lunes, 13 de diciembre de 2021

La selva esmeralda (1985)


Cuatro años después de su ambiciosa recreación del mito artúrico en Excalibur (1981), John Boorman regresaba al siglo XX en una aventura ecológica ambientada en un espacio amazónico donde la naturaleza va perdiendo terreno ante el imparable avance de la civilización “Termita”, que, con sus máquinas, año tras año, acerca su asfalto y su hormigón a la exuberante naturaleza habitada por “los invisibles”, la tribu que nadie ha visto, salvo el niño que avisa a su padre para indicarle que hay hombres escondidos entre los árboles que separan dos mundos aparentemente irreconciliables. El niño responde al nombre de Tommy, tiene siete años y sus padres se llaman Bill (Powers Boothe) y Jane (Meg Foster), pero no volverá a verlos hasta diez años después, raptado por hombres invisibles en las inmediaciones de la zona deforestada donde su padre será el encargado de levantar la presa más grande de la cuenca amazónica. Tras la desaparición, Boorman avanza una década, que apunta de búsqueda infructuosa por parte de Jane —ahora trabaja con niños sin hogar— y de Bill, que se prepara para remontar por enésima vez el río e internarse en la selva donde se las verá con la “gente feroz”, la tribu caníbal que se merienda al periodista que lo acompaña. El planteamiento de Boorman no carece de atractivos, no obstante idealiza la cotidianidad tribal cual paraíso armonioso que se rompe como consecuencia del mundo exterior y de la tribu feroz que ataca el poblado con armas de fuego, adquiridas a los hombres civilizados a quienes, posteriormente, entregan sus rehenes “invisibles” como mercancía humana que prostituir.


Hasta que se produce el encuentro entre padre e hijo, instante en el que se unifica momentáneamente la trama, el interés de La selva esmeralda (The Emerald Forest, 1985) se divide entre el viaje del primero río arriba, y por el interior de la selva, y la cotidianidad del segundo en el que ya es su hábitat natural, un espacio ajeno al mundo exterior que el cineasta británico expone gris, deprimido, deshumanizado —salvo en la ayuda humanitaria y la atención médica que Jane y otros voluntarios prestan a miles de niños sin hogar— e imparable e implacable en su deforestación. Boorman disfruta el entorno selvático y fluvial, lo admira y lo expone en su belleza natural, sin más amenaza que la “tribu feroz” y “la gente termita” que habita el mundo muerto que, como apunta el padre adoptivo, cada año está más cerca. Pero esas simpatías acaban jugando en contra de un film que se resiente en su segunda parte y en la resolución de la historia, no por imposible, sino por innecesaria. Lo idílico funciona en las secuencias previas a la ceremonia en la que Tomme (Charley Boorman) muere como niño y nace como hombre, un rito que se produce mientras Bill continúa su recorrido e intenta escapar de las garras de los “feroces”, que le persiguen en escenas que Boorman resuelve con un dominio de la acción fluvial que recuerda su maestría en Deliverance (1972).



Tommy o Tomme, para los suyos, no se diferencia del resto de su tribu, salvo en el rubio de sus cabellos y en el azul de sus ojos, las dos características que permiten al padre reconocerlo. El hijo no duda cuando se encuentran cara a cara. Sabe que es su padre, como Natalie Wood en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) sabe quién es el tío Ethan, pero la diferencia respecto a la muchacha secuestrada reside en que él no lo oculta. Tanto la joven del western de Ford como Tommy, o mismamente el niño que se convierte en Tarzán en la jungla de Greystoke (Hugh Hudson, 1984), han crecido entre las costumbres que han asimilado y que les son propias en el presente en el que se produce su reencuentro con el pasado. Ahora, el muchacho habla el idioma de la tribu, tiene un padre y una madre a los que quiere, se enamora de Kachiri (Dira Paes), con quien se casa en una celebración durante la cual Bill comprende que su hijo pertenece a ese lugar. En definitiva, Tomme vive en plenitud fuera de la civilización de la que procede, y que ya no es la suya. Sus necesidades están cubiertas, igual que la del resto de “los invisibles”, puesto que solo precisan alimentos, agua y el espacio vital que les cobija. No necesitan más, salvo las herramientas que manufacturan para cazar y protegerse de depredadores como la “gente feroz”. Los conceptos felicidad, progreso o consumo carecen de sentido para ellos, o difieren de los asumidos por la sociedad que queda fuera de la selva donde Boorman filma la armonía vital que choca con el espacio deforestado donde se levanta la gran presa, con el prostíbulo donde obligan a las jóvenes y con la ciudad de donde procede la “gente termita”.

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