Entre tantos grupos en busca de la unidad para alcanzar una meta económica, religiosa, musical, cómica, bélica… se pueden contar los ciudadanos de la liga de Delos, los argonautas, los doce apóstoles y los del patíbulo, el dúo dinámico y los hermanos Calatrava, la comunidad del anillo o la de Alex de la Iglesia, los siete samuráis y el mismo número de enanitos, los músicos de Bremen y los inhumanos, la patrulla perdida, grupo trece, Tricicle, los cuarenta ladrones, con ocho basta y muchos más de los que no quiero acordarme… Son mejores y peores modelos de grupos que reúnen individualidades para engrandecer el conjunto, al que cada uno de los componentes aporta lo suyo, lo que tienen de diferente y de original, si es que lo hay. En realidad, a la hora de agruparse, conjuntarse o aliarse, sus similitudes suman más que sus diferencias, pues sus intereses convergentes, su ideología común o sus trabajos similares son los que posibilitan el conjunto y que este dure más que la noche de estreno. Aunque de la diversidad técnica, de habilidades y destrezas, mental y emocional nace una riqueza que no se encuentra en las unidades de los clones galácticos, cuya homogeneidad y uniformidad remiten a las S. A. y la S. S, entre otros grupos afines a los totalitarismos cuyas mentes dictatoriales piensan por el resto y lo obliga a ser uniforme. Supongo que si hubiese sido hijo de los videojuegos, de los cómics, de YouTube y de Disney, de un padre y una madre fanáticos de los superhéroes, de las palomitas y de la comida rápida…, añadiría a los grupos nombrados los vengadores y la liga de la justicia. En este superpoderoso lote, incluiría también la de los hombres extraordinarios; pero no he tenido, ni por vía parental ni por experiencia directa, contacto con superhéroes de verdad ni con los que habitan los cómics Marvel ni DC.
Poco sé de superhéroes, aunque haya visto la serie El gran héroe americano (The Greatest American Hero, 1981-1983) — que sí veo hoy, sospecho sería un susto y una decepción, cuando de aquella, a los ocho o diez años, era una esperada diversión de tarde estival— y algunas películas como Superman (Richard Donner, 1978), Batman (Tim Burton, 1989) o la trilogía de Christopher Nolan sobre “el caballero oscuro”. Más allá de estas y de otras como la guerrera Conan, el bárbaro (Conan the Barbarian, John Milius, 1983), la cómica Superman III (Richard Lester, 1985) y la comedia gótica y felina Batman vuelve (Batma Returns, Tim Burton, 1992), intuyo que, tras el traje, la cara o la máscara que la oculta, todos son iguales. En realidad, personajes así nunca me han llamado la atención. Tampoco sus temas o cómo los tratan. Mis lecturas de tebeos en la infancia se decantaban por otro tipo de héroes: Astérix y Obelix, Lucky Luke, Mortadelo y Filemón, SuperLópez, Zipi y Zape, Pepe Gotera y Otilio o los vecinos de la Rúa del Percebe con Rompetechos que pasaba por allí. Tintín me resultaba más que listo, un listillo, vaya, y sin humor (ni buen ni mal humor). Pasado el tiempo, alguien me descubrió a Mafalda; y le agradezco el presentarme a esa maravilla de cría que supongo no suele considerarse una superhéroina. Pues yo, sí; y de las más grandes que hayan dejado su huella impresa en papel. Por ello, la sitúo a la cabeza de todas ellas, a la par de heroínas personales —adjetivo con el que pretendo expresar que fueron personas y que su realidad las engrandece— como puedan ser Egeria, Urraca, Rosa Luxemburgo, Curie madre e hija, Clara Campoamor, Hannah Arendt, Larisa Shepitko o Rosalía, muy por encima de la mujer maravilla o de Mulán, pues los poderes de la criatura de Quino son extraordinarios y raros de narices, en vías de extinción: la observación, la reflexión, la ironía y la capacidad de cuestionarse el mundo.
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