miércoles, 24 de junio de 2020

Dios se lo pague (1948)

Mucho antes de que mi egoísmo vital e infantil afectase los nervios de mi abuela, esta había alumbrado a mi padre un día de finales de diciembre de 1942. Años después, me vengué de aquella luminosidad navideña y la convertí en una de las víctimas indirectas de mis travesuras primaverales y de las correrías estivales del adolescente que fui. Ni me arrepiento ni me enorgullece haber sido nieto y suplicio a tiempo parcial durante aquellos meses de verano en una costa viva, que llevaba y lleva "Morte" en su topónimo. Aquellos días irrecuperables viven en mí, lo sé, pues sin ellos sería otro y no este, del mismo modo que sin ella y sin sus gestos resignados sería distinto al otro y al este. Quizá siendo diferente, sería distinto y aquí habría una página en blanco o un tratado sobre el uso del escabeche en la conservera donde ella trabajó varios años de su "vida tan triste". Entre el alumbramiento y mi inconsciente venganza, no se cruzó de brazos, o puede que sí. Supongo que hizo cosas, tantas como cualquiera. Sé que en la década de 1950 se trasladó a la ciudad donde cuidó de sus sobrinos, huérfanos de madre, en la vivienda donde en una vida posterior de constitución y destape, de naranjitos y elecciones, me crie sin prestar demasiada atención a cuanto no fuesen mis juegos, mis fantasías, mis caídas callejeras y aquel mundial de balompié en blanco y negro. Desde entonces, han pasado risas y llantos, decesos y nacimientos, conocidos y desconocidos, mundiales que no vi y varias pantallas en color que fueron perdiendo peso, pero todavía puedo evocar la triste y delgada silueta de aquella mujer para nada quijotesca, que regresó a su pueblo natal sin despedirse de aquel mendigo de rostro ajado, cabello corto y canoso, a quien nunca escuché decir <<dios se lo pague>>. Recuerdo sus gruñidos como respuesta a mis inaudibles "buenos días, buenas tardes". Su ropa raída por mi memoria, su paraguas de tela negra y mango de madera marrón, colgando entre la espalda y la chaqueta, su caminar cuesta arriba o abajo, o sus breves pausas frente a aquel portalón que cerraba el paso al estrecho y alargado corredor por donde segundos después desaparecía. Aquel pasillo involuntario estaba formado por dos edificios separados por apenas un metro de distancia. Uno era donde yo vivía con mis padres y mi hermana, más adelante se sumaría un quinto miembro al grupo, pero, en aquel momento, cuando tuve conciencia de la existencia del tal señor Ramón y de su labor mendicante, éramos cuatro los ocupantes de nuestro bajo. Muchos años antes, aquel mismo mendigo, que pedía en una y en todas las puertas de la catedral, había vendido viviendas a mi abuela (o a alguien de su familia) y a varios vecinos más. Cuando tuve conocimiento de esa serie de compra-ventas, sin más contratos que apretones de mano, dinero en metálico y papeles sin valor legal, supe que no todos los mendigos eran pobres, al menos no de solemnidad como imaginaba de niño, cuando aún no había cumplido diez años de inexperiencia. La idea que mi yo infantil tenía de los mendigos y de la pobreza, cambió, se relativizó, pues aquel mendigo lo era y, al tiempo, no lo era. Comprendí que vivía una doble existencia de limosnas recibidas y de propiedades inmobiliarias vendidas, propiedades como los edificios que formaban el túnel por donde él desaparecía y yo me colaba para aventurarme más allá de lo que consideraba mis posesiones. El pasadizo daba a una selva perdida, no esmeralda, llena de serpientes, trampas y nativos que, quizá pacíficos o en pie de guerra, nunca vi entre la maleza que ocultaba una vieja casa, cuya apariencia no desmerecía a la del tal Ramón. Allí descansaba su doble vida aquel pedigüeño que regresó a mi memoria al inicio de Dios se lo pague (1948), cuando escuché al gran Arturo de Córdova en su papel mendicante que sus ganancias del día ascendían a 148 pesos, y que aún le quedaba media noche de trabajo. Se lo dice a Barata (Enrique Chaico), el pobre de solemnidad que a esa hora, a la puerta de la iglesia donde ambos mendigan, se convierte en testigo, aprendiz y confidente del maestro. A través de las conversaciones que ambos mantienen, el realizador Luis César Amadori confiere personalidad a su protagonista, de quien, como espectador, también soy testigo, aprendiz y confidente. No obstante, no me sorprenden sus palabras, ya no. Sorprenden a su compañero, que escucha explicaciones como que el hombre que pide limosna <<ya no lucha>>, y se convierte en <<una garantía para la sociedad>>, o la numeración de los distintos tipos de personas a quienes pide y las expresiones más adecuadas para, según el caso, lograr mayores ingresos. Durante esos instantes, no logro desterrar al tal señor Ramón de mi mente, donde se hace más fuerte antes de poder borrarlo definitivamente, cuando concluyo que el real, el de mi niñez, y el ficticio, el que veo en la película, difieren. Ramón, hombre rico y hombre pobre, carecía de la formación intelectual del personaje de Córdova, y a buen seguro de su pensamiento humanista. En ese instante inicial del film, más allá de que se trata de un hombre instruido, con respuesta para todo, que defiende la igualdad humana y el reparto de bienes, solo sabemos que Mario Álvarez ha sufrido, lo mismo podríamos decir de la mujer (Zully Moreno) que le da una limosna antes de que Amadori la siga al interior del casino donde esa noche lo pierde todo, salvo la limosna que el mendigo le devuelve después de ocultarla de la policía y ofrecerle consuelo y lecciones de vida. Ellos son la pareja protagonista de esta exitosa película argentina que encuentra en la doble vida de Álvarez la excusa para introducir el melodrama, el romance, la venganza, su pizca de crítica social de manual y el pasado del mendigo que ya nada tiene que ver con el tal señor Ramón de mi infancia.

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