lunes, 4 de mayo de 2020

Fin de semana en Dunkerque (1964)



La operación "Dinamo" pasó a la historia británica como el éxito que permitió evacuar a las tropas británicas que se hacinaban en la costa francesa en junio de 1940 y, así, conservar la esperanza en un instante de desesperanza, uno durante el cual el ejército alemán avanzaba victorioso por Europa. Pero, en realidad, ese momento no es un éxito, es el intento de sobrevivir a una situación límite que el cine expuso en diferentes ocasiones y desde diversas posturas. William Wyler lo hizo por omisión en La señora Miniver (Mrs. Miniver, 1942) y Leslie Norman en Dunkerque (Dunkirk, 1958) o Christopher Nolan en su Dunkerque (Dunkirk, 2017) lo recrearon de forma directa. Las tres producciones asumen heroísmo, cuando no victoria y, en el caso del film de Wyler, también esperanza y propaganda fruto de las necesidades de la época. Sin embargo el milagro de Dunkerque no existe en la visión que Henri Verneuil expone en Fin de semana en Dunkerque (Week-end à Zuydcoote, 1964). El realizador francés no muestra un milagro, ni heroicidad, sino el imposible que deambula por un espacio de derrota, caos, desesperanza y retirada, donde se producen los encuentros y desencuentros del protagonista con personajes tan perdidos como él.


En junio de 1940, tras ser vapuleados por los alemanes, Julien Maillet (Jean-Paul Belmondo) y sus compañeros llegan a la costa de Calais. Allí, asumen que será su último fin de semana de guerra y, posiblemente, el último en libertad. De modo que lo toman como unas vacaciones, aunque, instalados en la ambulancia abandonada, Julien decide irse y se despide de sus amigos. Todavía conserva la esperanza de embarcar hacia Inglaterra. No obstante, la playa es un sálvese quién pueda donde los británicos se desentienden de los franceses y estos se desentienden de sí mismos. Por ahí camina Julien, sobre la arena o por el pueblo costero, mientras la cámara de Verneuil captura el derrotismo y destrucción en el ambiente. Capaz de lo mejor -El presidente (Le président, 1961)- y de lo peor -Rufianes y tramposos (Les morfalous, 1984)-, el cineasta emplea con acierto la pantalla ancha de Fin de semana en Dunkerque en beneficio de la profundidad de campo, lo que permite observar en la distancia, también en la cercanía, la retirada de soldados cabizbajos y derrotados que avanzan hacia la orilla donde han construido pasarelas de embarque o el deambular hacia ninguna parte, como parece ser el sino del protagonista. El tono irónico y la sensación de encierro, de estar atrapado en un espacio abierto, son vitales en el film, de hecho, le confieren mayor atractivo al desencanto que evidencia la perspectiva escogida por Verneuil para mostrar la situación de los soldados en Dunkerque. Edificios destruidos por las bombas, vehículos civiles y militares abandonados, muertos transportados en carretas o amontonados en un camión, explosiones y humo en la distancia, bombardeos son elementos que definen el entorno costero, marcado por la destrucción y por la ausencia de actos heroicos. No hay héroes en el tránsito del protagonista por la desolación donde su amigo Alexandre (François Périer) muere cuando va a buscar agua para preparar café, donde los ingleses huyen sin mirar atrás o donde descubre a Dhéry (Pierre Mondy) mintiendo, embaucando y pretendiendo hacer negocio. Incluso, él mismo, aunque sea el más cuerdo en un mundo de locos, se ve forzado a formar parte de la locura del momento. Resulta irónico que sus únicas muertes de guerra sean dos soldados de su ejército; y lo son porque se ve apurado a matar. Lo hace para evitar la violación de Jeanne (Catherine Spaak), la muchacha a quien siempre regresa, como si ella fuese la puerta hacia la liberación que vislumbra por un instante en la playa donde, poco antes, pudo subir a un barco inglés que se hundió en el mar y entre las llamas de una evacuación imposible para unos y milagrosa para otros.
 

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