La intención artística de Roman Polanski queda apuntada en el cine metafórico que asume desde su primer largometraje, El cuchillo en el agua (Noz w wodzie, 1962), en el que asoman temas y gustos, simbolismos y atmósferas malsanas —que van enrareciéndose en sucesivas tramas y películas. Continuaría desarrollando sus temas y gustos en siguientes producciones, así, la soledad y la alienación en las sociedades desarrolladas asumen protagonismo en su trilogía del apartamento, donde los espacios cerrados y las atmósferas plomizas son presencias que cobran importancia amenazadora. En los tres films la estética que el cineasta de origen polaco elige, o crea para su trilogía, es desasosegada, suicida, tan densa que casi puede sentirse sobre los protagonistas. Sus apartamentos son mundos claustrofóbicos, donde Polanski no busca ni pretende realismo. Escapa de él, quizás porque los personajes o inquilinos viven negándose la realidad y afirmando la que crean en sus mentes. La negación de la realidad lleva a la afirmación de la realidad, y viceversa, y Rosemary (Mia Farrow) se descubre primero afirmativa y luego con necesidad de negar para explicarse u explicar su situación. Se descubre agobiada entre ambos polos, aunque, a decir verdad, se encuentra al borde del desequilibrio hacia donde todos y todo parecen llevarla después de llegar a su nuevo apartamento, más amplio y lujoso que el anterior, también más amenazante. Ella quiere una casa más grande, más cara y bonita, aunque no sabría explicar para qué o qué le proporciona que ya no tuviese. Quizá su embarazo, que la confunde más si cabe, o tanto como la confundirá la accidental ceguera del actor a quien Gail (John Cassavetes), su marido, sustituye en una representación.
martes, 29 de diciembre de 2020
La semilla del diablo (1968)
domingo, 27 de diciembre de 2020
Gloria (1980)
jueves, 24 de diciembre de 2020
Los tramposos (1959)
La mentira y el engaño son exclusivos de la universalidad humana, tan exclusivos que todos los llevamos con nosotros y echamos mano de ellos con o sin disimulo, consciente o inconscientemente. La pareja de timadores de Los tramposos (1959) intenta disimular sus pequeños golpes y engaños, pero no engañan a Julita (Concha Velasco), el personaje que, en su impuesta honradez, determina el cambio laboral en Virgilio (Tony Leblanc) y Paco (Antonio Ozores). Estos dos trúhanes sí embaucan al pueblerino que ve con buenos ojos engañar al tonto que reparte estampitas por una peseta. Pero el tonto solo lo es a medias, puesto que comprende que el timo de la estampita funciona porque siempre habrá víctimas que creen ser lo suficientemente listos para engañar al tonto. Podría hacerse un estudio o un ensayo sobre la escena que se produce en el exterior de la estación de Atocha y la realidad que encierra y desvela que el buen hombre rechaza al personaje de Leblanc cuando debe dar una peseta por insistencia de aquel; sin embargo cambia su actitud cuando comprende que puede sacar tajada. Es el mismo individuo y, en solo un segundo (el tiempo justo que le lleva pensar en ganar dinero fácil), parece otro distinto. No obstante es el mismo antes, durante y después del timo. Es un pobre desgraciado, ni mejor ni peor que sus victimarios, pues se comprende que Virgilio y Paco son unos don nadie que pretenden hacerse un hueco en la España del desarrollo sin progreso. Es la España de medio pelo, el país donde sobreviven sin dar más palo al agua que los palos que dan a incautos que quieren sacar algún beneficio, sea con las rifas o con las estampitas. Lo cierto es que a ellos y a otros muchos les gustaría vivir del cuento, sin trabajar, contando cuentos, soñando con escapar a la realidad, que esta no les coja de lleno, sino de medio lado, en una posición en la que puedan sacar alguna ventaja que emplearán para continuar trampeando, tragando cotidianidad y engañándose.
