sábado, 2 de mayo de 2020

Breves encuentros: Maiakovski y Vertov


Las estaciones en el cine y la literatura transcienden el espacio físico donde se ubican sus personajes. Son lugares de tránsito, de encuentros y de despedidas. Sueños, idilios, amistad, dolor, esperanza y tristeza se apean o suben a los trenes. Son estados emocionales y símbolos de emociones de los viajeros, de quienes esperan o desesperan. Tolstoi pone fin a la vida de Ana Karenina en la misma estación donde la heroína conoció a Wronski. En otra distinta, el reflejo de Fedora en la película homónima de Billy Wilder se arroja a las vías. Los amantes interpretados por Montgomery Clift y Jennifer Jones en Estación Termini  (Stazione Termini; Vittorio De Sica, 1953) deambulan por el recinto romano conscientes de que, para ellos, ha llegado el momento de la despedida. En uno de sus grandes films, Breve encuentro (Brief Encounter, 1945), David Lean desarrolla su historia desde la confesión-evocación de la protagonista, que nos traslada a la estación donde los personajes de Celia Johnson y Trevor Howard se conocen y se reconocen. Allí se aman, aunque no pueden hacerlo más allá de ese entorno que los confunde entre el gentío y los protege de miradas y de sus dudas. Sus trenes viajan en direcciones opuestas. Ellos son como los dos trenes en una estación que al tiempo les une y separa, pero sus recuerdos permanecen, como también perviven en la memoria de Dziga Vertov los suyos. El cineasta recordaba otra estación y otros dos transportes que separan caminos. Uno era el suyo, el otro el de Vladimir Maiakovski, brillante poeta y apasionado cineasta frustrado, en sus desencuentros con la industria cinematográfica y la burocracia soviética. Maiakovski triunfó en la literatura. Encumbrado y admirado, también rechazado e incomprendido, siempre fue un Maiakovski. Tanto él como Vertov fueron fieles a su arte y ambos son figuras clave de su época, una que se abría a la esperanza y acabó cubierta de nubarrones de intereses que dejaron por el camino numerosas víctimas. Pero en su primer encuentro, aún era posible ver en la distancia, ilusionarse con la posibilidad de crear o que Maiakovski y Vertov volvieran a encontrarse en cualquier estación. Las palabras que siguen son de Vertov,1 que habla de sus breves encuentros con el poeta que admira, también recuerda el último y, sobre todo, recuerda al genio que ilumina.


<<Siempre me ha gustado Maiakovski, sin titubeos. A partir de la primera lectura de su libro. El libro se llamaba Sencillo como un bramido. Me lo sabía de memoria. Lo defendía, en la medida de mis fuerzas, de los ataques. Lo explicaba. Todavía no conocía personalmente a Maiakovski. Cuando vi por primera vez al poeta en el Museo Politécnico, no me decepcionó. Era exactamente como me lo imaginaba. Maiakovski se fijó en mí entre un grupo de jóvenes muy emocionados. Era evidente que yo le miraba con amor. Se me acercó. “Esperamos su próximo libro”, dije. “Reúne a tus amigos —replicó Maiakovski, exige que se publique cuanto antes”.

Mis encuentros con Maiakovski siempre fueron breves. Nos encontrábamos por la calle, o en un club, o en una estación, o en un cine. No me llamaba Vertov, sino Dziga. A mí esto me gustaba mucho. “¿Y qué Dziga, cómo va el Cine-ojo?” me preguntó un día. Eso ocurría en una estación cualquiera. Nuestros trenes se cruzaban. “El Cine-ojo ha hecho su aprendizaje”, contesté. Él reflexionó y repitió la cosa de otra manera: “El Cine-ojo es un faro sobre el fondo de los tópicos de la producción cinematográfica mundial”. Y antes de separarnos (nuestros trenes salían hacia direcciones diferentes), Maiakovski me estrechó la mano, yo añadí atropelladamente: “No un faro sino un Maiakovski”. El Cine-ojo es un Maiakovoski sobre el fondo de topicos de la producción cinematográfica mundial.
“¿Un Maiakovski?” me dijo el poeta, mirándome sorprendido. Yo declamé a modo de respuesta:

Donde el ojo mezquino de los hombres se detiene,
A la cabeza de las hordas hambrientas,
Ceñido con la corona de espinas de las revoluciones
El año 1916 avanza.

—Usted vio lo que el ojo normal no veía. Usted vio “caer de Occidente la nieve roja con copos empapados de carne humana”. Y los ojos tristes de los caballos. Y la madre, “blanca, blanca como un brocado sobre el ataúd”. Y el violín que “se enervaba, suplicaba y de pronto estallaba en lágrimas como un niño”. Usted es el Cine-ojo. Usted vio “caminando por las montañas del tiempo a aquel que nadie ve”. Y mire ahora.

En la nueva
existencia futura
multiplicada
por la electricidad
y el comunismo.

Encontré por última vez a Maiakovski en Leningrado. Estábamos en el vestíbulo del hotel Europa.
Maiakovski preguntó a un empleado con voz lúgubre: “¿Habrá cabaré hoy?” Me vio y dijo: “Tenemos que hablar sin prisas. Hablar seriamente. ¿No podríamos organizar para hoy un largometraje de conversación sobre el arte?”

Esperé a Maiakovski en la habitación. Al subir en el ascensor me decía:

La vida es hermosa
y maravillosa
avanzaremos hasta los cien años
sin conocer la vejez
cada año
más dispuestos.

Creía que había encontrado la llave para filmar los sonidos documentales y que “nuestros oros celestes ya no existen”, que <<la avispa ya no nos picará con su aguijón>>, que “nuestra arma, nuestra canción, nuestro oro, es el aullido de las voces”.

Me paseaba de una punta a otra de la habitación en espera de Maiakovski, contentísimo ante la idea de encontrarnos.

Quería hablarle de mis intentos de crear un cine poético, explicarle cómo las frases del montaje riman entre sí.

Esperé a Maiakovski hasta medianoche.
No sé que sucedió. No vino.
Dos semanas después, ya no existía.>>


1.Vertov Dziga: Memorias de un cineasta bolchevique (traducción Joaquín Jordá). Capitán Swing, Madrid, 2011

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