miércoles, 8 de mayo de 2024

El arte tiene prisa


El arte ha cambiado igual que los tiempos, a paso lento en el Medievo, asume ritmo en el Renacimiento y la Edad Moderna y cobrando velocidad en un movimiento acelerado a partir de la Revolución Industrial. Se dispara tras la Gran Guerra y, con la revolución que significó la llegada del plástico, de internet y de la telefonía móvil, el ritmo de cambio es desenfrenado. Lo mismo podría decirse del artista, del aspirante a serlo y del consumidor de arte o de cualquier otro producto. Pero existe algo en el arte de cualquier época que parece no alterarse: el goce estético y el placer sensorial que proporciona o al que aspira quien se acerca a él, ya se trate de arte religioso o profano, efímero o duradero. Mas ese goce estético ha cambiado su sentido. Y el fuego lento que caracterizaba el placer de la contemplación ha dejado su lugar al placer de la inmediatez y de la instantánea, quizá el espejismo o la ilusión de capturar el instante —como si se pudiese detener el tiempo o eternizar el ahora—. Ya nadie quiere recompensa mañana, la quiere ahora, sin que le implique un esfuerzo a cambio. ¿Quién quiere educar sus sentidos y su pensamiento, degustar y saborear, si puede engullir y tragarlo fácil, al momento, en dos bocados? La comida rápida vence, incluso las hamburguesas se han vestido de plato elaborado. Cierto que todavía hay quien goza con el canto gregoriano, con una sinfonía de Beethoven o con un solo de trompeta de Miles Davis, pero forma parte de una minoría, respecto a la mayoría que se decanta por la canción popular, la música pop o los sonidos y voces enlatadas cuyo esplendor se inicia a finales de la década de 1970 y se hace callejero en la década siguiente. ¿Y dónde se encuentra ahora?


El arte vive actual, en su inmediatez, ya no se acepta como una enseñanza moral ni como ventana a la reflexión de sus formas, tal vez ni siquiera pretenda ser una demostración del genio del artista, sino su presunción y su placer. En la evolución o involución del arte, según quien mire, los artistas de ayer se masturbaban sin prisa, a ritmo de “O sole mio”, con variaciones según quién, cuándo y dónde —Miguel Ángel tardó cuatro años en pintar la Sixtina, Picasso pintó el Guernica en treinta y cinco días, Andy Warhol inmortalizó treinta y dos latas de sopa— y los de hoy lo hacen al son de “la cucaracha” o en un popurrí acelerado que proporciona un éxtasis aguado. El arte tiene prisa, vive acelerado y cobra la velocidad de su época, aunque se revele ante ella, vaya a la vanguardia durante un suspiro o crea ser rebelde y contracultural, pero toda contracultura no deja de ser un fenómeno cultural. Tal vez una sensación similar sentirían quienes vivieron los primeros años de la imprenta, de la electricidad o del cine: ¿Qué pensarían? ¿Se preguntarían qué era aquello y qué cambios traía?


“Gutenberg inventando la imprenta”, por Jean-Antoine Laurent


Si bien las formas cambian, la finalidad del arte, al menos una de sus finalidades, parece inmutable. Me refiero a la lúdica, también terapéutica, pues en casos sirve de vía de escape que conduce a un placer efímero que se prolonga porque, una y otra vez, se regresa a él. Su acceso ha dejado de ser restringido. Siglos atrás solo una élite tenía acceso al arte, de ahí que fuese elitista; ahora es global, o tiende a serlo, e inmediato. Se prolonga en la cotidianidad. Prometen llevártelo a casa e incluso cumplen tal promesa llevándotelo a través de pantallas menguantes y crecientes en las que igual te pueden mostrar un cuadro de Monet como una escultura de Donatello, así como un videojuego, una serie televisiva o una danza callejera. Estos últimos, así como la mayoría del arte actual, es un arte directo, que quiere ser familiar y poco exigente con su consumidor. Es llamativo, a veces en consciente exceso, pues apela, necesita y quiere dar cabida al máximo número de consumidores. ¿Pero este arte reta a la sensibilidad y al espíritu crítico? ¿Los despierta? ¿Obedece a la creatividad de los artistas o estos han pasado a ser creadores de contenido? Es un tema complejo, que el tiempo se encargará de ir aclarando; pero en este momento me pregunto ¿quién no podría tararear el tema central de una película hollywoodiense o una canción con la que adornen la publicidad de un producto de consumo? Hay preguntas sin repuestas, pero estas se obtiene sin excesivo esfuerzo intelectual. Pensando en cine actual, el tipo de películas que triunfa no busca transcender, sino entretener y generar beneficios económicos, y en esta doble finalidad no difiere de la perseguida por el cine de hace un siglo. Y no lo hace porque el cine siempre ha sido un arte del hoy, abierto a las novedades tecnológicas. Puesto que nació en un mundo industrial y en extremo cambiante, ya no tuvo que acostumbrarse; formaba parte. ¿Y qué sucede en literatura, teatro o música, que llevan a sus espaldas más años que el cinematógrafo, la televisión o el cómic, y vivieron sus respectivas juventudes en mayor pausa? Los tiempos cambian y el arte lo hace a la par de las prisas de cada época. Y en todas ellas aparece. Sigue ahí, y continuará deleitando y cabreando, pero hay que saber buscarlo, pues, quizá, no todo lo que se dice arte lo sea. ¿Cómo reconocerlo? Apelando al espíritu artístico, que suele ser exigente, sensitivo y reflexivo; pero lo cierto es que tenemos que educarlo para tener un mejor y mayor acceso al arte de ayer, de hoy y de mañana, pero puede que donde hoy buscamos, más que arte, encontremos su sombra o un negocio de repetición y ruidos que quizá oculten el vacío que hay delante y detrás…



