martes, 23 de junio de 2020

El peregrino (1923)


La amoralidad y el infantilismo del personaje chaplinesco se perciben con precisión en El peregrino (The Pilgrim, 1923), donde no importa qué delito cometió para ser encarcelado o si cometió alguno. Bien pudo ser encerrado por nada o por robar un mendrugo de pan, quizá por ocupar accidentalmente el lugar de otro o por meter la mano en bolsillo ajeno, incluso lo imagino propinando un puntapié a un agente de la ley que, incansable en su opresiva misión de control, persigue al marginado, sea o no culpable de más delito que el intentar sobrevivir a la miseria de entornos sociales miserables. En realidad, carece de importancia si fue esto o aquello, no significa porque en el mundo habitado por Charlot, y roles variantes, los delitos suelen cometerlos quienes imponen y representan leyes o normas que solo benefician a quienes las dictan. Sabemos que su personaje se ha fugado del correccional, pero esto lo sabemos de siempre, de cualquiera de sus vagabundos o peregrinos, ya que Chaplin es el eterno personaje en fuga, aquel que escapa, regresa y vuelve a irse para, quizás, marcharse definitivamente o volver a entrar por la puerta de atrás o por la tabla suelta de cualquier valla. Parece como si para él no hubiese un lugar en el mundo o como si el mundo no pudiese contentarlo, ni atraparle. Vive en su condición de fugitivo, pero ¿de qué huye? ¿De la ley? ¿De la normalidad que condena o de la condena que normaliza? ¿O de cualquiera que quiera limitarle o cambiarle? En El peregrino es un prófugo cuya captura se recompensa con 1000 dólares, pero esto tampoco importa, salvo para introducir la condición de evadido del protagonista. Poco después lo descubrimos vestido con hábitos religiosos que ha robado para pasar desapercibido. Pero su nueva vestimenta es otro uniforme y, como tal, amenaza con atraparlo en el pueblo donde le confunden con el pastor que aguardan. Pero antes de que llegar a la villa donde se desarrolla la parte central del film, observamos a Chaplin intranquilo. Mira a un lado y a otro, mira el letrero con los destinos, teme ser descubierto. Está en una estación de ferrocarril y deja que sea el azar el que escoja por él. No obstante, cuando observa que su dedo, o quizá un palo afilado, señala Sing Sing cambia de opinión y decide hacer lo propio con su suerte. Compra los billetes y sale al andén. Allí cree ser perseguido, siempre lo cree, pero sube al tren, aunque en un primer intento lo hace cual polizón. Chaplin ha dejado claro la condición de sospechoso de su personaje, la cual remarca en el tren (al ver la estrella de latón de su acompañante) o cuando desciende del transporte y el primer rostro es el de un individuo que luce otra estrella. Su reacción natural es la de ofrecerle las manos para que lo espose, pero, ante el cálido saludo del sheriff, muestra sorpresa, puesto que, al contrario de lo esperado, le recibe con los brazos abiertos. Toda la comunidad lo hace. Creen que es el predicador que esperan. Y así, tras robar la botella de whiskey que su diacono grande esconde en el pantalón, se dirigen a la iglesia donde el peregrino-fugitivo lee un pasaje bíblico a sus feligreses. Aunque semeje que abre el libro al azar, este nada tiene que ver con la elección. El episodio escogido, el de David y Goliath, habla de la lucha entre el hombre corriente y el gigante, que representa el yugo de injusticia terrenal al que consciente e inconscientemente se enfrenta el vagabundo chaplinesco. Con astucia, el pequeño vence al grande, y con su ingenua amoralidad, el vagabundo chaplinesco transita por espacio donde los gigantes a los que se enfrenta suelen ser la ley (sus agentes), la pobreza, el hambre o el maquinismo en Tiempos modernos (Modern Times, 1936). Y ya en El gran dictador (The Great Dictator, 1940), el pequeño fugitivo deja de serlo para hablar y enfrentarse a viva voz al totalitarismo que amenaza a la humanidad a la que su personaje se dirige en su discurso de esperanza. En el caso de El peregrino, el tal Goliath quizá fuese más subjetivo y personal, quizá apuntase a la First National, la gigante cinematográfica con la que, tras esta película, Chaplin recuperaba su libertad profesional. De modo que, aparte de una magistral comedia, El peregrino es el final de una etapa, pero hay otro final más interesante, el del propio film, durante el cual el personaje no logra encontrar su lugar y camina sobre una línea fronteriza, con un pie en la frontera mexicana y otro en la estadounidense. Esta es la constante del vagabundo de Chaplin, ni aquí ni allí, es el peregrinar de un hombre pequeño en un mundo grande donde llama la atención su manera de ver la vida, y ahí reside su genialidad, en mirarla sin juicios ni prejuicios, pues lo hace de tal manera que somos nosotros quienes acabamos juzgando a partir de sus encuentros y desencuentros, de sus desventuras y aventuras, de sus accidentes e intenciones.

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