sábado, 25 de enero de 2020

Emil y los detectives (1931)


El no tener acceso al guion de una película me imposibilita saber qué queda de él en resultado que luce o desluce en la pantalla, más allá de la idea que imagine a partir de lo que sé o creo saber acerca de quien lo firma, que no siempre resulta ser quien lo escribe, sobre todo si pienso en el Hollywood del sistema de estudios. Este no es el caso de Emil y los detectives (Emil und die detektive, 1931), cuyo guion fue firmado y escrito en la Alemania de la República de Weimar por Billie Wilder —que pasaría a la historia del cine como Billy—, que adaptaba la novela de Erich Kästner. Pero ¿qué hay de Wilder en el film de Gerhard Lamprecht? No voy a especular, ni caer en la alabanza fácil, hacia uno de los grandes guionistas y directores que ha parido el celuloide. Lo que me interesa es señalar que hay ironía —son los niños protagonistas quienes ostenta y sustentan el derecho democrático—, aunque no el cinismo ni la ácida ironía del Wilder posterior, y que cuanto observo en la película funciona; desde las interpretaciones hasta el ritmo escogido, pasando por el fondo musical, que obedece a las imágenes y varía según sus necesidades, y el uso de los espacios donde se desarrolla la trama. La narrativa cinematográfica de Lamprecht es ágil e imaginativa. Su puesta en escena, el uso de la cámara (en escenas filmadas en directo), la iluminación —luminosa en los niños, oscura y amenazante en el delincuente— y el montaje priorizan la perspectiva infantil y juvenil, priorizan la diversión y la aventura que, como tal, aboga por el movimiento y encuentra aliados impagables en la naturalidad y desparpajo de los niños y la niña protagonistas, que asumen características propias de su edad y de la adulta, aspectos que quizá encuentren su nexo en el cine y la literatura que consumen. Pero nada de lo expuesto en la pantalla funcionaría sin equilibrio entre situaciones, espacios y personajes, un equilibrio que no descubro en Curvas peligrosas (Mauvaise Graine, 1932), el primer largometraje dirigido por Wilder, y sí existe en este deambular infantil-detectivesco que, por momentos, siento influenciado por las sinfonías urbanas. Aunque dudo sobre si la aventura de Emil (Rolf Wenkhaus) nace de un sueño —de la prolongación del que experimenta en el compartimento del tren y del que no llegaría a despertar— o de la realidad que apuntan las tomas filmadas cual documental sobre Berlín.


Escoja una u otra opción, disfruto de la odisea berlinesa de Emil y los pillos que lo acompañan, también de su presentación en su medio natural, más pausado que el urbano, realizando una de las muchas travesuras que habría compartido con sus dos amigos. Este primer momento, en el que poco después se apunta la precaria situación familiar, y el interés de la cámara por los objetos que introduce en su maleta: una brújula, un tirachinas,... entre otros que definen al protagonista —recurso de presentación que
Wilder llevaría a su máxima expresión al inicio de La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970)—, antes de tomar el tren a la capital alemana, dejan claro que el desafío y las aventuras forman parte del muchacho. La información apunta la personalidad del niño, apunta que no se dejará amedrentar, ni permitirá que le roben los ciento cuarenta marcos que su madre (Käthe Haack) envía a la abuela (Olga Engl). Así, una vez despierta de su pesadilla -que nos llega a través de una sucesión de secuencias a cada cual más alucinada- y descubre que le han robado, Emil se apea en la estación y persigue al ladrón (Fritz Rasp), con quien compartía vagón y de quien, a desgana, aceptó un caramelo que sospechó somnífero. Es su aventura en la gran ciudad, donde los automóviles, el asfalto, los edificios y los peatones se suceden mientras él persigue al hombre hasta el café. Lo vigila a distancia, no quiere ser descubierto. En ese instante, agazapado detrás de un quiosco, solo y sin nada en los bolsillos, aún no sabe cómo actuar, pero no piensa rendirse, ni presentarse ante su abuela sin el dinero que tanto necesita, no por la cantidad en sí, sino por el duro trabajo realizado por su madre para reunirlo. Hasta este instante, Lamprecht ha apuntado varias circunstancias que remiten a la realidad, presentada mediante tomas documentales, pues, a parte de fantasía, Emil y los detectives no olvida la importancia de los espacios reales. El pueblo de Emil, el vagón del tren, las calles berlinesas,... son los de la época, son los escenarios por donde el héroe intenta su victoria, que logrará gracias a su encuentro con Gustav (Hans Schanfub), el muchacho de la bocina. Con él mantendrá sus disputas, por el amor de Pony (Inge Landgut), la prima del protagonista, y gracias a él conocerá a los detectives, el grupo infantil que, en su cooperación y organización, precede a los protagonistas de Clamor de indignación (Hue and Cry; Charles Crichton, 1947). El contacto de los dos niños resulta esclarecedor para mostrar las diferencias entre el campo y la ciudad, y la igualdad entre los pequeños. Gustav mira a Emil, observa su vestuario y le arregla la camisa y la chaqueta. Ahora ya parece un niño de ciudad, no un niño de provincias. La diferencia entre los dos espacios también se observa al comparar la tranquilidad del lugar natal del personaje con el bullicio urbano, pero lo que más llama la atención es la facilidad de los niños para conectar y entenderse, para organizar su aventura y asumirla como un proceso en el que todos intervienen, en el que cualquiera puede expresar su opinión sin censura, en el que unidos se hacen fuertes y logran reducir al criminal.

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