martes, 7 de mayo de 2024

Spencer Tracy, la estrella para la gente

Una de las habilidades del Hollywood clásico fue la de crear personajes y no solo en el pantalla. Sus publicistas conocían la tendencia popular de idolatrar mitos y la aprovechaban, puesto que el público confundía (y parecía deseoso de hacerlo) la imagen proyectada con la realidad escondida. Los estudios no querían hombres y mujeres, querían productos atractivos que vender y, para ello, se decantaron por potenciar estereotipos que contentasen la exigencia y avivasen el deseo de destinatarios que comprendieron estándar. En la pantalla, asomaba el tipo peligroso y el simpático, el villano y la mujer fatal, la joven inmaculada y la “vamp”, el héroe honesto, el aventurero optimista, la chica del gánster, la madre abnegada, la díscola de buen corazón y tantos más cuya idea y brillo saltaban fuera de la ficción y se proyectaban en la persona que se encontraba bajo la sombra. Así, en la parte visible, cuando alguien veía a Mary Pickford, veía la inocencia; o cuando contemplaba a Fairbanks encontraba el rostro de la aventura; similar sería mirar a Theda Bara y pensar en la vampiresa o a Chaplin y descubrir a su vagabundo, la imagen de la sensibilidad y el humanismo del solitario rebelde y marginal… Otra cuestión sería si sus identidades privadas correspondían a las proyectadas en las públicas. Parece imposible que lo fuesen, pero la industria del entretenimiento cinematográfico y el deseo humano lograban confundir realidad y ficción fuera de las salas, confusión que redundaba en beneficio del negocio y, desde una perspectiva mitómana, del propio público, que siempre veía al personaje que admiraba. Es decir, Hollywood apelaba al deseo fuera y dentro de la pantalla y ofrecía su imagen, la cual, en ocasiones, trascendía porque había algo más en quien la representaba. Este era el caso de Spencer Tracy, una estrella, sí, pero también algo más…

Los jefes de los estudios sabían que el negocio no concluía con la proyección de tal o cual film, sino que seguía sin fin o, al menos, mientras el producto fuese vendible y rentable. Los ejecutivos también sabían que había actores y actrices que solo redundarían beneficios durante un periodo efímero y otros durante toda su carrera. A este último grupo de elegidos pertenece Spencer Tracy, el icono que simboliza la honestidad del héroe cercano, de confianza, a quien se le daría la razón o se le confiaría un secreto, la bolsa o la vida. El actor asumió como ningún otro, quizá salvo James Stewart, el reflejo de la honestidad y la integridad. Su rostro, igual que el de Stewart, inspiraba confianza y equilibrio, al tiempo que generaba la sensación de que algo más existía detrás, llámenle alma o conciencia. Aparte de representar, Tracy hizo creíble a la mayoría de sus personajes, pero, cuando tuvo que dar vida al desequilibrio Jekyll/Hyde el resultado no fue del todo satisfactorio, aunque hoy, gracias al mito, incluso El extraño caso del Doctor Jekyll (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Victor Fleming, 1941), que en su momento resultó un fracaso, es recordada por la presencia del actor (y también por la de Ingrid Bergman). El Tracy que permanece en la iconografía cinematográfica es, como cualquier otro mito, diferente a la persona que latía tras la máscara. El que recordamos es la estrella de la MGM —estudio en el que permaneció hasta 1954—, el que aceptó jugar a ser otros, no el hombre cuyo genio, recordaba Minnelli, <<lo había adquirido a enorme precio, y desgraciadamente sin la compensación de una madura serenidad en sus últimos años. Su sentido irlandés del destino y la fatalidad estaba profundamente anclado en él.>>. Como cualquier persona, Tracy tenía claroscuros, quizá más sombras que luces, pero también esos tonos grises singularizan sin necesidad de recurrir a artificios. Tracy odiaba los ensayos, no prestaba demasiada atención al guion ni a las indicaciones del director. Prefería una sola toma e interpretaba sin parecer hacerlo. Como actor ofrece tono de naturalidad a sus personajes. La mayoría de sus papeles son, dicho mal y rápido, entre mundanos y el ideal de la persona íntegra, del hombre de familia, del que llega temprano a casa; incluso en las aventuras como El explorador perdido (Stanley and Livingstone, Henry King, 1940) y Paso al noroeste (Northwest Passage, King Vidor, 1940) no es aventurero, es el tipo cercano y cumplidor.

