jueves, 4 de junio de 2020

Larra y las "buenas palabras"


Con frecuencia, empleamos demasiadas palabras para decir demasiado poco; del mismo modo que a comentarios o a respuestas sin florituras ni retóricas huecas les negamos igual o mayor validez que a eslóganes y discursos elaborados a base de aromas, espinas, ecos, etiquetas y otros adornos sonoros sin más sentido que carecer de sentido. Son palabras que adquieren su significado según quien las consume, para qué y por qué. Son recursos de oradores, son calmantes o excitantes para oyentes, son material de relleno para quien escribe esta u otra perorata. A veces, comunican, adornan u ocultan intenciones; otras, delatan vacíos y carencias; las menos, enriquecen el silencio, en numerosas ocasiones, el sonido más atractivo, seductor y sabio que la naturaleza regala a los vivos. Su voz disimula conocimientos o su ausencia; a veces clama y grita, siempre previo al momento en que cumple su amenaza y desaparece. Es el instante de "cagarla" o "no cagarla", de mentir o sincerarse, de ser o no ser digno del pensamiento silenciado que ha dejado su mundo para cobrar su físico sonoro y, quizá, nacer adulterado y sin posibilidad de cambio. Las palabras dicen, desdicen o echan por tierra las supuestas capacidades intelectuales que la altivez, tan humana, se atribuye; pero, como humanos, presumimos y asumimos que somos inteligentes. ¿Lo somos? Cada día, dudo, pero, claro está, solo lo hago de mis capacidades y aptitudes, las de cualquier otro u otra no las pongo en duda, ¡líbreme el silencio!

Después de contradecirme y emplear demasiadas palabras, que el siguiente fragmento, extraído del artículo Por ahora, que Mariano José de Larra escribió y publicó en La Revista Española, el 10 de febrero de 1835, añada más letras al texto y explique el significado de buenas palabras...

A primera vista parece que buenas deben ser todas las palabras, puesto que sirven todas para hablar, o sea para gastar conversación, que es el fin que parecemos proponernos; esto es un error sin embargo, y error grave. Palabras hay malas, profundamente malas por sí mismas, y sin necesidad de accesorios, que forman por sí solas oración y sentido, por más que suelan ellas no tener sentido común. Palabras que valen más que un discurso, y que dan que discurrir; cuando uno oye, por ejemplo, la palabra conspiración, cree estar viendo un drama entero, y aunque no sea nada en realidad. Cuando uno oye la palabra libertad, solo ella, solita, cree uno estar oyendo una larga comedia. Cuando uno oye la palabra imprenta, ¿no cree ver detrás la censura, el imposible vencido, la cuadratura del círculo, la gran quisicosa? ¿No hay quien ve en ella el abismo, la anarquía, aquel qué se yo, que nadie sabe explicar ni comprender? Cada una de estas palabras son verdaderas linternas mágicas: el mundo todo pasa a través de ellas. Una vez encendidas todo se ve dentro.
Estas palabras que encierran por sí solas una significación entera y determinada son malas generalmente; las buenas son aquellas que no dicen nada por sí, como por ejemplo: prosperidad, ilustración, justicia, regeneración, siglos, luces, responsabilidad, marchar, progreso, reforma, etc., etc. Estas no tienen un sentido fijo y decisivo: hay quien las entiende de un modo, hay quien las entiende de otro, hay, por fin, quien no las entiende de ninguno. Estas son buenas, porque blandas como cera, adáptanse a todas las figuras; estas son, en fin, el alimento de toda conversación. Con ellas no hay discurso que no se pueda sostener, no hay cosa que no se pueda probar, no hay pueblo a quien no se pueda convencer. Estas son las palabras que parecen cosas.
Ahora bien: cuando dos de estas palabras insignificantes y maleables se llegan a encontrar en el camino una de otra, únense al momento y se combinan por una rara afinidad filológica, y entonces no toman por eso mayor sentido; todo lo contrario, juntas suelen querer decir menos todavía que separadas; entonces estas palabras buenas suelen convertirse en lo que vulgarmente llamamos buenas palabras...

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