Quizás Los tramposos no tenga el prestigio de otras películas españolas de su época, quizá por su apariencia más conformista o porque el prestigio no es más que el fruto de otro engaño, pero sin duda sí es una comedia que tiene su gracia. Se encuentra en sus personajes y en las situaciones que delatan su fuga de la realidad, en una huída que muestra más realidad que películas que pretendían mayor realismo. Pedro Lazaga muestra mucho más de lo aparente o cuela en la apariencia cómica aspectos que desvelan otros menos sonrientes. Así, sus personajes parecen confirmar (más en sí mismos que en sus víctimas) una generalidad siempre presente en la pantalla: hay quien engaña porque siempre hay alguien a quien engañar y que desea ser engañado. Y la pareja de timadores es el ejemplo de ambas, pues engaña y se engaña. Los tópicos y los chistes fáciles, las situaciones ridículas, un reparto que cae como anillo al dedo a la rítmica narrativa de Lazaga se combinan para dar encanto a Los tramposos; a su ausencia de prejuicios a la hora de mostrar el desarrollo y el turismo en un país de hidalgos decadentes y pícaros en busca de fortuna, el país que ofrece a los turistas la oportunidad de emborracharse a sus anchas por el módico precio que genera los ingresos de visionarios que, como Paco, Virgilio y su socia capitalista (Laura Valenzuela), se dedican al negocio de las visitas a lugares no tan típicos del Madrid de finales de la década de 1950. <<Callos a la espiquinglish, 15 pesetas>> luce en la pizarra del bar donde Paco y Virgilio llevan a sus clientes a tomar vinos. Ese es su instante de éxito y de mayor rebeldía, puesto que el resto de su desventura, ya sea como timadores de poca monta o como honrados ciudadanos, lo suyo es una cuestión de conformismo e ingenuidad, de dejarse guiar hacia el puesto laboral y el convencionalismo que les permitan encajar dentro del sistema. Pero más que patéticos, los protagonistas son una caricatura de la naciente clase media urbana española, la que surge concluida la larga posguerra y se inicia el camino del “desarrollo”, una clase social que abraza el conformismo —la renuncia final de Paco y Virgilio a su vena emprendedora, sea la legal o la ilegal, lo confirma— y pretende de caminar hacia el bienestar proporcionado por la olla express, la publicidad, la vanidad, el turismo o la venta de libros puerta a puerta.
miércoles, 23 de diciembre de 2020
Bajo el fuego (1983)
Lo anterior se ajusta al triángulo protagonista de Bajo el fuego (Under Fire, 1983), ya que viene a definir el comportamiento inicial que descubrimos en Alex (Gene Hackman), Claire (Joan Cassidy) y Russell (Nick Nolte), sobre todo en este último, que siente como su distancia de la realidad que fotografía se acorta en Nicaragua, quizás porque haya llegado al límite de su aguante emocional o porque su relación con Claire despierte algún sentimiento hasta entonces dormido. La lejanía que le impone su cámara, o que él establece desde la cámara, desaparece y los hechos que contempla pasan a ser propios, le afectan y le obligan a tomar partido. En ese instante del film, cuando busca a Rafael —mito revolucionario que nadie ha podido fotografiar—, el reportero deja de ser un testigo presencial de la realidad, pero ajena a ella, para ser uno más del momento, de los hechos que se suceden, en su caso de la guerra civil que pretende cubrir cuando llega a Nicaragua, después de hacer lo propio en Chad, donde consigue una instantánea que sería su enésima portada en una prestigiosa revista. En África, todavía lo observamos al margen del conflicto bélico; lo observa desde el alejamiento que establece entre el hecho que se produce y la imagen que fotografía. Esa distancia implica dos momentos que no pueden tocarse: el suceso real y la interpretación del instante por parte del fotógrafo. Para él es su trabajo, como matar lo es para el mercenario (Ed Harris) o engañar lo es para Jazy (Jean-Louis Trintignant), el agente de occidente, el “artista” que manipula y escoge el mejor tirano posible para los intereses de las potencias estadounidense y europeas a las que representa.