Tracy protagonizó una de las carreras cinematográficas más exitosas del Hollywood dorado; repleta de éxitos, de personajes y de títulos memorables, pues son los que permanecen en la memoria del cine. Katharine Hepburn, que trabajó con el actor en nueve ocasiones, elogiaba las cualidades y calidades de quien también fue su atormentada pareja durante años, desde La mujer del año (Woman of the Year, George Stevens, 1942) hasta el fallecimiento del actor. En su autobiografía, afirma que <<Spencer Tracy es una estrella de verdadera calidad. Es la estrella para un actor; la estrella para la gente. Su calidad es clara y directa. Haces una pregunta y obtienes una respuesta. Sin pausa, sin ideas retorcidas; una respuesta simple. Habla. Escucha. No es muy conversador; tampoco demasiado emotivo. Es sencillo y totalmente honesto. Te hace creer en lo que dice>>. Una admiración similar por el talento del actor la sentía George Cukor, el director que más veces lo dirigió, si es que alguien podía dirigir a Tracy, quien asumió su primer protagonismo en Río arriba (Up the River 1930). Lo hizo acompañado de otro primerizo, Humphrey Bogart, y de la mano de John Ford, con quien compartía raíces irlandesas. <<La hicimos en dos semanas; era la primera película de Tracy y Bogart, y estuvieron estupendos; entraron inmediatamente como superclases>>, le comentaba el magistral cineasta a Peter Bogdanovich. Años después, Ford volvería a contar con el actor en El último hurra (The Last Hurrah, 1958). <<Tracy era un tío maravilloso para trabajar con él>>, aunque, quizá, no todos los directores opinasen lo mismo de la estrella que el genio de Centauros del desierto (The Searchers, 1956). Tracy era un fuera de serie, pero, en ciertos aspectos personales, era un hombre atormentado, con problemas de alcoholismo y esta adicción marcaría parte de su historia. Cuando Ford y Tracy se volvieron a encontrar, ambos eran leyendas vivas del cine; eran más que un director respetado y admirado y una gran estrella. Eran dos instituciones hollywoodienses. Durante años, el actor fue la estrella masculina de MGM, estatus que compartía con Clark Gable. <<Los deseos de Tracy eran prácticamente órdenes para la MGM>>, recordaba Frank Capra, quien le dirigió en El estado de la Unión (State of the Union, 1948). Gable y Tracy trabajaron juntos en San Francisco (W. S. Van Dyke, 1935), Piloto de pruebas (Test Pilot, Victor Fleming, 1938) y Fruto dorado (Boom Town, Jack Conway, 1940), pero, a diferencia, de Gable, que siempre parecía dar vida a la imagen de Gable, modelo de masculinidad y sexualidad, Tracy asumía el rol que representa entrega, honradez, valores,… Dicho de otro modo: Gable era viento salvaje y Tracy el calor del hogar que ofrece cobijo y calidez humana.

Sus personajes eran sencillos, entendibles para el gran público, que veía en él la imagen de la honestidad, la de alguien a quien dejar entrar en casa. Era un duro, leal, de quien sabes que no te dejará tirado. Era el padre Flanagan de Forja de hombres (Boys Town, Norman Taurog, 1938), el periodista de La mujer del año, que fue su primera película con Katherine Hepburn, el pescador portugués de Capitanes intrépidos (Captains Courageous, Victor Fleming, 1937), El padre de la novia (Father of the Bride, Vincente Minnelli, 1950) o el juez de Vencedores o vencidos (Judgment at Nuremberg, Stanley Kramer, 1961) y tantos otros personajes que denotan su cercanía, aunque en determinadas películas sufriese variaciones que lo apartasen del estereotipo. Dos ejemplos logrados son Poder y gloria (The Power and the Glory, 1935) y Furia (Fury, Fritz Lang, 1936), en las que empujado por la ambición y la injusticia, respectivamente, el hombre inicialmente bueno entra en conflicto con el rostro que va asomando a medida de las circunstancias. Pero la MGM, igual que el resto de los estudios cinematográficos, decidían el papel y qué película convenía a sus actores y actrices. Sabían crear la imagen y venderla, pero algunos como Gable o Tracy llevaban su imagen a un nivel inimitable, así que se les consentía y protegía. Eran el mayor reclamo de ventas del estudio y, por tanto, la principal fuente masculina de ingresos. Hollywood no solo producía y vendía películas, creaba y vendía estrellas; y Tracy era una de las que más iluminaba en la pantalla y su brillo todavía resplandece en los títulos nombrados y en otros como Fueros humanos (Man’s Castle, Frank Borzage, 1933), La costilla de Adán (Adam’s Rib, George Cukor, 1948) o Conspiración de silencio (Bad Day at Black Rock, John Sturges, 1955)…



lunes, 6 de mayo de 2024

Rupture (1961)

La primera película del dibujante, cómico y payaso Pierre Étaix en la dirección también fue su primera colaboración con el debutante Jean-Claude Carrière, quien sería su guionista habitual desde Rupture (1961) hasta su último largometraje como director. Con anterioridad, Étaix había formado parte del reparto de Pickpocket (Robert Bresson, 1959), pero no fue Bresson el cineasta que influyó en su cine. Las influencias del cómico se encuentran en el circo, en la mímica, en su colaboración con Jacques Tati, de quien fue ayudante en la magistral Mi tío (Mon Oncle, 1958), y seguro en el cine cómico mudo estadounidense, aquel en el que destacaban los Chaplin, Keaton, Laurel y Hardy… Como el de estos grandes de la pantalla, el cine de Étaix se basa en el gag visual; el suyo también en los sonidos, como corrobora este primer cortometraje que, por momentos, deslumbra por su inventiva, su humor y las formas con las que comunica más allá de la inexpresividad del rostro y de la imagen aparente; pues, en sus películas, aparte de la reacción que lleva a la risa, Étaix da cabida a la tristeza y la soledad, como las que siguen al abandono, y a un punto de ruptura con cotidianidad que escapa a la monotonía. De ahí, quizá, que su primer film, Rupture, ya indique en su título una de las intenciones de este cineasta que va por libre desde su primer paso en la dirección...

