jueves, 28 de mayo de 2020

Nebraska (2013)


El buen Sancho mira el mundo con ojos realistas, pero algo sucede durante el camino que comparte con don Quijote y sufre (o disfruta) la ilusión que el caballero andante le "contagia". Es la fantasía con la que ahora observa la realidad, una fantasía que en Barataria sirve de divertimento para quienes le conceden el gobierno de la ínsula. Pero donde unos se burlan, Sancho mantiene intacta su dignidad, una que solo encuentra par en la de su querido hidalgo manchego. Ambos son ilusos e ingenuos, se complementan y forman una mezcla humana de virtudes y flaquezas, de sueños y de realidades donde soñar es su resistencia frente a la derrota y la desesperanza. En apariencia, no hay Quijotes ni Sanchos en Nebraska (2013), tampoco parece existir una quijotización propiamente dicha, aunque sí se establece un vínculo que une más allá del viaje físico que emprende su pareja de viajeros. Se trata de lazos de comprensión, cariño y compasión; sentimientos y emociones que se fortalecen entre Woody Grant (Bruce Dern) y su hijo David (Will Forte) cuando este último acepta llevar al primero de Montana a Nebraska. Son más de mil kilómetros de asfalto, de paisajes grises, de reflejos de la depresión socioeconómica que asola el entorno físico y humano que Alexander Payne transita en blanco y negro, en compañía de sus inolvidables, emotivos y humanos personajes, quizás los más emotivos y humanos del humanista responsable de Entre copas (Sideways, 2004) y de A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002). Payne desarrolla su viaje en la intimidad, entre la comedia y el drama, con la ironía de un viajero cinematográfico que sabe que el destino de los Grant no es una meta física concreta; y de haber alguna meta, esta sería el viaje introspectivo que enfrenta a los individuos con el medio, con sus iguales y con sus distintos.


En Nebraska hay desorientación y soledad, pero también reconocimiento, cariño y una posible esperanza, aquella que Woody ve en su millón de dólares imaginario, y que David, Ross (Bob Odenkirk) y la madre (June Squibb) saben falso. El papel premiado no es importante, salvo para Woody, que encuentra la ilusión de poder seguir soñando. Pero ya no se trata del sueño prometido en el hogar de los bravos y de los valientes, puesto que el país que se observa en Nebraska es el de vidas corrientes que, entre derrota y derrota, sienten crecer la insatisfacción que no expresan o que sencillamente aceptan como parte de sus existencias; hacia esto último parece apuntar la reunión en la casa del tío Ray (Rance Howard) y tía Martha (Mary Louise Wilson) o los encuentros con el resto de personajes que salen al paso del anciano quijotesco que pretende seguir caminando con dignidad. Este sería su sueño y su recompensa, que en un plano material reduce a una camioneta y un compresor de aire, y a dejar algo a los suyos. El premio sirve a Payne para iniciar su irónico tránsito, pesimista y crepuscular, pero también abierto a las relaciones humanas, lo cual le concede un rayo de esperanza donde apenas existe, pero que se hace más grande cuando, poco a poco, David empieza a comprender qué impulsa a su padre a la aventura, a la fantasía que los conduce al pueblo de Woody, a un regreso al pasado, a un no tiempo en el que nada transcurre ni ocurre, salvo acudir al bar o mirar la televisión con una cerveza en la mano, cuales Homers y no Quijotes que abrazan el siempre igual, del nunca pasa nada, porque la monotonía, que parece eterna, los derrota; de ahí que no sorprenda que acepten su woodyficación y se aferren a la idea del dinero y de la celebridad que la presencia de Woody aviva en la moribunda localidad donde chocan Quijotes, Sanchos, Homers y Ed Pigram (Stacy Keach).

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