En la película quedan bastante bien expuestas las distintas posturas y distancias ante una misma realidad; de hecho, podría decirse que ningún personaje tiene una perspectiva similar del conflicto, y esta diversidad de impresiones, intereses y comportamientos confieren autenticidad al conjunto. El marco histórico en el que Roger Spottiswoode desarrolla Bajo el fuego es fruto de la guerra fría, pero también es una de las consecuencias de la colonización que los países desarrollados llevaban a cabo en naciones subdesarrolladas o en vía de desarrollo. Estos países del sureste asiático —El año que vivimos peligrosamente (The Year of Living Dangerously, Peter Weir, 1982), de África —Los perros de guerra (The Dogs of War, John Irvin, 1980)—, de Europa meridional —Z (Costa-Gavras, 1969)— o de Latinoamérica —Missing (Costa-Gavras, 1982)— están en el punto de mira de agentes como Jizy y las potencias que se reparten el mundo en 1979. Para estas naciones trabajan los personajes de film, algunos, como Claire y Russell, informando a una opinión pública cuya distancia es todavía mayor que la de los reporteros, otros como el mercenario no tienen más implicación que el dinero, se desentiende de cualquier implicación emocional o problema moral y de culpa, y por descontad el espía que se encuentra allí para mantener al tirano escogido, el coronel Somoza.
martes, 22 de diciembre de 2020
Bone Tomahawk (2015)
domingo, 20 de diciembre de 2020
El imperio del terror (1955)
Pasados sus diez primeros minutos, El imperio del terror abandona la supuesta realidad documental y se lanza de lleno a la representación de los hechos que dan forma a uno de los films más impactante de su momento, buen parte del mérito corresponde a la expeditiva dirección de Karlson. Al responsable de El cuarto hombre (Kansas City Confidential, 1952), otra de sus grandes aportaciones al cine negro, no le tiembla el pulso. No duda en mostrar y en señalar sin disimulo, aunque no exponga más que una parte, la realidad política y social del entorno. Muestra con precisión el espacio por donde moverá a los personajes, a los que no concede protagonismo exclusivo, sino que lo reparte entre las distintas partes enfrentadas a lo largo del film, hasta que se decanta por los Patterson. Padre e hijo son dos hombres que han vivido dos guerras diferentes. El mayor, Albert Patterson (John McIntire), es un abogado de renombre en la ciudad y en el Estado, un hombre que tanto los del sindicato como los que están en su contra desean tener a su lado; pero el mayor de los Patterson se mantiene firme en su rechazo, consciente de que nada de lo que haga acabará con el delito y con la corrupción política y policial. Esta postura pasiva choca con la de su hijo (Richard Kiel), que decide actuar, quizá porque la guerra que conoce fue de otro tipo de suciedad. La batalla que se desata en Phenix, Alabama, es entre el crimen organizado y varios miembros de la comunidad blanca, puede que algunos incluso sean descendientes de quienes organizaron el juego décadas atrás, y lo convirtieron en la primera industria del lugar. Lo acertado de la exposición de Phil Karlson es la contundencia con la que muestra la represión, los métodos de control y el miedo a perder el poder, por parte de Tanner (Edward Andrews) y cía, posiblemente en estos tres puntos, el film encuentra su filón y su diferencia respecto a otras películas que abordan temas similares. El imperio del terror muestra a vecinos de la ciudad empleando a otros, que callan porque el negocio les da trabajo, controlando a las autoridades policiales, judiciales y políticas, o resolviendo sus asuntos de manera expeditiva, sin miedo a posibles represalias o actuaciones legales —como confirma el juicio que decide a Patterson padre a dar el paso y presentarse a las elecciones a Fiscal General del Estado. No se detienen y, amenazado su poder por la decisión de los Pettersen, dan rienda suelta a la fuerza bruta: golpean, queman o asesinan sin distinguir entre sexos, clases o edades. En un entorno racista —no es la intención de Karlson profundizar en este aspecto de la realidad social de la ciudad, solo lo apunta— y criminal, para ellos existe una única máxima igualitaria, da igual que sean hombres o mujeres, niños o adultos, blancos o negros, en Phenix City o se hace lo que conviene al sindicato o se muere.
