Las estaciones en el cine y la literatura transcienden el espacio físico donde se ubican sus personajes. Son lugares de tránsito, de encuentros y de despedidas. Sueños, idilios, amistad, dolor, esperanza y tristeza se apean o suben a los trenes. Son estados emocionales y símbolos de emociones de los viajeros, de quienes esperan o desesperan. Tolstoi pone fin a la vida de Ana Karenina en la misma estación donde la heroína conoció a Wronski. En otra distinta, el reflejo de Fedora en la película homónima de Billy Wilder se arroja a las vías. Los amantes interpretados por Montgomery Clift y Jennifer Jones en Estación Termini (Stazione Termini; Vittorio De Sica, 1953) deambulan por el recinto romano conscientes de que, para ellos, ha llegado el momento de la despedida. En
uno de sus grandes films, Breve encuentro (Brief Encounter, 1945), David Lean desarrolla su historia
desde la confesión-evocación de la protagonista, que nos traslada a la estación donde los personajes de Celia Johnson
y Trevor Howard se conocen y se reconocen. Allí se aman, aunque no pueden hacerlo más allá de ese entorno que los confunde entre el gentío y los protege de miradas y de sus dudas. Sus trenes viajan en
direcciones opuestas. Ellos son como los dos trenes en una estación que al tiempo les une y separa, pero sus recuerdos permanecen, como también perviven en la memoria de Dziga Vertov los suyos. El cineasta recordaba otra estación y otros dos transportes que separan caminos. Uno era el suyo, el
otro el de Vladimir Maiakovski, brillante poeta y apasionado
cineasta frustrado, en
sus desencuentros con la industria cinematográfica y la burocracia soviética. Maiakovski
triunfó en la literatura. Encumbrado y admirado, también
rechazado e incomprendido, siempre fue un Maiakovski.
Tanto él como Vertov fueron fieles a su arte y ambos son figuras clave de su época, una que
se abría a la esperanza y acabó cubierta de nubarrones de intereses que dejaron por el camino numerosas víctimas. Pero en su primer encuentro,
aún era posible ver en la distancia, ilusionarse con la posibilidad de crear o que Maiakovski y Vertov volvieran a encontrarse en cualquier estación. Las palabras que siguen son de Vertov,1 que habla de sus breves
encuentros con el poeta que admira, también recuerda el último y, sobre todo, recuerda al genio que ilumina.
<<Siempre
me ha gustado Maiakovski, sin titubeos. A partir de la primera
lectura de su libro. El libro se llamaba Sencillo como un bramido.
Me lo sabía de memoria. Lo defendía, en la medida de mis fuerzas,
de los ataques. Lo explicaba. Todavía no conocía personalmente a
Maiakovski. Cuando vi por primera vez al poeta en el Museo
Politécnico, no me decepcionó. Era exactamente como me lo
imaginaba. Maiakovski se fijó en mí entre un grupo de
jóvenes muy emocionados. Era evidente que yo le miraba con amor. Se
me acercó. “Esperamos su próximo libro”, dije. “Reúne a tus amigos —replicó Maiakovski—, exige que
se publique cuanto antes”.
Mis
encuentros con Maiakovski siempre fueron breves. Nos
encontrábamos por la calle, o en un club, o en una estación, o en
un cine. No me llamaba Vertov, sino Dziga. A mí esto
me gustaba mucho. “¿Y qué Dziga, cómo va el
Cine-ojo?” me preguntó un día. Eso ocurría en una
estación cualquiera. Nuestros trenes se cruzaban. “El
Cine-ojo ha hecho su aprendizaje”, contesté. Él
reflexionó y repitió la cosa de otra manera: “El Cine-ojo es
un faro sobre el fondo de los tópicos de la producción
cinematográfica mundial”. Y antes de separarnos (nuestros
trenes salían hacia direcciones diferentes), Maiakovski me
estrechó la mano, yo añadí atropelladamente: “No un faro
sino un Maiakovski”. El Cine-ojo es un
Maiakovoski sobre el fondo de topicos de la producción
cinematográfica mundial.
“¿Un
Maiakovski?” me dijo el poeta, mirándome sorprendido.
Yo declamé a modo de respuesta:
Donde
el ojo mezquino de los hombres se detiene,
A
la cabeza de las hordas hambrientas,
Ceñido
con la corona de espinas de las revoluciones
El
año 1916 avanza.
—Usted
vio lo que el ojo normal no veía. Usted vio “caer de
Occidente la nieve roja con copos empapados de carne humana”.
Y los ojos tristes de los caballos. Y la madre, “blanca,
blanca como un brocado sobre el ataúd”. Y el violín que “se
enervaba, suplicaba y de pronto estallaba en lágrimas como un
niño”. Usted es el Cine-ojo. Usted vio “caminando
por las montañas del tiempo a aquel que nadie ve”. Y mire
ahora.
En
la nueva
existencia
futura
multiplicada
por
la electricidad
y
el comunismo.
Encontré
por última vez a Maiakovski en Leningrado. Estábamos en el
vestíbulo del hotel Europa.
Maiakovski
preguntó a un empleado con voz lúgubre: “¿Habrá cabaré
hoy?” Me vio y dijo: “Tenemos que hablar sin prisas.
Hablar seriamente. ¿No podríamos organizar para hoy un largometraje
de conversación sobre el arte?”
Esperé
a Maiakovski en la habitación. Al subir en el ascensor me
decía:
La
vida es hermosa
y
maravillosa
avanzaremos
hasta los cien años
sin
conocer la vejez
cada
año
más
dispuestos.
Creía
que había encontrado la llave para filmar los sonidos documentales y
que “nuestros oros celestes ya no existen”, que <<la
avispa ya no nos picará con su aguijón>>, que “nuestra
arma, nuestra canción, nuestro oro, es el aullido de las voces”.
Me
paseaba de una punta a otra de la habitación en espera de
Maiakovski, contentísimo ante la idea de encontrarnos.
Quería
hablarle de mis intentos de crear un cine poético, explicarle cómo
las frases del montaje riman entre sí.
Esperé
a Maiakovski hasta medianoche.
No
sé que sucedió. No vino.
Dos
semanas después, ya no existía.>>
1.Vertov Dziga: Memorias de un cineasta bolchevique (traducción Joaquín Jordá). Capitán Swing, Madrid, 2011
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