martes, 26 de mayo de 2020

The Revenant (El renacido) (2015)

La fotografía de Emmanuel Lubezki se maravilla ante la belleza natural, pero no se trata de una de sus colaboraciones con Terrence Malick, de hecho, aunque por momentos así lo parezca, esos paisajes y esas imágenes preciosistas y panteístas son para Alejandro G. Iñárritu, y confirman que la personalidad de The Revenant (2015) también recae en las aportaciones de Lubezki y del director artístico Jack Fisk. Los aportes del fotógrafo y del decorador, ambos asiduos en el cine de Malick, llaman la atención sobre el resto de elementos del film, incluidos los hechos, la trama, el tema de la soledad o de la supervivencia y la alabada interpretación de Leonardo DiCaprio, cuya actuación prima la fisicidad, quizá para así dotar de cuerpo al dolor, a la desorientación, a la soledad y a la pérdida que aflige a su personaje durante su deambular entre los muertos y los vivos. No obstante, que el paisajismo asuma mayor relevancia que los restantes aspectos de la narración podría implicar la pérdida de identidad del film, y que la película se convirtiese en una sucesión de postales de un paisaje frío y hermoso. Pero en The Revenant dicho paisaje, primero fluvial y más tarde nevado, funciona como otro personaje más, quizá el de mayor entidad, puesto que funciona como testigo y escenario de los comportamientos humanos. Los parajes no juzgan ni a nativos ni a tramperos, franceses o británicos, el río, las montañas, los árboles y las blancas extensiones están ahí para corroborar que la naturaleza no es salvaje, que el salvajismo es un atributo humano que los hombres llevan a ella. La naturaleza puede ser creadora o destructora, pero en ningún caso es vengativa ni ambiciosa, tampoco salvaje, como sí puedan serlo Glass (DiCaprio), Fitzgerald (Tom Hardy), Jim Bridger (Will Poulter) o el capitán Henry (Domhnall Gleeson), cuatro complejidades diferentes, cada una acorde con la moral que asumen y desde la cual justifican sus comportamientos, fruto de condicionantes y experiencias previas e instintos también distintos. Basada en la novela de Michael Punke, que Richard C. Serafian había adaptado a la gran pantalla en El hombre de una tierra salvaje (Man in the Wilderness, 1971), El renacido se ubica en la década de 1820 en el río Missouri y en un primer momento descubrimos parecidos razonables con el panteísmo de El nuevo mundo (The New World, 2005), el primer largometraje que Lubezki fotografió con luz natural -algo que ya había hecho Néstor Almendros en Días de Cielo (Days of Heaven, 1978)-, pero Inárritu no llega al extremo de Malick, ni lo pretende; se queda a medio camino entre lo natural y lo humano, se queda en la supervivencia de sus personajes y, por lo tanto, más cerca del mundo físico que del espiritual. Su mundo es real, de tramperos y de tribus nativas; un entorno de supervivencia donde ahora los indios viven bajo la amenaza del hombre blanco, la civilización que ha invadido el entorno en busca de pieles y de ampliar sus fronteras. Estos territorios hasta entonces vírgenes forman parte de la fuerza natural y primitiva, idónea para que los instintos afloren y se impongan a la razón. Iñárritu desarrolla el viaje de Glass entre lo físico y lo espiritual, quizá de ahí que exista en su búsqueda, ya no de venganza, sino de sí mismo, de aceptar o vivir con su experiencia límite, íntima y dolorosa, para así renacer. <<No tengo miedo a la muerte, eso ya lo he vivido>> asegura el protagonista hacia el final de su odisea, cuanto está a punto de hacer real la venganza que lo ha empujado a superar adversidades, bosques, hielo y la sensación entre onírica y de pesadilla que remite a su tránsito vital.

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