viernes, 12 de junio de 2020

Cartas de amor (1953)


Típico sería decir "te lo dije" o "el paso del tiempo relega al olvido a nombres que en su época fueron sonados" o, en menor medida, "que el devenir temporal devuelve a la memoria otros que habían caído en la ignorancia". Aunque las ponga en duda, no niego la validez de las frases hechas, tampoco que el mayor aliado del olvido sea el tiempo, pero no lo considero el culpable exclusivo de la desmemoria o de la falta de interés. A veces, y el cine es un buen ejemplo, no existe olvido, hay ninguneo, omisiones y otros factores como el dónde se estrena o el cómo se promocionan las películas que se imponen o han impuesto a partir de unas circunstancias (históricas y económicas) concretas que, en su derecho al desconocimiento y al consumo rápido, el público mayoritario ignora, omite o no le concede la menor importancia. Hoy, dependiendo de quién busque (o de si busca), resulta más fácil o igual de difícil descubrir cineastas y títulos que pasaron desapercibidos, o que simplemente no pasaron porque no llegaron a estrenarse más allá de sus fronteras. Pero hay casos extraños, que al mismo tiempo se recuerdan y se olvidan, puesto que se celebra una faceta y se desconoce otra, como se celebra a Kinuyo Tanaka como actriz de obras que en la actualidad se consideran maestras y se desconoce a la Kinuyo Tanaka directora de Cartas de amor (Koibumi, 1953) o de Pechos eternos (Chibusa yo eien nare, 1955). La actriz irrumpió en el cine en 1924, cuando contaba con catorce años de edad. Aquella película de Hotei Nomura que todavía no he visto, y dudo si llegaré a ver, fue el primer paso profesional de quien se convertiría en una de las más grandes intérpretes niponas que haya iluminado la pantalla del país asiático. Aportó luz durante más de medio siglo, pero si su presencia delante de las cámaras fue luminosa y aplaudida, su labor tras ellas fue una maravillosa excepción que todavía no ha recibido los aplausos merecidos. Tras Tazuko Sakane, que dirigió Hatsu Sugata en 1936, Tanaka fue la segunda mujer japonesa en dirigir y la primera en tener continuidad detrás de las cámaras, aunque dicha continuidad se reduce a seis títulos -más de doscientos como actriz-, pero que resultan suficientes para corroborar el talento cinematográfico de quien dio vida a Oharu, entre otras sufridas e inolvidables interpretaciones para Kenji MizoguchiYasujiro Ozu, Teinosuke Kinugasa, Hiroshi Shimizu, Heinosuke Gosho, Masaki KobayashiMikio Naruse o Keisuke Kinoshita, quien también sería el autor del guion de Cartas de amor, que supuso el debut de la actriz en la dirección.




Recordar los nombres de estos grandes maestros del cine no es capricho, es presunción por mi parte de que Tanaka tuvo la mejor escuela de dirección posible, pues, al tiempo que actuaba, aprendía de ellos. Por ejemplo, la influencia de Kinoshita en Cartas de amor es innegable o, dos años después, la de Ozu en La luna se levanta (Tsuki wa noborinu, 1955) -la actriz y directora llevaría a la pantalla un guion de este y de Ryosuke Saito-. Cartas de amor evidencia la cercanía entre Tanaka y Kinoshita, pero ella no es el reflejo femenino de él, es ella misma, como se descubre a lo largo de sus seis películas. Lo cierto es que mejor esos seis títulos que ninguno, y aún mejor resulta descubrirlos y descubrir en cada uno a una cineasta sensible que mira de frente, a la cara de la sociedad y de su época, que no esconde sus preferencias y que asume una postura emotiva y sincera, para dar vida a sus personajes y a sus historias. En su primera película no parece alguien sin experiencia, de hecho, semeja lo contrario. Delicada y sensible, al tiempo contundente, su discurso no duda en apuntar la situación de la mujer en la posguerra, de un tipo concreto que es señalado por la sociedad por haber sobrevivido al caos, a la miseria y a la ocupación prostituyéndose o convirtiéndose en las amantes de soldados estadounidenses, pero, sea uno u otro caso, son mujeres a quienes se estigmatiza. Cartas de amor muestra este circunstancia desde el protagonismo masculino, en un personaje similar a los hombres que pueblan el cine de Kinoshita, honrados, pero pasivos, que se consumen en el dolor e incluso llegan a verse superados por su egoísmo y por la moralidad tradicional y patriarcal de la que la mujer es víctima. El Japón de posguerra expuesto se acerca a las mujeres marginadas, a hombres como Reikichi Mayumi (Masayuki Mori), que todavía vive en el pasado y en el dolor de la pérdida, o como Yamaji (Jûkichi Uno), que asume que todos son culpables -habla de quien esté libre que arroje la primera piedra- y que todos merecen una oportunidad. Yamaji luce sonrisa eterna, no juzga, ayuda a las jóvenes que buscan quien les escriba cartas en inglés y también intenta ayudar a su amigo Reikichi, ofreciéndole la oportunidad de ganarse un sobresueldo escribiendo a amantes estadounidenses que han volado de Japón, aquellos que han dejado a sus novias orientales, a las madres de hijos que no conocerán o a las mujeres a quienes pagaban por relaciones esporádicas. Ellos buscaban olvidar la distancia, y ellas los vacíos de los estómagos y de los novios y maridos japoneses muertos durante la guerra que afectó a todos, de una u otra manera. Respecto a esta situación, Tanaka se muestra elegante y discreta, asumiendo lo cotidiano y lo cercano, pero es contundente -aunque no tanto como Seijun Suzuki en la visceral y colorista La puerta de la carne (1964)- al acercarse a la prostitución desde las historias corrientes de hombres y mujeres anónimos que habitan y trabajan en barrios como ese Shibuya de posguerra donde Reikichi se reencuentra con el amor del pasado, idealizado desde la infancia, y que en el presente baja del pedestal cuando juzga a Michiko (Yoshiko Kuga), la mujer amada a quien rechaza. En ese instante, Reikichi siente dolor y decepción, es su egoísmo, el mismo que permite que ella se distancie en un parque donde en él permanece inmóvil, anclado entre su postura moral y la duda, e incapaz de comprender que no tiene derecho a culpar a Michiko, de quien desconoce las causas, las necesidades o las circunstancias que la llevaron a los brazos de un soldado americano.

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