domingo, 12 de diciembre de 2021

Robin Hood, príncipe de los ladrones (1991)


El cine es un espectáculo de masas, lo ha sido desde su nacimiento, y no tiene sentido pedir una expectación máxima para una película que se aleja del infantilismo o de la promesa de lo que comúnmente se entiende por entretenimiento, o que nace minoritaria, por muy buena película que sea o alcance la etiqueta de arte. No tiene sentido exigir porque el público generalmente abraza el producto de consumo que se le ofrece, porque, al fin y al cabo, también es el que exige —como negocio, entraríamos en terreno de oferta y demanda—, el que le estimula la risa fácil en comedias que, lo más probable, cuenten el chiste de siempre, el ruido de films de acción que siguen las mismas pautas o las lágrimas que expresan físicamente el vínculo que se establece entre la emotividad de quien mira y la manipulación del drama observado. En definitiva, el cine nació a la realidad de los Lumiere y decidió reír, fantasear y llorar como fenómeno de feria de la mano de Alice Guy, Méliès, Pathé, Gaumont o Edwin S. Porter, que comprendieron que el presente y el futuro del celuloide se encontraba en la capacidad de llegar y entretener a las masas, porque era el medio idóneo para llenar de fantasía aquellas mentes en su mayoría iletradas, aunque, más adelante, otros aventureros del celuloide abriesen vías secundarias fuera o incluso dentro de la industria de las distintas potencias cinematográficas mundiales.


Las vías independientes, artísticas y exigentes han ido encontrando su público, minoritario respecto al que abarrota las salas comerciales cuyos productos suelen alejarse de zonas abisales, las que incomodan y obligan a un mayor esfuerzo mental, para quedarse en superficies que ofrecen la comodidad de sentir que se pisa el mismo lugar de siempre y de contemplar situaciones tan familiares como puedan serlo las planteadas en una aventura como la súper taquillera
Robin Hood, príncipe de los ladrones (Robin Hood. Prince of Thieves, 1991), cuya única exigencia sería la de aceptar verla sin prejuicios, sin esperar más de lo que puede dar, y dejarse llevar por una historia de buenos y malos mil veces contada en el cine o en cualquier medio popular. Pero el film de Kevin Reynolds cuenta con un aliciente: el atractivo de un villano que no se toma en serio a sí mismo y apuesta por ser la caricatura que su villanía le exige o le invita ser. El personaje de Alan Rickman se encuentra por encima o debajo de los discursos huecos sobre el valor, el honor, la justicia o la libertad, expresados por el héroe a quien da vida Kevin Costner, que son los discursos de siempre, los que no profundizan en los conceptos que señalan. Pero nada hay de reprochable en esto, puesto que sabemos de antemano que su valor no reside en las palabras de los personajes de Kevin Costner y Morgan Freeman, cristiano y sarraceno que establecen su amistad —su igualdad y tolerancia— en Tierra Santa, durante su huida de la prisión. El “valor” del Robin Hood de Reynolds, ese mismo año John Irvin rodaba la no mucho más madura Robin Hood el magnífico (Robin Hood, 1991), se encuentra en su apuesta liviana y familiar de la fantasía y la aventura, que, aún ofreciendo independencia y belicosidad a lady Mariam (Mary Elisabeth Mastrantonio), resulta cercana a Robin Hood (Allan Dwan, 1922), a Robin de los bosques (Robin Hood, Michael Curtiz y William Keighley, 1938) y a la producción Disney Robin Hood (Wolfgang Reitherman, 1973), por citar quizá los títulos clásicos más famosos sobre el arquero de Sherwood, y en las antípodas de la espléndida y crepuscular Robin y Mariam (Robin and Mariam, Richard Lester, 1976).



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