Suma y resta de relaciones con el medio y con uno mismo, con los demás y con nadie, la vida quizá sea ese tiempo en fuga que se dice irrecuperable o sencillamente sea el tiempo de la inconstancia de instantes que pasan por dichosos, apáticos, amargos, vacíos o por cambios que se suceden en solitario o en compañía. La vida también es aquello que nadie te explica cuando te la explican, cuando te dicen que es así o de aquella manera, que su fin es vivirla, que hay que vivirla hasta el fin o que se vive perdiendo, ganando, con ganas o desganado. No tengo ni idea si se vive por caminos que llevan a nuevos lugares o a los ya
conocidos, si viajamos a puntos de partida que, obviando sus mínimas variantes, se descubren iguales,
aunque distintos. Lo cierto es que nada vuelve a ser igual que antes, ni nada es igual para todos, aunque todo lo sea, puesto que
la vida cambia sin cambiar, salvo en sus cuatro o cinco variantes, que algunos multiplican para obtener infinitas. Se suceden sin que apenas notemos que se producen, aunque, a veces, estallan en forma de tormenta y corremos en busca de resguardo y calma. En definitiva, vivimos climas existenciales
fríos, cálidos, templados y desérticos, cambios u oscilaciones en las relaciones y en las
distancias que nos unen y separan. Esta variación climático-humana es uno de los ejes del cine de Nuri Bilge Ceylan, y se descubre en
los momentos y en los instantes de vida que su cámara atrapa en soledad o en compañía, puede que en compañía de la soledad de personajes que respiran en interiores o en paisajes nevados o soleados donde las relaciones, que son y no son, forman sus películas. Los cambios apenas trastocan,
quizá no prestemos atención a las variantes, que se nos escapan en el tiempo que no cambia, pero que nos cambia y nos acerca al final
del nuestro. En las películas de Bilge Ceylan la vida se
compone de fragmentos de existencia. Son partes de un todo que
contemplamos a través de imágenes que se congelan o que apenas se
mueven, ni necesitan insistir que ahí, en cada plano y encuadre, hay
vida y personas, hombres y mujeres como la pareja que se distancia en
la soledad de unas ruinas griegas o en la playa solitaria, salvo por
el velero que navega al fondo. Ya no hay deseo o quizá ya no haya el
deseo del deseo, de recorrer los cuerpos sin la distancia del camino
por donde Bahar (Ebru Ceylan) se aleja de Isa (Nuri Bilge Ceylan) en un plano que se repite con sus variantes en la filmografía del cineasta turco. Ellos son los personajes que
contemplamos al inicio de Los climas (2006) en la
antigua ruina que pone de manifiesto la ruinosa relación que ya no
les une más que en la distancia. El plano que se fija en Bahar antes
del título del film habla, aunque la mujer nada diga ni se mueva. Su
inmovilidad y su silencio son elocuentes y anuncian la tormenta que,
a modo de ruptura, se confirma en la playa donde Isa propone tomarse
un tiempo, como si fuese una idea de ambos o que les beneficiase a
los dos, cuando en realidad es suya y responde a sus necesidades, las de ese momento en el que cree que es la hora de un cambio. ¿Qué espera de la vida? ¿Y de sus relaciones? ¿Vive insatisfecho y espera encontrar satisfacción? ¿O son él y ella quienes
generan la oscilación climática? Isa rompe con Bahar e inicia su
deambular solitario, pero nada de lo que hace le aporta mayor
satisfacción que unos momentos de sexo robados o la insatisfacción de la soledad que le lleva
a verse vacío o a sospechar que quizá se ha equivocado y que aún está a tiempo de volver al punto de partida, donde ya nada será igual que al principio.
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