Étaix asume desde el principio una mirada entre surrealista y payasa para ofrecer una visión atípica, divertida, creativa que, aún hoy, dudo que haya sido valorada en una medida que corresponda a su arte cómico-cinematográfico, pues la suya, igual que la de Chaplin, Keaton, Tati,…, es una forma de comedia única y reconocible que obedece a la creatividad y sensibilidad de su autor. Rupture se abre en las calles de París, donde Étaix prácticamente corre por la acera y entre vehículos. Se trata de un inicio en movimiento que choca con la pausa física de las siguientes secuencias, las cuales se desarrollan en la habitación donde el personaje lee la carta enviada por la mujer de la foto, que le informa que rompe con él. Desde ese instante, de sorpresa, impotencia, desilusión, tristeza, Étaix intenta reaccionar ante el imprevisto que le hiere y rompe su cotidianidad. Quiere escribirle una respuesta, pero sin éxito y con un gran despliegue de humor que vela intencionadamente el mal trago por el que pasa el abandonado. Son pequeñas acciones que aumentan la desesperación del protagonista, quien, en su intención de escribir la carta, desvela una torpeza que recuerda a la que años después caracterizaría a Mister Bean, personaje que bien podría estar influenciado por la inventiva y el humor de este excepcional clown y gagman francés…



sábado, 4 de mayo de 2024

Los hermanos Warner en la costa Oeste

Los hermanos más populares e hilarantes de Hollywood fueron los Marx, pero hubo más hermanos que conquistaron la industria del cine. Por ejemplo, en los despachos, Myron y David Selznick, los Schenck, Joseph y Nicholas, o los Warner, que llegaron a lo más alto del tinglado sin actuar en la pantalla, haciéndolo en la sombra —Harry apenas se dejaba ver por el estudio, dedicado a los aspectos financieros de la empresa— y, cuando la ocasión lo requería, en público, sobre todo Jack, el menor de los cuatro. Hubo quien lo veía como un payaso, pues tendía al histrionismo, y un reaccionario, pero junto a sus hermanos fue un emprendedor y un empresario fundamental en el negocio cinematográfico. Aparte de familia, los Warner eran hombres de cine y buscavidas que habían empezado con nada y llegaron a ser los creadores de una marca que, aunque haya perdido su esplendor y significado —la Warner actual, salvo el nombre y la WB del logo, nada tiene que ver con la del pasado—, aún hoy sigue dando productos cinematográficos y alguna que otra buena película. A ellos se les atribuye el desarrollo del sonido en el cine, siendo los magnates que apostaron por el sonoro, pues habían visto en el sonido la posibilidad de mejorar su situación económica, la cual, por aquellos años veinte del pasado siglo, no era excesivamente boyante, si se compara con la de otros gigantes de la industria. Realizadas por Alan Crosland, Don Juan (1926) y El cantor de Jazz (The Jazz Singer, 1927), sobre todo esta última, revolucionaron el mundo del cine con la introducción de efectos sonoros. Don Juan pasaría a la historia como el primer film con banda musical sonora, gracias al desarrollo del sistema Vitaphone, y la voz de los personajes se oye en El cantor de Jazz, que se considera el primer largometraje en el que se escuchan diálogos. “El cine habla”, se dijo entonces. Ya no había vuelta atrás, aunque sí hubo quienes se mostraron escépticos e incluso quienes inicialmente rechazaron de plano el nuevo adelanto que permitía escuchar a los personajes. Era la muerte del cine tal y como se conocía hasta entonces, pero algo nacía de aquel principio del fin para el medio visual. Era el alumbramiento del audiovisual y la Warner se posicionaba entre las grandes de la industria; poco después también sería uno de los estudios más interesantes y modernos, en temáticas y formas, en sus propuestas sociales y gansteriles, aunque esto quizá se debiese más a Darryl F. Zanuck que a los hermanos. Como jefe de producción, Zanuck fue fundamental en el estilo que adquirió el estudio entre finales de la década de 1920 e inicios de la siguiente; más adelante, Hal B. Wallis tomaba el relevo y confirmaba con sus producciones el buen ojo de la Warner para escoger a ejecutivos con instinto comercial y cinematográfico…

Los Warner pioneros cinematográficos eran Harry (1881-1958) —hay fuentes que, como Clive Hirschhorn en su libro sobre el estudio, sitúan el año de nacimiento de Harry en 1879–, Albert (1884-1967), Sam (1888-1937) y Jack (1892-1981), miembros de una familia de emigrantes judío-polacos, aunque ellos, salvo Harry, nacieron en Norteamérica. Jack vio la luz en Canadá en 1892, siendo el menor de los hermanos que en 1919 fundaron su estudio en Burbank, California. De los cuatro, también sería quién viviría el apogeo y fin del Hollywood que construyeron junto a otros magnates como William Fox, Adolph Zukor, Marcus Loew, Jessie Lasky o Samuel Goldwyn. Albert y Sam habían nacido en Baltimore y este último fue quien apostó con mayor entusiasmo por el cine sonoro. Creían en su éxito y su apuesta resultó ganadora; pero él no pudo saber cuánto, pues fallecía el mismo año del estreno de la revolucionaria y anodina El cantor de Jazz. En 1904, Harry y Albert compraron un proyector de cine y se dedicaron a la exhibición ambulante. Era una época propicia para ello; pero, como cualquier negocio ambulante, conllevaba sus riesgos. Pero la cosa funcionó y en 1918 comenzaron a producir sus propias películas. My Four Years in Germany (William Nigh, 1918) fue la primera de muchas. Siete años después, la compañía Warner Brothers se hizo con la moribunda Vitagraph, que había sido una de las dos gigantes de la primera época, la otra fue la Biograph. La empresa crecía, pero estaba lejos de obtener los beneficios de Paramount y de la recién nacida MGM, que por entonces arrasaba comercialmente con El gran desfile (The Big Parade, King Vidor, 1925). Fue su asociación con Western Electric la que auparía a Warner al primer nivel, pues la empresa fue fundamental en el desarrollo del sonoro. Dicha unión dio como primer fruto Don Juan, en la que los efectos sonoros llamaron la atención y abrían el camino a logros mayores y a una nueva Warner, la que ya en la década de 1930 tendría en nómina a los icónicos James Cagney, Edward G. Robinson, Bette Davis, Paul Muni, George Raft, Ida Lupino, Humphrey Bogart, Claude Rains, Olivia de Havilland o Errol Fynn; aunque, durante los treinta y cuarenta, era la MGM la factoría que presumía de tener más estrellas que el firmamento…



viernes, 3 de mayo de 2024

Viaje a Marte (1918)

