La contradicción y el conflicto forman parte de cualquier persona y también de su suma: es decir de la sociedad, de los pueblos y las naciones que forman. Una de ellas, Estados Unidos es un caso bien conocido gracias al cine, más que a cualquier otro medio de expresión y comunicación, pero sus primeros signos de contradicción y conflicto asomaron en la prensa escrita. Solo voy a referirme a un tipo, el que se produce entre el abuso de poder y (al tiempo) su denuncia. Como acabo de señalar, esta labor de denuncia ha correspondido en buena medida a la prensa; y nunca habría podido llevarse a cabo en un periodismo controlado por otro Poder que no fuera el “Cuarto”, lo que también puede suponer un riesgo si cae en manos de alguien como Charles Foster Kane, pero uno que, creyendo en la ética y en la libertad de prensa, merece la pena correr. También el periodismo, en su versión sensacionalista, es responsable de crear la leyenda a partir de hechos o alejándose de ellos, como apunta John Ford en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shoot Liberty Valance, 1962). Pero la figura legendaria que ahora me ocupa no es cinematográfica, aunque se haya convertido en un icono del western; es la que parte del ser real y se convirte en mito estadounidense. Cuando el guionista Nunnally Johnson empezó a investigar a su héroe, descubrió el choque entre el mito y el hombre, entre una especie de Joaquín Murrieta o Robin Hood y un delincuente sin medias tintas. Se trata de Jesse James, quien, al igual que Billy el niño, Wild Bill, Buffalo Bill o Wyatt Earp, forma parte del folclore y de la leyenda del far west, la de una época en el que se produjo un avance imparable hacia los territorios del Oeste, donde el progreso e injusticia social con frecuencia iban de la mano, e incluso, en ocasiones, podrían ser sinónimos. Uno de esos “casos” es el expuesto por Henry King en Tierra de audaces (Jesse James, 1939), una de las mejores aproximaciones a la figura de Jesse James, que se inicia señalando la codicia que impulsa a una compañía de ferrocarril a cometer abusos a pequeños propietarios a quienes expropian tierras mediante empleados sin escrúpulos, que se amparan detrás de una política (o de políticos) que no defiende los intereses de la justicia, sino de quienes pagan para conseguir su apoyo. Dentro de ese sistema corrupto, Barshee (Brian Donlevy) se mueve como pez en el agua, se aprovecha de la ignorancia y del temor de sus víctimas potenciales, de su “incultura” y falta de conocimientos legales; la mayoría son analfabetos a quienes coacciona y asusta con suma facilidad. Estos pequeños propietarios, son, en realidad, diminutos enfrentados al gigante que desea sus tierras; y tal Goliat no es otro que la compañía de ferrocarril que devora ilusiones, esperanzas y vidas en su expansión hacia la costa Oeste. Nada le detiene, a él no le valen las negativas, ni le va a detener la valentía de los “humildes” campesinos, hombres y mujeres que trabajan la tierra que acaban mal vendiendo por la miseria que les ofrece (dos dólares el acre, una cifra muy inferior a la que ellos pagaron).
Ante las amenazas de Barshee, la señora James (Jane Darwell) no muestra temor, postura que contraría al representante del ferrocarril y provoca que la intimide, para que reconsidere su negativa, sin prestar atención a los dos jóvenes que inmediatamente frustran sus planes. Momentáneamente tiene éxito, pero la intervención de Frank (Henry Fonda) y Jesse James (Tyrone Power) no hace más que retardar lo inevitable, pues la ley, al servicio de la compañía, no duda en declararles proscritos poco antes de que se produzca la violencia muerte de la señora James. El único que parece alzar la voz ante tamaña injusticia es el propietario del pequeño periódico de la ciudad, el mayor Rufus Cobb (Henry Hull), personaje que aporta ciertas notas irónicas a un film dramático. Sus palabras encierran la crítica hacia un sistema que atenta contra los derechos de esa población saqueada por la todopoderosa compañía de McCoy (Donald Meek) y a la persecución de dos jóvenes a cuya vida se ha puesto precio. A partir de ese momento la existencia de los hermanos James se convierte en una constante búsqueda de venganza y de odio hacia el ferrocarril que les ha obligado a vivir fuera de la ley, convertidos en forajidos, para golpear una y otra vez las sacas de la compañía de ferrocarril de McCoy. Sus asaltos son constantes, pero no cambian el panorama dominante, pero si las relaciones íntimas de Jesse, incluido la que mantiene consigo misma, una relación que vive en constante conflicto y contradicción. La historia de Jesse James vista por Henry King, aparte de ser un enorme éxito comercial que convenció a Darryl F. Zanuck para producir una secuela —que dirigiría Fritz Lang y protagonizaría Henry Fonda—, puede considerarse junta a La diligencia (The Stagecoach, John Ford, 1939) los dos films que devolvieron el western a primera fila. Posibilitando una edad dorada a la que King también aportaría El pistolero (The Gunfighter, 1950). El director de Almas en la hoguera (Twelve O’Clock High, 1949) y Nunnally Johnson (suyo es el guion) no esconden su simpatía hacia un personaje romántico obligado a permanecer al margen de la ley, distanciado de cuanto ama, incluida Zee (Nancy Kelly), la mujer con quien se casa y quien le convence para que acepte el trato que le ofrecen los responsables de la compañía. La promesa de reducción de su condena provoca que el forajido se entregue, descubriendo la traición de la empresa y la imposibilidad de retomar una vida tranquila al lado de su esposa. El drama de Jesse James se desarrolla sin fisuras, quiero decir que no hay altibajos narrativos, con un excelente ritmo narrativo plagado de magníficas secuencias, algunas de las cuales posteriormente serían imitadas por otros grandes directores, entre ellos Nicholas Ray y Sam Peckinpah, y otros menos, pero más exitosos entre el público, caso de George Roy Hill en Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and Sundance Kid, 1968), con otros dos míticos forajidos.
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