sin humor (ni buen ni mal humor). Pasado el tiempo, alguien me descubrió a Mafalda; y le agradezco el presentarme a esa maravilla de cría que supongo no suele considerarse una superhéroina. Pues yo, sí; y de las más grandes que hayan dejado su huella impresa en papel. Por ello, la sitúo a la cabeza de todas ellas, a la par de heroínas personales —adjetivo con el que pretendo expresar que fueron personas y que su realidad las engrandece— como puedan ser Egeria, Urraca, Rosa Luxemburgo, Curie madre e hija, Clara Campoamor, Hannah Arendt, Larisa Shepitko o Rosalía, muy por encima de la mujer maravilla o de Mulán, pues los poderes de la criatura de Quino son extraordinarios y raros de narices, en vías de extinción: la observación, la reflexión, la ironía y la capacidad de cuestionarse el mundo.


Pero, supongo, de haber sido criado por otros padres, en otra época y en otro lugar, posiblemente me gustaría una película como La liga de la justicia (Justice League, Zack Snyder, 2021) u otras de superhéroes que tanto llaman la atención de cierto sector del público, no solo del juvenil. En todo caso, del niño que fui no me queda nada, salvo el nombre, los recuerdos mentales y el físico en una cicatriz abdominal; ni siquiera creo que exista ese que dicen que todos llevamos dentro. Igual que dudo de eso, dudo que haya películas más conformistas y repetitivas que las comedias románticas posteriores a Dos en la carretera (Two on the Road, Stanley Donen, 1967), sobre todo las realizadas a partir de la década de 1980, aunque seguro que hay alguna posterior que se salva e incluso reluce, y los films de superhéroes; lo cuales, ya si reúnen a varios, me digo que no aumentan en proporción directa el número de villanos. Entonces, me da la risa, porque ya está ganado de antemano. Los buenos vencen porque ya todo se prepara para eso y a eso lo llamo amaño o trampa; son diez contra uno o, en este caso, seis y Alfred (Jeremy Irons). En este punto, los de la liga difieren de los patibularios o los samuráis, que se enfrentaban a un ejército y a un centenar de ladrones liderados en ambos casos por malvados de mucho cuidado. Quizá por todo esto y por lo que aquí omito, pero que queda escrito en una novela satírica que dudo vea la luz, ya no puedo con los superhéroes, con los que no simpatizo, salvo que sean esos patibularios o aquellos que no tengan más poder que el de mandar a tomar viento al orden dominante, aunque, finalmente, se sacrifiquen por él o este los sacrifique para mantenerse.


Dicen que películas como La liga de la justicia, la versión extendida de Zack Snyder, es un “peliculón”, sustantivón que habrá servido a más de uno para hacer un chiste peor que este. Si no me equivoco, es la primera vez que empleo tal palabra y será de las últimas. Pero a lo que iba. En algún lugar que no recuerdo dónde concretar —tampoco hace falta recordarlo desde que alguien tan genial como Cervantes olvidó el de Quijote y dio luz verde a tal omisión—, escuché o leí que visualmente esta película es puro cine. Lo que no explicaban (y nunca explican cuando se recurre a la pureza cinematográfica) es ¿qué entienden por puro cine? Acaso ¿no sería de mayor pureza el más próximo al cine original? Lo que hay en La liga de la justicia es mucho tópico y mucha tecnología digital al servicio de la estética de Snyder, que se repite de más a menos desde Watchmen. Y como en la adaptación del cómic (hoy novela gráfica) de Alan Moore pretende dotar de algo más que de superpoderes a sus personajes. ¿Lo consigue? Tiempo no le falta, pero… La película, de cuatro horas de duración, busca aportar en el aspecto emocional respecto a la versión estrenada en 2017, cuya duración es la mitad (dos horas) y que fue dirigida por Joss Whedon, debido a problemas personales de Snyder. Pero, aparte de regresar a la idea original y del aspecto visual, lo que veo, aunque me causa mejor impresión que aquella, no me genera mayor interés. Sospecho que para conectar con el film tendría que ser otro, pero, aunque cambie continuamente, no hay forma de dejar de ser quien soy… ¿será el continuo cambio uno de los superpoderes que pasan desapercibidos o un maleficio?



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