sábado, 20 de junio de 2020

Pánico (1946)


El aumento de tensión y de presión social en 
Pánico (Panique, 1946) se dejan sentir prácticamente desde su inicio, pero, en ese instante, todavía no aprietan ni hieren. Somos testigos de sus nacimientos, las vemos crecer y, cuando alcancen sus máximos, serán brutales en su impacto. Duvivier deja ver señales de ambas, y lo hace con la maestría del maestro de Pépé Le Moko (1937) y de La bandera (1935), lo hace acompañado de un gigante de la pantalla como lo fue Michel Simon. Los tres, Pánico, Duvivier y Simon, transitan sombras, habitaciones solitarias, cotilleos, bares, calles luminosas y pobladas por la cotidianidad de un vecindario donde las jornadas de fiesta alteran mínimamente la rutina. Solo los puestos y barracas de feria corroboran que son días diferentes, sin embargo, todo sigue igual que ayer, salvo que ya nada es lo mismo debido al homicidio de una vecina. El orden apenas se altera, ya que la muerte de la mujer no cambia el panorama o la cotidianidad, aunque sí será la chispa que hará estallar la, en apariencia, pacífica existencia de la gente corriente que acabará transformada en jauría. Asusta y, a veces, mata, pero a quién responsabilizar del crimen cuando no hay un rostro, un nombre o un alguien, sino la multitud que, en su máximo exponente, representa la mayoría de una sociedad cualquiera.


Para llevar a cabo la radiografía del sinsentido grupal, 
Julien Duvivier tomó como referencia una novela de Georges Simenon y recreó un ambiente insano que evidencia y señala sin medias tintas al colectivo. Señala sus responsabilidades, sus atropellos y la presión con la que empuja al individuo o individuos hacia situaciones límites donde apenas encuentran vías de escape. Por definición, no se puede justificar lo injustificable, pero si ampliamos los puntos de vista, o asumimos el de Alfred (Paul Bernard) y Alice (Viviane Romance), sus actos delictivos y sus decisiones inmorales se justifican en las finalidades que persiguen: salvar la vida, el primero, y proteger a quien ama, la segunda. Ambos son conscientes de su vileza, la ponen en práctica con pleno conocimiento de que serán juzgados por un tribunal legal, si les atrapan. La masa, no, puesto que carece de conciencia. La masa se desata sin distinguir entre sus partes, ya que en ese instante de odio o pánico cada partícula (cada individuo) forma parte de un todo incapacitado para reflexionar sobre el alcance de sus actos. Esto se observa perfectamente en Furia (Fury; Fritz Lang, 1936), cuya multitud clama "justicia" y avanza con el único propósito de ajusticiar al personaje interpretado por Spencer Tracy. Quienes Incendian la cárcel donde se retiene al sospechoso son hombres y mujeres respetados, sin reproche, e incapaces de delinquir y, sin embargo, en ese instante, pueden asesinar sin dudar, guiados por el odio, el pánico y los prejuicios que, en su entendimiento o en ausencia de tal, les justifica la trinidad jurado-juez-verdugo.


Cuando el criminal es el colectivo, no se puede individualizar al criminal, puesto que la multitud asume la criminalidad que al tiempo oculta, precisamente, porque no existe una individualidad a la que señalar. No existe un pensamiento crítico que difiera del comportamiento uniforme que, a pesar de brutal y despiadado, es aceptado como natural y, de ese modo, el crimen y la culpabilidad desaparecen del conjunto, que justifica su aberrante estallido de ira en el propio conjunto. En realidad, se desentiende de responsabilidad criminal, lo que provoca que el gentío, en este caso los vecinos del barrio donde 
Duvivier desarrolla la inquietante y, por momentos, angustiosa Pánico, sea más peligroso que la pareja que perpetra el plan que inculpa a Monsieur Hire (Michel Simon) del asesinato de una mujer del vecindario. Alfred y Alice instigan a las masas, las manipulan con pequeñas mentiras, que la voz grupal se encargará de agrandar. Alfred asesina y roba o asesina para robar. Es un criminal y lo sabe, como también sabe que pueden condenarle si Hire entrega la prueba que le incrimina. La inmoralidad y la criminalidad consciente diferencian a Alfred de las mujeres y hombres del vecindario parisino que, en su moralidad, asumen la sinrazón sin considerarla como tal, cual servicio social o comunitario, o quizá la confundan con civismo. Sea como sea, los vecinos asumen actos criminales que, en su interpretación, dejan de serlo porque no encuentran nada censurable en ellos, mientras que sí censuran actos individualizados o individuales; de tal manera se ciegan, que no son conscientes o no quieren serlo de su violencia y de la tiranía que ejercen sobre el falso culpable de Pánico. El plan de la pareja inculpa al inocente mediante engaños que los vecinos asumen sin dudar, de manera irracional, disfrazando el sinsentido de razón. Así, dotándolo de racionalidad, lo justifican y se justifican, y así dan rienda suelta a la febril voracidad que destruye a las partículas discordantes dentro de la homogeneidad aceptada. No se trata de ajustar cuentas por el asesinato de la vecina, puesto que, hasta que no encuentran el bolso de la fallecida en la habitación de Hire, no están seguros de que este sea culpable, sino de encontrar a quien responsabilizar de males propios y de otros que se inventan, y que también achacarán a Monsieur Hire. Él es la víctima, por ser diferente, a quien califican de antisocial, sencillamente porque no actúa como el resto. Tal particularidad será su perdición, más que su idealización de Alice, quien le manipula empleando encanto, erotismo y mentiras con las que proteger a Alfred, como ya hizo en el pasado, cuando cumplió un año de condena por encubrirle.

1 comentario:

  1. Creo que rescatas clásicos imprescindibles. Duvivier está algo olvidado, y era uno de los grandes. Un brillante análisis, y con Michel Simon cualquier película se dispara

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