Como la de cualquier cineasta inimitable, la sombra de Andrei Tarkovski se alarga en el tiempo para hacer que sus obras, sus palabras y sus pensamientos cinematográficos sobrevivan. Su sensibilidad y su poesía late en imágenes que son en el tiempo, nunca apuran, fluyen a su ritmo, sin pretender forzar la simpatía del público ni ajustarse a cualquier posible moda pasajera. Son grabadas a fuego lento, viven entre lo efímero y lo eterno, recomponen o recogen fragmentos de alma, de los personajes y del realizador, que busca en su interior y descubre espiritualidad y belleza en la verdad desvelada. Tarkovski sintió que el arte era <<realista cuando intenta expresar un ideal moral>>. También dijo que <<el realismo es inclinarse hacia la verdad, y la verdad siempre es bella>>. Y bellas fueron las imágenes que dieron cuerpo a su poesía cinematográfica, pero la belleza no fue ni es de su exclusividad. Tampoco quien la busca y encuentra en la verdad interior ha de ser su sucesor o el de Rossellini, ni quien habla de la familia a media distancia, con sensibilidad, respeto y una mezcla de optimismo y pesimismo está llamado a ser el sucesor de Ozu, ni quien realice un film de ciencia-ficción intimista y espectacular es un nuevo Kubrick. Supongo que se compara directores y se comenta que es el nuevo tal o cual porque esto facilita el acercamiento quizá de una imagen familiar y cómoda que explique aquello que todavía no logramos catalogar en su propio sí mismo. No obstante, ningún buen realizador pretende ser otro, aunque los mejores no niegan las influencias recibidas. No se ruborizan por aprender de otros. Saben que todos aprendemos (si estamos dispuestos) y que es necesario un antes para que exista un ahora y un después durante el cual, finalmente, asoma la diferencia entre el creador con personalidad propia y quien carece de ella. No todos los llamados artistas lo son, puesto que no todos poseen interior creador, principio y fin de sus obras, las cuales nacen o se forman en la interpretación de la realidad, de la verdad, de la belleza, de la relación entre la ética y la estética con la que plasman ese universo propio y original, aunque no sea novedoso, que cobra cuerpo visual y sonoro en la pantalla. En Tarkovski existe el hombre que busca, espera/desespera, y encuentra belleza en la soledad, en el alma humana, en la naturaleza, en sus sonidos, como corrientes de agua avanzan a su ritmo, o en la desorientación de un niño que dice adiós a su infancia. Búsqueda, espera y desespera, también aparecen en el primer largometraje de Andrey Zvyagintsev. En el El regreso (Vozvraschenie, 2003), los personajes se adentran en un espacio desconocido, más interior que externo, donde vive el temor, la verdad, la poesía y la belleza. Sus imágenes viven bajo dominio de una fotografía nebulosa, azulada, apagada y fría. Es bella, quizá por ser el reflejo exterior de la interioridad de sus personajes infantiles, de sus dudas y temores, de su rechazo y de la aflicción, del conflicto entre la pérdida y el anhelo de no sentirla... Lo expuesto por Zvyagintsev se inicia antes del regreso del padre de Iván y Andrey, lo hace así para presentar a los dos hermanos, para mostrar sus diferencias, según el cineasta son aire y fuego. Desde doce años atrás, posiblemente la edad que tiene Iván, nada saben de su progenitor, salvo por la fotografía que guardan en un viejo libro en el desván. La instantánea muestra a la madre y al padre -tierra y agua, la que permanece y el que fluye en ciclo de ida y vuelta-, a un bebé entre sus brazos, Iván, y al pequeño Andrey. Ese es el único recuerdo real del hombre que reaparece para desequilibrar la cotidianidad que comparten con la abuela y con la figura materna que, cual protectora del orden, arropa y rescata de las alturas al menor de los hermanos. Si los niños ya se muestran diferentes en ese instante inicial, dicha diferencia se agudiza más si cabe durante el viaje que emprenden en compañía y ausencia del padre, un rostro pétreo y una figura autoritaria, en ocasiones indiferente, en otras apunta brusquedad, que despierta el conflicto latente. La diferencia entre los niños reside en sus miradas y como estas ven al hombre que se muestra entre impasible y distante, con arrebatos que anuncian violencia. Iván lo mira desafiante y desconfiado, pues nada sabe acerca de él y duda de que, tras doce años ausente, ellos puedan importarle. Por contra, la mirada de Andrey desvela cierta admiración, puede que incluso sumisión, quizá porque su personalidad es menos impulsiva que la de su hermano pequeño o quizá por el deseo silenciado de una presencia paterna. Sea como sea, el viaje planteado por Zvyagintsev en El regreso no es un viaje que depare un acercamiento paterno-filial, este se antoja imposible como corroboran la tonalidad de la fotografía de azules y grises. Su viaje es hacia la incertidumbre, hacia el no saber por qué se dirigen hacia alguna parte desconocida, que solo conocen hacia mitad del film, cuando su padre les informa que irán a una isla. Iván siente dudas, casi certezas, al menos es quien las exterioriza en preguntas, que no tendrán respuesta, como tampoco el motivo de la ausencia y del regreso paterno o porqué siente que vive entre la pérdida, el rechazo y el deseo de no sentir miedo.
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