viernes, 7 de agosto de 2020

El desfile del amor (1929)

Más madera, demanda la locomotora de Los hermanos Marx en el Oeste (Go West, 1940). Más comedias musicales, exigen los productores y los distribuidores cinematográficos de aquel Hollywood de los primeros compases del cine sonoro. Más leña al fuego aumenta la velocidad de la máquina capitaneada por Groucho, más canciones satisfacen los oídos de aquel público que despertaba al sonido cinematográfico o quizá no se tratase de oídos y todo se redujese a una estrategia comercial de los estudios. Puede que los espectadores demandasen más comedias musicales por cuenta propia o lo hiciesen como si la exigencia fuese idea suya, pero lo cierto es que acudían a las salas a ver las novedosas películas habladas y cantadas cuando, apenas un año antes, aún disfrutaban de films silentes que habían alcanzado un alto grado de perfección en su lenguaje visual. Pero en 1929, los novedosos lalalá y blablablá se impusieron definitivamente en el cine estadounidense, más adelante lo harían en el resto de cinematografías, y escuchar a las actrices y a los actores dialogando y cantando no tardó en ser la moda que Lubitsch manejó como nadie. La hizo suya y demostró que a él no le afectaban las medidas de centralización ni el nuevo adelanto técnico. Lo empleó como una parte más de su "toque". En su primera producción sonora, El desfile del amor (The Love Parade, 1929), la cámara parece tan ligera como su enredo, no sufre y esto se nota en esta comedia musical en la que las canciones suenan con mayor insistencia (en mayor número) que en posteriores películas suyas, pues el berlinés iría minimizándolas hasta hacerlas desaparecer. Pero en este film, que une y enfrenta al conde Albert (Maurice Chevalier) y a la reina Louise (Jeannette MacDonald), son constantes e informan de las sensaciones por las que atraviesan los protagonistas del enredo, que se inicia en París, con una escena que define la personalidad del personaje interpretado por Chevalier o la caricatura de Chevalier hecho personaje lubitschiano. Mujeriego y vividor, el conde disfruta en su lujoso apartamento de la compañía de una de sus conquistas, pero esta descubre un liguero que no es suyo. Así comprende que, al igual que ella respecto a su marido, su amante le es infiel. La mujer sufre un ataque de celos y monta el escándalo que depara que el feliz vividor abandone la capital francesa y regrese al reino de Syvania. Claro está, lo hace a disgusto, puesto que en París, su ciudad del amor, consigue y tiene cuanto desea. A su regreso al pequeño reino de fantasía, se entrevista con la reina, a quien poco antes se ha observado independiente, aunque apremiada por sus ministros, que insisten en la necesidad de encontrar marido para que dé un heredero al trono. ¿Pero quién querría ser el príncipe consorte, privado de cualquier derecho salvo aquel que susurran en corrillos los ministros? A la reina poco le interesa el matrimonio, hasta que se produce su encuentro con el noble a quien debe castigar debido a su comportamiento licencioso. Primero piensa en uno ejemplar: imponerle barba, sin embargo, desecha tal idea porque no desea afear al hombre que ya le atrae. El castigo será otro, uno que Albert no espera y que descubre cuando acude a la cena privada con la monarca. Ignoramos los detalles de la velada, solo tenemos acceso en la distancia, mediante los mirones que se encuentran fuera de la habitación, espiando a través de la ventana y comentando los avances de la cita. En ese instante, Lubitsch nos deja fuera, pero, cuando, reina y conde se encierran en la habitación, quienes quedan fuera son los ministros, las damas y el servicio, Jacques y Lulu. Ahora observamos a la pareja, el flechazo es inevitable y precipita en enlace matrimonial. Ese es el castigo, como apuntan las dudas de Albert cuando el cura que los casa le pregunta si promete someterse y obedecer a cuanto le dicte su reina. La sonrisa de esta lo convence, pero, cuatro semanas después, el idilio deja de serlo; al menos, para él. En ese instante comprende que no tiene nada que hacer, salvo desayunar y mantenerse fuerte para la noche, el único instante en el que adquiere importancia. En su juego de seducción, Lubitsch cambia los roles. Ahora, es el hombre quien siente el significado de la condena de ser mujer en un mundo del que se le aparta de cualquier tipo de actividad que no sea la de someterse a las órdenes de su esposa. Así se van distanciando, ella no transige y él come manzanas en un jardín donde comprende que está desperdiciando su juventud...

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