lunes, 27 de diciembre de 2021

Schiller y la libertad del Arte


(Retrato obra de Anton Graff)

Existen lecturas que tienen la capacidad de desorientarme. Me atraen y me alejan del texto en una relación magnética en la que nadie me dice adónde voy, solo que iré a alguna parte, aunque no siempre vaya o encuentre algo durante o donde concluye el viaje. No todos los libros me generan este magnetismo, que encuentra su origen en el deseo de acercarme a páginas que asumo vivas antes de nuestro encuentro y de su promesa de estarlo. Esa es la fuerza motora que me empuja y me contacta con pensamientos que, quizá ya en nuestra primera cita, me lleven a un punto distinto del inicial. Esos libros, las líneas que los componente, se transforman en voces e ideas, aunque quizá sean mis imágenes mentales de sus letras, de las palabras y frases que van dando forma al pensamiento del texto —el que asumo que expresa, el que me lleva a asentir, a dudar, a completar, a discutir o a rechazar, exponiendo al silencio motivos y razones. Es una de las ventajas de mantener una conversación irrespetuosa, que tiende a mi monólogo, entre mi mente imperfecta, y la igualmente imperfecta autoridad de las letras escritas; un tira y afloja entre mi lectura y su escritura, ambas condicionadas por prejuicios, influencias y vivencias. Es irrespetuosa porque mi silencio, donde vociferan imágenes y peros, acuerdos y desacuerdos, interrumpe las palabras que me llegan escritas desde un tiempo que no es el mío, aunque, en cierto modo, no difiera tanto como a priori apunta la distancia temporal que nos separa. La lectura rompe esa barrera y genera un tan lejos, tan cerca como el que viví en mi último contacto con Friedrich Schiller (1759-1805). Nuestro encuentro se inicia en el año 1795, cuando empieza a publicar sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad (Über die ästhetische Erziehung des Menschen) en la revista Die Horen, y concluyó hace unos meses, cuando, momentánea o definitivamente, me despedí del genial autor de Oda a la alegría, de Los bandidos, Guillermo Tell y Don Carlos. El título de sus cartas apunta el contenido. Sí, el ilustrado alemán expone en ellas sus ideas estéticas y sobre el Arte. Y tales ideas llegan a mi presente, desde el suyo, me saludan y me ofrecen la oportunidad de conocerlas, de pensarlas y discutirlas. Esa es la grandeza de escritores como Schiller, cuyas obras superan barreras temporales, aunque hayan nacido bajo el signo de su tiempo —en su caso bajo su idea de libertad, traicionada por el reinado del terror jacobino que siguió a la Revolución Francesa— y dialogan con cualquiera que las acepte en instantes de intimidad al que nadie obliga, solo la curiosidad que lleva hasta él y la ilusión de compartir un tiempo y un espacio exclusivos que, tarde o temprano, concluye y tendré que abandonar. Schiller fue uno de los grandes nombres de la ilustración alemana (Aufklärung), la de Goethe (1749-1832), la de <<tempestad y empuje>> (Sturm und Drang), la de la preocupación por la estética y el Arte, como corrobora este fragmento de la Carta II: <<La voz de nuestro tiempo no parece en modo alguno elevarse a favor del arte, al menos no del arte del que me ocuparé. El curso de los acontecimientos ha impuesto al genio de nuestra época una orientación que amenaza con alejarlo cada vez más del arte ideal. Este debería distanciarse de la realidad y elevarse con la justa audacia por encima de la necesidad, pues el arte es hijo de la libertad y quiere obedecer al imperativo del espíritu, no a las necesidades que impone la materia. Pero hoy impera la necesidad y su yugo tiránico somete a la humanidad postrada. La utilidad es el gran ídolo de nuestra época, y a él deben complacer todos los poderes y rendir homenaje todos los talentos. En esta vil balanza, las virtudes espirituales del arte no tienen ningún peso y, al quedar privadas de todo reconocimiento, desaparecen del bullicioso mercado de nuestro siglo. Hasta el espíritu de investigación filosófica le va arrebatando a la imaginación provincia tras provincia, y las fronteras del arte se estrechan conforme la ciencia amplía sus dominios.>>1


(Retrato obra de Ludovike Simanowitz)


En su segunda carta sobre Don Carlos, una de sus obras más prestigiosas, Schiller escribe que <<los más bellos sueños de libertad se sueñan en la cárcel>>. No hablaba por hablar, sino por experiencia propia, pues, en julio de 1782, se ordenó su arresto y se le prohibió escribir más, aunque en septiembre de ese mismo año huyó del ducado de Württemberg —por aquel entonces Alemania era suma de pequeños reinos, ducados y ciudades libres, lo que le permitió encontrar refugio sin tener que abandonar el entorno lingüístico y cultural germánico. La lógica de su frase es aplastante, si tenemos en cuenta que la ausencia de lo deseado invita a desear su presencia, pues ¿quién no ha querido salud cuando la ha perdido, vida cuando esta se marchita, amor cuando se anhela amar y ser amado, compañía en el aislamiento o soledad cuando se padece la compañía? Y esa prisión, sea física o simbólica, no hace más que agudizar la necesidad de soñar libertad en el poeta, y en cualquiera que no haya sido sometido por alguno de los presidios que derriban el vuelo de nuestras mentes. Más allá de muros visibles e invisibles, vivimos en cárceles simbólicas en las que soñamos libertad. Otra cuestión es si reconocemos los barrotes que nos limitan y que condicionan cada existencia y cotidianidad. Cualquiera que se mire con honestidad comprende el imposible de su libertad plena, ya imposibilitada por leyes naturales y códigos morales y legales. Solo su ideal es posible y, como tal, su materialización resulta inalcanzable para el individuo, salvo en su constante ensoñación y en la belleza que libera la idea de libertad que reaparece en la obra del escritor alemán, como confirman sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad, en las que el autor de Guillermo Tell escribe que <<el camino de la belleza conduce a la libertad>>. ¿Pero cómo reconocer la belleza? ¿Empieza y concluye en algún punto concreto o la belleza es un abstracto que no puede ubicarse salvo allí donde se siente y emociona? ¿Dónde buscarla y cuál es el camino que recorre? ¿En un cuerpo? ¿En una idea? ¿En un espacio entre el mundo físico y el mental que podría ser el reino del Arte?


<<El arte, como la ciencia, está liberado de todo lo positivo y de todas las convenciones humanas; el uno y la otra gozan de una inmunidad absoluta ante la arbitrariedad humana. El legislador político puede prohibirlos, pero no reinar en sus ámbitos. Puede proscribir al amante de la verdad, pero la verdad permanece; puede humillar al artista, pero no adulterar el arte. Cierto que nada hay más habitual que el homenaje de ciencia y arte al espíritu de la época, y que el gusto creador asuma el criterio crítico. En las épocas en que el carácter se vuelve riguroso y severo, la ciencia vigila rigurosamente sus fronteras y el arte se somete a las pesadas cadenas de la regla, mientras que en las épocas en que el carácter se relaja y se debilita, la ciencia se esfuerza por agradar y el arte por complacer. A lo largo de siglos enteros tanto los filósofos como los artistas se preocuparon por inculcar la verdad y la belleza en lo más hondo de la humanidad común; los filósofos fracasaron en el intento, pero los artistas, gracias a la indestructible vitalidad, se alzan victoriosos.>>2



1,2.Friedrich Schiller: Cartas sobre la educación estética de la humanidad (traducción de Eduardo Gil Bera). Acantilado, Barcelona, 2018.

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