sábado, 22 de agosto de 2020

Cazafantasmas (1984)

Un día de tantos, sonó el despertador, pero, en lugar de levantarme medio adormilado, me levanté medio cabreado, el otro medio llegó antes de desayunar. Ignoro el por qué, pero, después de lavarme las manos y mientras aguardaba a que las tostadas se quemaran, me dije que la mayoría de las producciones fantásticas realizadas en el Hollywood de la década de 1980 apostaron por el infantilismo y el falso sentimentalismo. "Cierto", asentí, "son el escapismo y el conformismo disfrazados. Quisieron hacernos creer que sus personajes eran el no va más, de hecho a veces lo consiguieron, y que iban a contracorriente..." Tomé aire, el suficiente para sumergirme y continuar. "Pero se dejaban llevar por lo corriente, lo fácil, lo señalado, lo superficial. Sí, son un buen ejemplo". En mi mente, asomó la imagen de los científicos de Cazafantasmas (Ghostbusters, 1984) y eché pestes. No siempre me levanto enfadado, aunque nunca lo hago de buen humor, eso lo dejo para quienes gusten pronunciar y oír "buenos días". Ni antes de tomar el café, pienso en películas ni en tirar globos de agua por la ventana, pero durante aquella jornada, desubicada por el mal tiempo, quizá por intervención de fantasmas, de la fantasía o del paso de un viejo coche de la policía local, arrojé uno sobre el vecino del quinto. Tras escuchar sus insultos y corresponder a su saludo con mi dedo corazón apuntando al cielo, insistí en mi reflexión sobre cine y le grité que en mi niñez, el hollywoodiense era la encarnación cinematográfica de la estupidez. El pareado no recuerdo si fue forzado; este sí, y así lo dejó. Entonces, conté hasta tres, me relajé y reflexioné, poco, pues lo bueno si breve dos veces bueno, y concluí que la culpa no era de los ochenta, sino de un proceso evolutivo o puede que involutivo iniciado años antes de que Reagan actuase de presidente. Poco después, bebí la mineral de la botella y dudé. Pedí perdón a mi yo de entonces, que pasaba por allí. Aprovechó para quitarme el zumo y, mientras yo cortaba más naranjas, el muy imberbe sonreía, burlón, y festejaba la resaca y aquel cine. Claro está, como viejo y buen cascarrabias, lo mandé a un lugar de abono, no sin antes decirle que sí, que la puerta estaba allí, y que lo recordaba fantaseando con las aventuras de Indiana Jones, con la primera, aunque segunda, trilogía de Star Wars, con dar de comer a un Gremlin después de medianoche y tirarle un globo aguanoso -como aquel día hice con el paisano de arriba-. "Claro que jugabas aventuras de Los Goonies (The Goonies, Richard Donner, 1985) o vibrabas con el maestro de Chuck Berry en Regreso al futuro (Back to the Future; Robert Zemeckis, 1985). También yo me enamoré de La princesa prometida (The Prince Bride; Rob Reiner, 1987), pero fueron excepciones entre las que no incluyo a los atrapaespectros de Reitman..." Mas antes de concluir mi perorata, el muy fantasma se perdía en la distancia, quizá en compañía del vecino... Pero no hay quizás que valgan ni que justifiquen, así que prosigo con aquella extraña mañana de un día sin sol, de un mes de verano no muy caliente. Mi irascible, que aguardaba a que hirviese el agua del café, prosiguió con su tempestad y exclamó en silencio que, salvo excepciones, la mayoría de aquellas películas denigraban el medio cinematográfico y abrazaban sin disimulo la comercialidad y aprovechaban la ausencia de inquietudes en los consumidores de modas. "Siempre hemos sido objetos para las industrias", azucé a las masas reducidas a uno, "y la cinematográfica no iba a ser diferente. El consumo de efectos especiales, de tramas sin historias, de personajes de emociones enlatadas, que posibilitaban la mentira de ser mejores, más humanos, cuando, en realidad, se estaba viviendo en un continuo proceso de deshumanización..." El timbre de la puerta sonó, guardé silencio, como si no hubiera nadie en casa. Esperé, volvió a sonar. Aguarde un poco más... Cuando escuché los pasos alejarse, intente retomar el hilo de mi desvarío, pero no supe en qué laberinto lo había dejado. Así que decidí parchear el vacío y cosí con un "como el de hoy, aquel cine rechazaba la creatividad y el riesgo, miraba por la viabilidad comercial de un producto que conectó con el público de entonces, el mismo público que hoy lo mitifica desde la nostalgia de su juventud". De modo que en este extraño contexto, sentí rechazo hacia una película como Cazafantasmas, la cual pudo ser y fue un éxito, porque nada decía y vivía del cuento, que no de la fantasía, y de su humor sin ingenio. Hoy, recordando aquel instante, pienso en si llegué a alguna conclusión o si concluí mi pensamiento. Tampoco me importa, porque ahora veo que lo efectivo era ofrecer una canción pegadiza, un grupo de actores que dieran rienda suelta a su vis cómica, para nada exigente, a una trama plana, lo más simple posible, que facilitase el masticado de palomitas y apuntar diversión, aunque solo fuese su apariencia; más allá, apenas la artificialidad. Quizá sea injusto al decir que películas como la de Ivan Reitman fueron obras maestras de nada, aunque no lo creo cuando recuerdo que, vista en su momento, Cazafantasmas llamó mi atención precisamente por no decirme nada. Años después, mi mirada es distinta, ni mejor ni peor, puede que más exigente, más intransigente, quizá más odiosa. Lo cierto es que vemos de un modo u otro, según los caminos que recorremos o el lugar donde nos detenemos. Hay quienes todavía la disfrutan, y disfrutan su secuela y su nueva versión. No es mi caso, y no lo siento, ni siento que, quizá, mi mirada carezca de nostalgia y consideración. Lo asumo, como quien asume que, a menudo, lo que luce para unos desluce para otros, o que un instante ilumina y otro apaga. De ahí la importancia de intentar ver con los ojos de cada época, aunque, por otra parte, es un imposible, como saber quién llamó aquel día o si desayuné zumo, café y tostadas...

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