En la década de 1910 el cine danés vivió su apogeo, en buena medida gracias a la Nordisk Film, la productora fundada por Ole Olsen y Arnold Richard Nielsen en 1906. Como tantos otros pioneros, Olsen se había dedicado primero a la exhibición de películas y solo cuando vio la necesidad de llenar las pantallas con producción propia, para satisfacer la alta demanda, se decidió a rodar sus films y producir los de otros. Su compañía cinematográfica llegó a contar con cerca de dos mil empleados, entre ellos la popular Asta Nielsen, una de las más grandes estrellas internacionales de la época, Viggo Larsen, Forest Holger-Madsen y Carl Theodor Dreyer. Contaba, asimismo, con distribución internacional y con filiales en el extranjero, en países como Alemania y Estados Unidos. Era una gigante del entretenimiento que en Europa competía con Pathé, pero, hacia 1918, año en el que concluye la Gran Guerra, la nueva realidad —Hollywood se impone definitivamente y el cine alemán se industrializa y la UFA adquiere la filial alemana de la Nordisk— precipita la recesión de la empresa. Ese mismo año, Olsen produjo y colaboró en la escritura de Viaje a Marte (Himmelskibet, 1918), entretenimiento inspirado en la novela de Sophus Michaëlis, quien también trabajó en el guion, y que Forest Holger-Madsen rodó sin ciencia y sí con mucha ficción.

Esta aventura marciana supuso uno de los primeros acercamientos cinematográficos al planeta rojo y confirmaba que el cine también miraba hacia el espacio, al que venía prestando su atención desde prácticamente los orígenes del espectáculo. Lo hizo Georges Méliès en su popular y seminal Viaje a la Luna (Le Voyage dans la Lune, 1902), película que se considera el primer salto planetario, aunque el destino sea un satélite con rostro en el que se estampa el cohete de los exploradores espaciales. En Viaje a Marte, que representa la infancia e inocencia del género, la ciencia-ficción cinematográfica da un paso más, aunque mínimo desde una perspectiva científica, pues, como sucede en el film de Méliès, en el de Holger-Madsen predomina la fantasía, quizá para el público actual inexistente. Pero, al contrario que Viaje a la Luna, la propuesta del danés fue un fracaso comercial. Su narrativa carece del brío, la emoción y la agilidad que se le supone y exige a la aventura para atrapar a su público en un estado de complicidad y diversión que no se descubre en la exploración de Holger-Madsen, quien inicia su expedición marciana en la Tierra, presentando a los terrícolas que brindan por la paz antes de construir la nave y de viajar en ella a un planeta que es la imagen del que despegan. En el planeta rojo descubren una civilización compuesta por hombres y mujeres que, en su apariencia, son el vivo reflejo de las caricaturas terrestres que asoman por la pantalla. Y, como los terrícolas, los marcianos tienen una clase dirigente y privilegiada, líderes políticos y religiosos, que guían al resto. Pero la suya difiere de la sociedad terrestre, ya que la marciana es pacifista: <<en Marte todo es puro e inocente, pero en la Tierra…>>, indica un rótulo explicativo antes mostrar algunas de las “diversiones” terrestres inexistentes en suelo marciano; lo que apunta la intención de los responsables del film de confrontar la pacifica e idílica civilización marciana, cuya sosa y estereotipada idea del amor fraternal y universal parece fruto de una secta que busca proyección intergaláctica, con la belicosa y visceral mentalidad terrestre de 1918, cuando la guerra todavía era una realidad del planeta azul…



jueves, 2 de mayo de 2024

El secreto de Convict Lake (1951)

La historia filmada por Michael Gordon, quien poco después de rodar El secreto de Convict Lake (The Secret of Convict Lake, 1951) sería represaliado al negarse a testificar ante el comité de Actividades Antiestadounidenses, se desarrolla en 1871 y se inicia en las montañas que separan Nevada de California con la explicación de la fuga masiva del correccional de Carson City. Pero solo se observan unos pocos hombres en la distancia. ¿Dónde está el resto? La voz del narrador cuenta que, de los veintinueve, solo seis logran dejar atrás a sus perseguidores. De los prófugos, uno muere congelado antes de que sus compañeros abandonen las montañas nevadas que, por peligrosas, convencen a los representantes de la Ley para regresar. Creen que los evadidos no podrán sobrevivir y temen adentrarse por un paraje que comprenden sin retorno. En todo caso, la trama de El secreto de Convict Lake no presta atención a los perseguidores, sino a los perseguidos y a siete mujeres a quienes el film atrapa en el lago Monte Diablo, a donde los cinco supervivientes llegan tras superar el paso de la montaña. Allí, la atmósfera se ennegrece y su negrura se convierte en parte fundamental del film, que, en su mezcla de géneros, se viste de western, dinero y venganza son dos motores genéricos en el cine del oeste, y se adorna con pinceladas de cine negro y de suspense, alcanzando un tono que se adecua a lo realizado hasta entonces por Gordon, cuya obra previa se decantaba por el film noirLa araña (The Web, 1947) y Vive hoy para mañana (An Act of Murder, 1948) son dos atractivos ejemplos.…

