lunes, 4 de noviembre de 2024

El rey de Nueva York (1989)

A lo largo de varias décadas he visto nueve películas de Abel Ferrara, las que van desde El rey de Nueva York (King of New York, 1989) hasta Un cuento de Navidad (‘R Xmas, 2001), número que considero suficiente como para sentir y asegurar que no conecto con su cine. Dicho de otra manera, su modo de contar no me atrae lo más mínimo; y de lo que cuenta, nada va conmigo. Respecto a esto, poco ha cambiado mi pensamiento desde que en la década de 1990 vi por primera vez El rey de Nueva York, que fue la primera de las suyas a la que me enfrenté y de la que salí un tanto hastiado. La he vuelto a ver hace unos días “por si…”, más la sensación que me produjo vendría a ser la misma de entonces. Todavía me cuesta centrarme en ella. No me engancha ni siquiera en instantes puntuales, ya no digo en conjunto; pero tampoco me preocupa que no exista comunión con una película que, como cualquier otra, puede o no gustarme. Ante todo, el cine de ficción es entretenimiento que a veces no logra entretener. Así de simple, pues, en ocasiones, aburre según quien lo mire; en mi caso, en mayoría creciente. La sensación de aburrimiento que me queda tras volver a ver el film nace de un ritmo narrativo que me deja fuera, igual que su modo de contar la historia (y los temas) sobre los bajos fondos neoyorquinos donde se enfrentan Frank White y los agentes de policía que quieren eliminarlo, justificando los medios empleados en el fin, hacerle un servicio a la ciudad, y hartos de que los abogados del hampón consigan ponerlo en libertad de la cárcel de donde sale al inicio o le mantengan a salvo de la ley durante su carrera de “comerciante”. Los minutos se suceden y cuanto va asomando en la pantalla (violencia, corrupción, hedonismo, ambición, sexo…) me resulta insípido. Pienso en las nueve que le he visto y me cuesta recordar, salvo algunos de sus protagonistas. Así me digo que dos de las suyas cuentan con el protagonismo de Harvey Keitel, una con el de Willem Dafoe (quien hasta la fecha ha aparecido en otras seis producciones más de Ferrara) y cuatro con el de Christopher Walken, que es el tipo que, reviviendo el momento, tengo enfrente. Más que inquietante, resulta alguien que me deja indiferente; pero ahí estoy y ahí se encuentra él, confesándole a su abogada-amante que quiere hacer algo bueno antes de morir o de que le maten, aunque nada de lo que hace corrobora sus palabras, salvo su intención de recaudar fondos y patrocinar la construcción de un nuevo hospital en el barrio de Harlem donde actúa junto a su banda. Dejo a Frank y regreso mi atención a los tres actores de quienes pienso que se convirtieron en los rostros del cine de Ferrara en los años 90; aunque Keitel lo fue antes del de Scorsese —y por dos instante cinematográficos, hubo quien lo asoció con el de Tarantino— y Dafoe también represente el de otros realizadores, por ejemplo: Paul Schrader, un cineasta cuya obra me atrae mucho más. Aunque haya otras que se repitan (Matthew Modine, Asia Argento, Victor Argo, Paul Calderon…), las suyas son las tres caras que regresan a mi memoria cuando pienso en las películas de Ferrara. Son tres actores que tienen en común su buena disposición a dejarse seducir por proyectos “independientes”, y que son capaces de asumir roles en apariencia complicados, que llevan al límite sin apenas aparente esfuerzo. A menudo, sus personajes, se sitúan al límite del abismo en el que cae el teniente interpretado por Keitel en Teniente corrupto (Bad Lieutenant, 1992) o en la imposibilidad del narco a quien da vida Walken en este viaje al gangsterismo cinematográfico cuyo título me evoca a Chaplin y una película suya de la que guardo mejor recuerdo; pero me digo que tampoco es fácil pretender una mirada particular y Ferrara la tiene. No se trata de una mirada tópica, sino de una “sucia” que saca a relucir la basura, en esta caso la que rodea y la que acumula un tipo como Frank, que es parte responsable de la suciedad imperante...



sábado, 2 de noviembre de 2024

Mein Führer (2007)

Hay películas que no me aportan absolutamente nada, salvo pereza, por ejemplo Mein Führer (Dani Levy, 2007), una aburrida comedia a años luz de sátiras magistrales como El gran dictador (The Great Dictator, Charles Chaplin, 1940) o Ser o no ser (To Be or to Be Not, Ernst Lubitsch, 1942), que pretende ridiculizar, aunque sin lograrlo, allí donde las de Chaplin y Lubitsch (incluso la regular versión producida por Mel Brooks en 1983 y dirigida por Alan Johnson) dan en el blanco; de hecho, el film de Levy solo demuestra que en la década de 1940, a pesar de la guerra, de los totalitarismos y de la destrucción que implicaban, existía una capacidad creativa e irónica capaz de develar el sinsentido partiendo de la comedia y de la risa. Claro que Chaplin y Lubitsch eran dos fuera de serie; y estos son los menos en cualquier época y lugar. Mein Führer ya se inicia aburriendo, con imágenes del desfile automovilístico de Hitler por Nuremberg en la obra maestra de la escenificación y de la propaganda nazi El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, Leni Riefenstahl, 1934), un desfile que el director de la película sitúa en 1945, en un Berlín devastado por los bombardeos enemigos que la propaganda disimula en las imágenes cinematográficas sobre las que la voz del protagonista se cuela para relatarnos su historia: el por qué esta justo debajo de la tarima donde Hitler arenga a los suyos. Ese hombre, al que un reguero de sangre empieza a deslizarse por su rostro, es un profesor judío, antaño actor de fama, admirado por el público alemán del que, en 1945, queda únicamente aquella parte de la población que no ha muerto en los campos de batalla o de exterminio. El personaje retrocede en su memoria y sitúa la acción a finales de 1944, cuando el ministro de propaganda Goebbels, experto en la escenificación de la realidad, decide poner en práctica un plan más exitoso que la guerra total que el nacionalsocialismo y Alemania están perdiendo. Ni siquiera la premisa de la que parte el film me resulta atractiva, menos si cabe la caricatura de Hitler, que no cuaja, lastrado por complejos del pasado —fruto de un origen judío no aceptado y de la relación paterno-filial dominada por la violencia paterna— y la desmoralización fruto de la situación presente, como tampoco el protagonista, ni la relación que se establece entre ambos. Ignoro que les pasó por la cabeza a los autores de la película cuando la idearon y la llevaron a cabo. No por la burla, que no logran, sino precisamente por no lograrla. Tal vez vaya dirigida a un público menos exigente, tal vez incluso ignorante de la existencia un cine mejor que este... Viendo films como Mein Führer empiezo a comprender porque cualquier película mediocre puede ser vista por los ojos actuales como una obra maestra…