El prólogo de 2001. Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) se abre en la prehistoria, en el amanecer de la humanidad, y alcanza la estación espacial mediante la que posiblemente sea la elipsis más larga de la historia cinematográfica. Ese instante inicial, durante el cual el ser humano da su primer paso, es un hito del cine, como el resto del film de Kubrick, y quizá sea la recreación prehistórica de celuloide más realista (basándonos en lo que suponemos fue un periodo de la humanidad desconocido para Historia) hasta la introducción de En busca del fuego (La guerre du feu, 1981), en la que Jean-Jacques Annaud, inspirándose en la novela de J. H. Rosny, que dio pie al guion de Gérard Brach, recoge la arriesgada propuesta primitiva, gestual, gutural y visual de Kubrick y sale bien parado, al crear un film que apuesta por un realismo prehistórico desnudo de artificios, honesto, didáctico, y por una humanidad que apenas ha iniciado su segundo paso evolutivo, lejos todavía del ser humano moral y político hacia el que derivaría miles de años después.
Antes de que la película comience, una sobreimpresión explica que, 80.000 años atrás, el fuego, <<para nosotros tan banal, era causa de una cruel rivalidad>>, pues, concluye la explicación, <<los que lo poseían, poseían la vida>>, pero antes advierte que todavía no sabían <<crearlo artificialmente>>, solo conservarlo de las casualidades de origen natural: <<rayos y erupciones volcánicas>>. Esta introducción da paso a los créditos y a un espacio natural donde descubrimos al clan que cuida de su fuego, lo aviva, lo venera, pues conoce su importancia: da calor, ilumina la oscuridad, protege de las bestias o sirve para cocinar la carne de la caza, lo que facilitará la digestión mecánica y avanzará el desarrollo del cerebro. Los primeros instantes muestran al grupo sin privacidad, todos comparten la misma cueva, donde duerme hacinados; todavía no existe el concepto de familia, ni el de privacidad ni de propiedad privada, solo el de clan. Tampoco existen la vergüenza, pues esta no llegará hasta la aparición del ser moral, ni una legislación, ya que no hay más leyes que las físicas de la naturaleza y las instintivas de la especie que todavía habita en pequeños núcleos aislados y en distintos estados evolutivos. Esto lo observamos en el ataque sufrido por el clan protagonista, al inicio, y durante el viaje que tres de sus miembros realizan en busca del fuego que devuelva el calor a los suyos. El recorrido, como cualquier otro desconocido, implica aventura, superación, aprendizaje y conocimiento. Y en ese vagar por enormes extensiones, se produce el encuentro del trío con Ika (Rae Down Chong), miembro de una tribu más evolucionada, como confirman el sentido del humor de la joven —se ríe cuando algo le hace gracia: una piedra que cae sobre la cabeza de Anoukar (Ron Perlman)—, su capacidad de amar —el amor que siente por Naoh (Everett McGill)— o, mismamente, que su pueblo puede hacer fuego y que habita en un poblado salpicado de pequeñas construcciones cerradas y creadas por la mano humana, lo que indica un primer paso hacia el sedentarismo y la intimidad que todavía no existen, como demuestran la ausencia de la agricultura y la ganadería y que el pueblo de Ika observe a Naoh en plena faena, cuando, empleándolo como semental, lo aparean con varias de sus mujeres.
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