Los delincuentes y las mujeres se ven obligados a compartir ese espacio acotado, por la naturaleza y por la psicología de los personajes, hasta que la tormenta cese y la calma abra el camino para que los primeros alcancen la libertad. Pero nada es tan sencillo, ni resulta ser lo que aparenta, puesto que no están allí por casualidad; al menos Jim (Glenn Ford), el fugado que busca al hombre que le acusó falsamente. Las piezas están sobre el tablero. Hay conflicto y sospechas entre los fugitivos y, por supuesto, entre estos y las mujeres. Gordon, en su primer western, con la ayuda de la ubicación geográfica, de la fotografía en blanco y negro de Leo Tover, del fondo musical de Sol Kaplan y de las condiciones meteorológicas, logra enrarecer el ambiente y, por momentos, crear una atmósfera malsana. Aísla el lugar, que no logra resultar del todo claustrofóbico y amenazador, pues el misterio y la tensión disminuyen al darse a conocer las naturalezas de los distintos personajes. Principalmente, lo que prevalece e interesa son el romance, la relación entre opuestos y la idea de que, tarde o temprano, el conflicto estallará y dará paso a la violencia. En la ubicación aislada y en parte del planteamiento de Gordon noto cierto paralelismo con el desarrollado por William A. Wellman en la magnífica Cielo Amarillo (Yellow Sky, 1948), pero, más allá de situar la acción en un espacio reducido y en la constante amenaza entre los antagonistas, las similitudes desaparecen. Son dos películas que difieren, Wellman apuesta por hacer de su poblado fantasma un personaje más de la psicología y la tensión de la película, mientras que Gordon entra en un territorio menos espectral, más carnal y terrenal. En su conjunto, y gracias a la presencia de Ethel Barrymore, Gene Tierney, Ann Dvorak, así como el antagonismo entre Glenn Ford y Zachary Scott, El secreto de Convict Lake funciona sin pretender ser más de lo que es: una propuesta que transita veloz y superficial por un espacio que, oscuro, frío, acotado, juega a favor de la amenaza y de la atracción que prevalecen en su apenas hora y veinte minutos de duración.



miércoles, 1 de mayo de 2024

Érase un tonto/La vampira (1915)


Basada en el poema de Rudyard Kipling The Vampire, Érase un tonto/La vampira (A Fool There Was, Frank Powell, 1915) provocó las airadas protestas de las conciencias puritanas estadounidenses, así como propició un gran éxito comercial al productor William Fox; pero, sobre todo, a este le confirmaba que había encontrado a su gran estrella: Theda Bara. La actriz había bordado el papel de mujer fatal. En la pantalla, ella toma cuanto desea de sus víctimas masculinas, que se rinden ante sus encantos. Los maneja a su antojo. Es ambiciosa, seductora y no duda en retar e invitar con un <<bésame, mi tonto>>, pero se muestra incapaz de compasión y dudo que de sentir pasión. Ardiente, pero fría, no comprende el dolor que provoca o, en todo caso, le importa un comino. Se divierte y ríe ante la desesperación de sus víctimas, a las que no chupa la sangre, sino que las esclaviza generándoles deseo y convirtiéndoles en sus marionetas. Les arruina la vida. Les conduce a la miseria e incluso a la muerte. Pero ¿es ella culpable de ser como es? ¿Acaso decide por ellos? ¿Cuáles son sus motivos? ¿Los tiene? ¿Los necesita? Nunca antes Hollywood había osado tratar un tema y un personaje de tal manera; impactó y, del choque, surgió el mito de la vampiresa cinematográfica que movilizó en su contra a los guardianes de la moral. La leyenda cuenta que provenía de las tórridas arenas del desierto norteafricano, aunque la realidad era más prosaica y menos exótica. Su verdadero nombre era Theodosia Burr Goodman, natural de Avondale, Ohio, pero la publicidad, el engaño y el cine hicieron posible su nueva historia y su imagen “vamp”. Todo empezó un año antes de que Frank Powell dirigiese Érase un tonto/La vampira, cuando contaba con ella para el reparto de The Stain (1914). Era el primer papel cinematográfico de la actriz. En los créditos, asomaba una tal Theodosia Goodman, que no era cabeza de cartel y quizá nadie se fijase en ella. Quizá, pero no importaba. Llegaría su día y, cuando este llegase, iba a ser ardiente y sonado…

El propio Powell la dirigió en la segunda película en la que participaba, mas entonces, los iluminados del departamento de publicidad de la Fox, a Theodosia le acortaron el nombre. Lo encontraron en el original, pues solo había que acortarlo y hacerlo menos imperial y más pegadizo. —¡Theda! —exclamó alguien de los presentes. —¡Suena fabuloso! —aplaudieron antes de que el apellido Goodman dejase su lugar a Bara. Así, a los treinta años de edad, nacía Theda Bara, icono del cine mudo. En Érase un tonto, asumía el protagonismo y era el centro de las miradas; el cuerpo de la seducción, del deseo sexual y del peligro. Con Theda Bara nacía la imagen de vampiresa cinematográfica y también la de sus víctimas: hombres a quienes roba la voluntad y convierte en objetos, aprovechando que ellos ven en ella su propio objeto de deseo. Su radio de acción se sitúa en ambientes lujosos, en fiestas o en la primera clase del barco donde se produce su encuentro con el marido, abogado, hombre de estado y padre de una niña a quien seduce tras acabar con su anterior amante. Ese a quien anima y empuja a la desesperación con su ya mítico <<bésame, mi tonto>> que asoma escrito en uno de los rótulos del film. Tal imagen, ajena a la Theodosia real, impactó y le dio fama. La convirtió en una de las grandes estrellas del periodo. Había nacido una estrella y la vampírica competidora para la angelical e ingenua Mary (Pickford), por entonces la preferida del gran publico. Bara era otra cosa, era <<la vampiresa más grande de todos los tiempos>>, según Raoul Walsh, que la dirigió en Carmen (1915) y en The Serpent (1916). El cineasta también apuntó en sus memorias que <<en toda mi carrera jamás me encontré con nadie tan tolerante>>. Lo dijo alguien cuya carrera cinematográfica en activo abarca desde los orígenes de Hollywood hasta 1964, medio siglo durante el cual rodó ciento cuarenta películas. La filmografía de Theda Bara es menos extensa que la de Walsh y solo abarca el periodo mudo. Está compuesta por cuarenta y dos títulos rodados entre 1914 y 1926, la mayoría perdidos, pero Érase un tonto/La vampira se conserva y puede que por ello, amén del impacto que significó en su momento, sea de los más recordados…



