lunes, 25 de mayo de 2020

El castillo de Dragonwyck (1946)


Con años de guiones en su cuenta, un guionista que pretende ser director tiene la ventaja de que ha estado dirigiendo, aunque solo lo haya hecho sobre el papel. Además, si también ha sido productor, añade a su experiencia un plus de gestión. Solo falta dar el salto o que le permitan darlo y continuar su aprendizaje en un plató o en un decorado natural donde garabatee sus primeros esbozos creativos y las ideas que tenga en mente. Durante la década de 1930 y la primera mitad de la siguiente, a Joseph L. Mankiewicz no le dejaban saltar y tuvo que conformarse con escribir y producir para otros. No obstante, en 1946, tuvo su oportunidad. Hay varias versiones de cómo le llegó, pero lo cierto fue que Ernst Lubitsch le propuso que se hiciera cargo de la dirección de El castillo de Dragonwyck (Dragonwyck, 1946). ¿Cómo habría sido la adaptación de Dragonwyck en manos de Lubitsch? Nunca lo sabremos, ya que solo ejerció de productor, pero la película de Mankiewicz funciona en su intención de atrapar sueños, pesadillas, obsesiones y fantasmas dentro de un entorno sombrío, pretérito, un espacio que existe entre el Manderley de Rebeca (RebeccaAlfred Hitchcock, 1940) y la mansión de Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950). No obstante, Dragonwyck tiene su historia, su personalidad y sus propios espectros. Es a ese entorno a donde Miranda Wells (Gene Tierney) lleva luz y donde ella se encuentra con las sombras que habitan en Nicholas van Ryn (Vincent Price), el primo lejano de quien se enamora.


Miranda abandona su vida campestre a cambio de la promesa de felicidad en un nuevo mundo, aunque, en realidad, se trata de uno anclado en el pasado, que se identifica con el personaje de
Price. Sus anhelos difieren —ella mira hacia el futuro y él hacia el pasado—, pero confluyen en ese espacio donde Nicholas pretende inmortalizarse a través de descendientes varones que la naturaleza o la maldición de los Van Ryn le han negado. Mira a su prima lejana y sueña, pero su ilusión se transforma en la pesadilla de la muchacha que lo observa en la distancia, cuando aquel reúne a los habitantes de sus tierras y actúa cual señor feudal. En ese instante, ella no comprende, quizá no pueda porque ya se ha enamorado de una imagen diferente de la del hombre que exige vasallaje a los agricultores. Aun siendo testigo del momento, Miranda es incapaz de ver la imagen que se sienta sobre una especie de trono mientras exige el diezmo a los granjeros que trabajan las tierras, aunque sin derecho a ellas. Para él, son sus siervos medievales. Pero la ubicación no es medieval, sino estadounidense y decimonónica, por lo que choca contemplar a esa reliquia de tiempos remotos en un entorno moderno que pretende liberarse de él. Sin duda, Nicholas es el personaje más logrado del film, uno personaje que anuncia a los que el propio Vicent Price daría vida a las órdenes de Roger Corman, en el ciclo Poe, pero también a obsesivos que irían apareciendo a lo largo de la filmografía de Mankiewicz. Nicholas es la imagen del castillo y de las sombras, un personaje que se encierra durante días en la torre sin que nadie pueda responder por qué o para qué. Desea la inmortalidad que solo sería posible mediante la descendencia de un hijo varón. Esa es su obsesión y su única razón de que Miranda se convierta en su segunda esposa, tras el sospechoso fallecimiento de la primera; fallecimiento que divide El castillo de Dragonwyck en dos mitades, pero en ambas existen los fantasmas y el encierro. <<Qué suerte>>, exclama Miranda cuando le permiten cumplir sus sueño de irse a vivir a Dragonwyck, pero no dice de qué tipo de fortuna se trata. La suya es una que la condenará a amar a alguien que se niega a habitar en el presente, alguien que solo existe en su idealización de Van Ryn, el mismo hombre que, en su delirio final, rompe cualquier lazo con la realidad y expresa su desvarío con un <<eso es. Quitaros el sombrero en presencia de vuestro patrón>>.

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