lunes, 8 de junio de 2020

El presidente (1961)


<<Porque no era cierto que él no hubiera concedido nunca nombramientos injustos e irregulares. Había creado aquella leyenda como las otras, la leyenda del político íntegro, intransigente, realizando su tarea sin que ninguna consideración pudiera hacerle apartarse de su camino>>


Georges Simenon: El presidente


En su retiro, da igual que grite, nadie le escucha. Ya es indiferente, aunque todavía lo ignore. Adiós a sus visiones numéricas del mundo, a sus acusaciones y a las promesas. Ya no forma parte del espectáculo, aunque, aún lo ignora. Ya no le persiguen sin tregua, sin piedad, sin humanidad, violando su derecho a la intimidad, esté en el cuarto de aseo, en la parte posterior del automóvil que lo aleja del Elíseo o en la cama donde un abismo de insomnio se abre para él. Aletea, pero no alza el vuelo. Comprende que no es un pájaro, que es un peso muerto que desciende su masa por un pozo sin fondo aparente, pero cuyas paredes se iluminan a su paso, para descubrirle pancartas, eslóganes, signos, siglas y rostros que no encajan ni entre los vivos ni entre los muertos. Le sonríen, quizá maliciosos, le ofrecen caramelos, mentiras, tratos, adulaciones, peticiones y la promesa de un abrazo. Una mano le sujeta. Su tacto, rugoso, diría que centenario, le contagia su temblor, aunque su tensión es suficiente para frenar el descenso. Lo sabe, lo teme, lo comprueba. Es otro él, aunque este es diferente. No tarda en saberlo, pues no lleva la máscara de juventud, ni sonríe como el resto. Quizá sus noventa y dos años le han permitido ver donde aquel joven político no pudo o no quiso. Está preocupado por el futuro, no por el suyo, consciente de que su mañana fue ayer. Vive retirado del mundo numérico que ayudó a construir sobre cimientos de crisis, secretos, corrupción, amoralidad y financias, materias que no distinguen entre verdades y mentiras. El anciano muere para la política, agoniza en la distancia de su encierro en su mansión normanda. Sí,
Simenon, podría ser mi visión del protagonista de uno de tus libros sin Maigret, podría ser aquel viejo político y antiguo Presidente del Consejo, pero ahora convertido en el héroe de su pesadilla. Pero esta imposibilidad espectral no está presente en la imagen de la integridad que Henri Verneuil le confiere en su adaptación de tu novela, aunque se trata de una integridad que, como la mayoría de las integridades, vive fuera de tiempo. En Verneuil, el viejo presidente es una esperanza, un soplo de un ayer de mayor honestidad, de políticos que ya no se ven en el presente en el que se precisa formar un gobierno que saque al país de la crisis. El anciano regresa, está dispuesto para realizar un último acto, lo desea, quizá porque le redima o porque le haga sentir que su poder todavía no ha menguado.


Tanto la pesadilla como
El presidente (Le president, 1961), la película que Verneuil realizó a partir de tu novela homónima, se toman libertades, muchas, algo por otra parte necesario e inevitable, puesto que los sueños adulteran y las películas sueñan. Ahora el personaje tiene el rostro del inolvidable Jean Gabin, algo más joven que el personaje novelesco. Su cara desvela honestidad, cansancio, autoridad, pero también realza el mito del viejo Presidente, su leyenda, su historia, sus décadas de dedicación exclusiva a un trabajo que nunca ha llegado a dejar, y que ahora asume en la sombra, apurando su último brío, para salvar a su querida y única amante, a su Francia. Beaufort (Gabin) se define parte anarquista, parte republicana, todo francés, y así, de la ensoñación de Verneuil, que combina presente y pasado, el político se decanta por el trabajo frente al capital y por un europeísmo que sus colegas de la oposición abuchean, porque no desean que países menos desarrollados se beneficien a costa de la economía nacional. Él les reprocha su limitada visión en una escena inexistente en la novela, cuya historia resulta más intimista y crepuscular que la inventada por Verneuil y su coguionista Michel Audiard, la que filma para dejar clara su postura social y europeísta, heredera de aquella esbozada por Saint-Simone en el siglo XIX. Nada de esto aparece en sus memorias oficiales, que no hablan de cuanto vivió y sintió. Lo sabe, es consciente y por eso recuerda las omisiones, para que nosotros podamos ver que siempre antepuso los intereses de su Francia, cuando esta se vio en apuros, a los propios, aunque esto tampoco es del todo cierto, puesto que asume que los de ella y los suyos son los mismos. En aquel momento de su juventud, quizá la primera crisis política y económica a la que tuvo que hacer frente, recuerda que escogió el futuro, cuando tuvo que elegir entre capital y trabajo. Ese es su patriotismo y ahora su país vuelve a sufrir un momento en el que se necesitan líderes de su integridad y de su pasta, políticos que no son estrellas mediáticas, ni corruptos, ni empresarios a media jornada, nuevos rostros y nuevas ideas, aunque viejos rostros como el de Chalomon (Bernard Blier), aquel a quien no quiere dar su apoyo.



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