Nacido en Gaza (2014)

Este documental <<se rodó durante la ofensiva de Israel a la franja de Gaza en 2014>>, advierte el rótulo que se sobreimpresiona al inicio de Nacido en Gaza (Hernán Zin, 2014), <<ofensiva que dejó 506 niños muertos y 3598 heridos>>, apunta el siguiente. <<A ellos está dedicado>> este documental en el que los protagonistas son niñas y niños, a quienes descubrimos como supervivientes condenados a no tener niñez, al menos la que se da por sentada en los paraísos terrenales donde los más pequeños no sufren situaciones como las que Mohamed, Udai, Mahmud, Sondos, Malak… recuerdan y comentan. Son los guías, los huérfanos, los heridos, las víctimas, las voces, las historias del recorrido que el reportero Hernán Zin hace por Gaza o quizá la verdadera guía sea su cámara. Se acerca a los rostros infantiles. Quiere romper las distancias y que hablen, quiere que interpretemos lo que ella ve y escucha. Y, a través de ella, tenemos acceso a un espacio humano herido, que se desangra, y a la panorámica de la destrucción: edificios derruidos, escombros, desesperanza, desamparo, restos de metralla... Esa cámara son los ojos, los oídos y la mente del reportero, que usa (y creo abusa) del ralentí para intentar detener el tiempo y enfatizar lo que ya de por sí es expresivo. Nacido en Gaza aborda el conflicto palestino-israelí desde la mirada de un cineasta que busca en distintas voces de la infancia la posibilidad de ofrecer el retrato coral y humano de una situación, ya no solo la infantil, sino la de una tierra en destrucción y en la desesperanza; humano en el sentido de que lo hace, o lo intenta, alejándose de la velocidad e inmediatez exigida por los diez o veinte segundos en los informativos y otros programas que no se detienen en las voces humanas, en los quiénes ni en los porqué…



martes, 30 de abril de 2024

Permanezca en sintonía (1992)

Partir de una idea atractiva no implica que se llegue a buen puerto. Por la travesía, entre el ideal y el mundo sensible, el abstracto se transforma y cobra la forma que percibimos y que quizá nos haga pensar que nada en la realidad física es su idea, aunque la forma la contenga. La idea existe en el pensamiento, que es el espacio donde la abstracción y la ensoñación son posibles. Fuera de ahí no podemos idearlas (que sería algo así como ver la idea). Permanezca en sintonía (Stay Tuned, Peter Hyams, 1992) no es un sueño, ni la idea de una pesadilla, la de vivir en la televisión tras ser engullido por ella, es física; en cuanto que se puede ver y oír. La idea propuesta en la película no es nueva, incluso hay antecedentes cinematográficos como La rosa púrpura de El Cairo (Purple Rose of Cairo, Woody Allen, 1985) en la que los personajes entran y salen de la película que la protagonista ve a diario para soñar con el amor y escapar de su realidad hiriente. Ella encuentra en la pantalla una vía de escape para su dolor y tedio, pues su pensamiento idealiza el espacio cinematográfico que observa, y se adentra en la ficción cinematográfica para huir de su vida cotidiana. La pareja protagonista de Permanezca en sintonía experimenta un viaje similar, aunque a los programas de televisión, pero no por deseo propio. Peter Hyams introduce a sus personajes en una realidad televisiva engañados por Spike (Jeffrey Jones), Mefistófeles catódico que, en lugar de ofrecer juventud a cambio del alma, ofrece una pantalla gigante y 666 canales de entretenimiento.

El humano amenazado y atrapado en su creación, sea un programa televisivo o una máquina, no es novedad en el cine. Mismamente, Chaplin se dejó engullir por otra máquina en Tiempos modernos (Modern Times, 1936), aunque no se trataba de un televisor ni de una antena parabólica, pues, por aquella época, la tele por satélite o por cable todavía era una posibilidad futura y no una amenaza para el individuo. ¿Qué película habría hecho sobre la realidad actual alguien como Chaplin? Sospecho que Ninguna, pues Chaplin era un mundo ideal y cinematográfico aparte ya en su propia época, pues era la sensibilidad artística del cómico frente a su época. Alguien como él no podría darse, ni tendría cabida, en el cine de Hollywood actual ni de finales del siglo XX. Por contra, sí habría espacio para cineastas como Hyams, que asume labores de director de fotografía en muchas de sus películas, a quien no le mueve una idea humanista ni crítica, sino evasiva. Había mostrado su mejor cara en Atmósfera cero (Outland, 1981), revisión en clave de ciencia-ficción del western Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952), pero en Permanezca en sintonía no da con la tecla que le permita mantener el tipo durante todo el metraje. 