sábado, 19 de diciembre de 2020
No somos ángeles (1954)
Noche Buena calurosa en la Isla del Diablo, en la Guayana francesa, donde tres fugitivos disimulan entre colonos y presos en libertad condicional. Disimulan en el puerto a la espera de abandonar el lugar, pero mientras aguardan deciden hacerse con algo de dinero y entran a robar en una tienda donde no pueden evitar sentir simpatía por sus dueños, la familia Ducotel. Joseph (Humphrey Bogart), Albert (Aldo Ray), Jules (Peter Ustinov) y la serpiente Adolf deciden ayudar a sus empleadores porque son todo aquello que ellos no han sido y posiblemente deseen ser. Así, se convierten en sus ángeles de la guarda, los que les protegerán del primo André (Basil Rathbone) y harán posible el milagro de una vida más luminosa. No somos ángeles (We’re no Angels, 1954) fue la sexta y última colaboración entre Michael Curtiz y Humphrey Bogart, pero también fue la menos lograda, ni posee la gracia que se le atribuye o, sencillamente, quien aquí escribe la busca y no la encuentra por parte alguna. Por otra, Bogart no parece estar a gusta en la comedia pura. No puede hacer de Bogart y no puede dejar de hacer de Bogart, lo cual genera un punto extraño donde se reconoce y no lo hace. De cualquier manera, No somos ángeles es un film que no destaca en la filmografía de Michael Curtiz ni en la del actor, y que encuentra uno de sus lastres en su excesiva teatralidad. El film no escapa de su origen teatral —sí lo haría la versión que en 1989 realizó Neil Jordan, aunque esta tampoco sea una película redonda—, y ese origen del que no se desprende no juega a favor de un ritmo más cinematográfico. Tampoco ayuda que su planteamiento juegue sobre seguro, se mantiene dentro de lo común, aunque asuma cierta transgresión, en realidad inexistente, en su concesión del protagonismo y de virtudes y valores a los convictos. Pero, finalmente, nadie escapa y nada sale de norma, salvo que Curtiz muestra una Navidad calurosa, diferente a las blancas y frías que suelen asomar por la pantalla.
viernes, 18 de diciembre de 2020
El quimérico inquilino (1976)
jueves, 17 de diciembre de 2020
La fuga de Logan (1976)
miércoles, 16 de diciembre de 2020
Million Dollar Baby (2004)
La historia de Maggie (Hilary Swank) y Frankie (Clint Eastwood) es una historia de amor paterno-filial, la de una hija que encuentra a un padre y la de un padre que encuentra a una hija con la que no guarda parentesco, pero con quien establece lazos afectivos que se fortalecen, más y más, a medida que caminan juntos hacia la cima soñada por la chica y la redención que anhela su entrenador. Maggie sueña para escapar de la realidad que conoce, sueña para acceder a otra mejor, y su sueño, quizá como los grandes sueños, es un imposible que persigue sin desistir, porque en sí mismo el sueño es su propia vida, la única opción que la aparta de la derrota existencial a la que se niega como la luchadora que es. Sueña con ello, trabaja para lograrlo, aguanta porque hay que aguantar y porque ella misma es su sueño, como si este hubiese roto la distancia con la realidad.
La protagonista femenina de Million Dollar Baby cumple la máxima expresada al inicio por “Scrap” (Morgan Freeman), el narrador de una historia que no es para nosotros, aunque sí lo sea, y el primer puente que Eastwood establece entre los personajes y nosotros. Su voz expresa que <<el boxeo es cuestión de respeto. De ganarte el tuyo y quitárselo al otro>>, pero Maggie es algo más que boxeadora, es una persona generosa, tanto en su entrega como en su humanidad. Esa es su victoria, es su manera de ganarse su propio respeto y también la admiración y el cariño del hombre que la acompaña en su triunfo personal y hacia el éxito boxístico, y en su caída sobre la lona donde el sueño sufre el revés que la postra en la cama donde no desea permanecer más allá de la decisión que toma, como individuo libre y luchadora nata. Para alguien como ella, permanecer prisionera de un respirador mecánico y en una cama carece de sentido, es su sin vivir, de modo que la alternativa de la muerte no es una elección terminal sino una necesidad vital, puesto que es la única manera que tiene para retener lo vivido en su esplendor y no perder la ilusión de lo conseguido, de lo único que ha valido la pena en su madurez: su relación con Frank, quien sí tendrá que elegir —cuando Maggie le pide la ayuda que provoca el conflicto moral y emocional en él—, el amor y el camino que han recorrido juntos.