domingo, 28 de junio de 2020

El libro negro (2006)


Lo hace fácil, sin discursos rebuscados que puedan confundir. Lo hace en varias de sus películas, en las que concede el protagonismo a hombres o a mujeres que inicialmente asoman engañados, incluso siendo marionetas de totalitarismos o víctimas de hipocresías, intereses ocultos, intolerancias, enajenaciones, represiones. El cineasta holandés juega con nuestra percepción, juega con sus protagonistas, a los que finalmente desengaña, cuando comprenden o descubren que lo aparente no siempre resulta verdadero; e incluso que dentro de lo verdadero existe ambigüedad. Ese juego de imágenes que Paul Verhoeven repite en sus películas es parte de su crítica y en el Libro negro (Zwartboek, 2006) la expone a la luz y en las sombras de su ubicación geográfica, Holanda, y su periodo histórico, 1945. A Verhoeven, que ya había abordado la ocupación de Holanda en Eric, oficial de la reina (Soldaat van oranje, 1977), no le interesa insistir en la aberración nazi, tantas veces expuesta en la pantalla, ni en la intriga que gira en torno a la identidad del traidor que provoca la muerte de los miembros de la resistencia holandesa que asaltan el cuartel de la SS. Verhoeven se decanta por las sombras y se adentra en ellas para encontrarse cara a cara con la ambigüedad de un momento histórico de guerra, ocupación, lucha clandestina y, finalmente, venganza, la de los "justos" que, hasta entonces, han permanecido pasivos y mudos frente a la sinrazón y el crimen.


La protagonista, Rachel/Alice (
Carice von Houten), es una joven judía que se esconde de los nazis, sobrevive a una matanza por dinero y joyas, colabora con la resistencia, se enamora de un capitán de la SS, sufre la persecución de quienes ha ayudado y la humillación de <<buenos holandeses>> que han guardado silencio durante la ocupación de Holanda. Esta serie de cambios no responde a las acciones de la heroína, sino a la ambigüedad, esa que no es exclusiva de la época, sino de cualquier época, porque se trata de la ambigüedad humana. Durante la introducción y el epílogo en el presente israelí de 1956, separados por la historia en el pasado holandés, se observa que Rachel no ha logrado escapar al sinsentido y a la violencia —ambas se apuntan en la imagen final, cuando se observan tropas armadas que se posicionan en el interior de Kibuz donde la protagonista ejerce de profesora. Se trata de otro conflicto, el israelí-palestino, pero Verhoeven no se centra en él, lo insinúa, quizá para recalcar el hecho de que Rachel vive atrapada entre odios, intolerancias, intereses y fanatismos que van más allá de periodos históricos concretos.


El logo de 
El libro negro se desarrolla entre el fracaso de los aliados en la operación Market Garden y la liberación holandesa y se inicia con Rachel oculta en una granja donde ha permanecido durante un tiempo indeterminado, puede que meses o años, pero suficiente para memorizar pasajes y versículos bíblicos con los que, más que nada, satisfacer el cristianismo de la familia que la acoge. Aunque la oculten, lo hacen con cierto recelo, quizá ligero rechazo, ya que el hombre no duda en recriminarle su origen hebreo, cuando le dice que los judíos se encuentran en esa situación (la de ser perseguidos por los nazis) por no haber escuchado la palabra de Jesús. Es un instante, una sola frase, pero deja entrever la intolerancia religiosa, quizá cierto fanatismo, aunque el fanatismo religioso más evidente lo asume Leo, el joven de la resistencia que se ve incapaz de matar, salvo cuando escucha a Van Huren blasfemar; entonces descarga su pistola sobre aquel mientras, fuera de sí, repite <<¡has blasfemado!>>.


En los primeros compases del pasado, Rachel vive el conflicto en la distancia, que se acorta cuando un avión bombardea la granja y la obliga a ocultarse. Todavía no comprende el alcance de la barbarie humana, lo hará cuando confíe en Van Huren, el policía que la alerta y le ofrece su ayuda para sacarla del país. Así, Rachel se reúne con sus padres y su hermano. Ellos y otras familias judías suben a la barcaza, pero una patrulla alemana los sorprende y los asesina, salvo a Rachel, que sobrevive para ver el rostro del verdugo y como los soldados despojan a los cadáveres de su dinero y de sus objetos de valor.
Verhoeven ha expuesto mucho en poco tiempo y lo ha hecho sin perder de vista la intriga. Ha atrapado al espectador al conectar a la protagonista con el carnicero nazi, aunque Frankel sería un criminal indistintamente de la ideología que pudiera asumir. Lo corrobora su comportamiento, inmoral y criminal, opuesto al que asume Mausen (Sebastian Koch), el capitán a quien Rachel seduce para infiltrarse y, así, ayudar a liberar a tres miembros de la resistencia, entre quienes se encuentra el hijo del jefe del grupo. Verhoeven no se queda en el dolor del padre y su necesidad de recuperar a su hijo, tampoco se limita a enfrentar a bueno y malos, va más allá de todo eso porque es consciente de la ambigüedad que, en sus variantes y distintas formas, es común a ocupantes, resistentes, supervivientes y vividores como Ronnie o la población que se deja ver tras la liberación, cuando desata su venganza y su violencia sobre cualquier sospechoso de haber simpatizado o tratado a los alemanes, pero ¿quién puede asegurar la inocencia de la multitud que rasura e insulta a las mujeres o golpea, humilla y vierte mierda sobre Rachel?



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