Lejos de cualquier posibilidad crítica hacia la televisión (y sus  productos de consumo) y de riesgo formal, pues su intención no es crítica ni sus formas pretende más que servir a la evasión propuesta, Permanezca en sintonía es la aventura catódica de Roy (John Ritter) y Helen Knable (Pam Dawber), un matrimonio de clase media que, distanciado en la realidad, vive su reconciliación amorosa en un infierno de programas televisivos y demoniacos creados a imagen y sátira de los emitidos en la programación que han hecho de Roy un adicto televisivo con lo que tal adicción supone: pérdida de contacto con la realidad de su entorno y aislamiento. Ya no muestra interés por lo que Helen tenga que decir, ni tampoco parece sentir atracción por ella; ni sus hijos parecen ser visibles. Solo le importa lo que asoma en la pequeña pantalla: anuncios, concursos, deportes, películas clásicas...

La originalidad del film concluye en su idea. En su puesta en escena, plantea una sucesión de escenas que son burlas y bromas, más bien se trata de guiños a la propia televisión y al cine. Repite patrones ya vistos y, aunque logre entretener en determinados momentos, sobre todo a quienes reconozcan en las emisiones diabólicas las televisivas mundanas, nada tiene del encanto que sí desprenden films como El moderno Sherlock Holmes (Sherlock, Jr., Buster Keaton, 1924), La rosa púrpura del Cairo o ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, Robert Zemeckis, 1988), en las que los personajes salen a la realidad o entran en la ficción cinematográfica. Hay más películas con la tele como amenaza. En Poltergeist (Tobe Hopper, 1982) el televisor es una de las ventanas por donde asoma el peligro; algo similar sucede en las producciones de serie B o Z TerrorVision (Ted Nicolau, 1986) y La muerte viaja en video (The Video Dead, Robert Scott, 1987), pero también son productos de entretenimiento y evasión, tal como sucede en Permanezca en sintonía, cuya amenaza es esa oferta televisiva por satélite que se emite desde el infierno y que provoca que el matrimonio protagonice una serie de programas que remiten a los reales. El ser humano atrapado dentro y fuera de la emisión no es nuevo en el cine —ni el tema o la sospecha de vivir atrapado lo es en el pensamiento humano, el cual, ya se por sí, vive encerrado en sus limitaciones—. Con anterioridad, la televisión había atrapado cuerpos y mentes en la magistral Network (Sidney Lumet, 1977) y en La muerte en directo (La mort en direct, Bertrand Tavernier, 1980), pero estas ya son otra historia, más complejas y reflexivas, más cercanas a El show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998), que daba su paso en una dirección crítica, en cierto modo aunando la lúcida y descarnada mirada de Lumet y el intimismo de Tavernier, sobre la capacidad de manipulación de los medios, la cual no asoma en el film de Hyams. Con lo dicho, supongo que sobra preguntar ¿qué película rodaría un Chaplin de hoy sobre los tiempos modernos?…



lunes, 29 de abril de 2024

Melina Mercouri, mito griego

La presencia de Melina Mercouri en cualquiera de las dieciocho películas en las que participó no pasa desapercibida. Sus rasgos marcados, su carisma, su atractivo y su fuerza desafiante, llaman la atención sobre sus personajes. Pero, aparte, también sabía actuar. Sus primeros pasos en la actuación fueron en el teatro, ya era una actriz de prestigio años antes de protagonizar Stella (Michael Cocoyannis, 1955), pero no alcanzaría fama mundial hasta dar el salto al cine, sobre todo a partir de su Ilya, la feliz y libre prostituta del Pireo en Nunca en domingo (Pote tin kyriaki, 1960), una mujer vitalista que mira el mundo desde su optimismo y no se deja conquistar por el puritanismo del estadounidense interpretado por Jules Dassin. Era su tercera colaboración. Por entonces, ya eran pareja y seis años después se casarían. Su matrimonio duró desde 1966 hasta 1994, año de defunción de esta actriz y política griega icono del compromiso y de la lucha contra la dictadura militar que se hizo con el poder en 1967. Podría decirse que la actriz tuvo tres amores y que fue fiel a los tres: Grecia, la Cultura y Dassin. Su primer papel en el cine, Stella, la llevó a Cannes y allí conocido al cineasta estadounidense, que le ofreció un personaje en su siguiente película. El que debe morir (Celui qui doit mourir, 1957) fue el inicio de una relación profesional y personal marcada por el cine y por la lucha contra el totalitarismo.

Melina y Dassin tenían cosas en común y más compartirían cuando ella vivió el exilio. Él ya era un exiliado, había huido de la caza de brujas llevada a cabo por la Comisión de Actividades Antiestadounidenses, y ella lo sería desde que la Junta de los Coroneles tomó el poder en Grecia. Entre 1967 y 1974, vivió exiliada en Francia, pero no se cruzó de brazos. Durante aquella época, aprovechaba cualquier ocasión para dar conferencias y entrevistas. Aparecía en público para defender la democracia griega y posicionarse contra el régimen militar que cayó en 1974. <<Tu vida y tu razón es tu país, donde el mar se hizo gris, donde el llanto, ahora es canto. Has vuelto Melina…>> cantaba Camilo Sesto en la canción que le inspiró la actriz. Y sí, Melina regresó; y en 1977, con el régimen democrático ya restablecido, fue elegida para el Parlamento, institución en la que su padre había sido parlamentario durante más de dos décadas. Cuatro años después, sería nombrada ministra de Cultura, cargo que desempeñó hasta 1990. También se postuló para la alcaldía de Atenas, ciudad de la que su abuelo había sido alcalde, pero fue derrotada en las elecciones. Teatro, ficción cinematográfica, política tienen en común la actuación, y Melina rezumaba honestidad en sus interpretaciones y en la vida real. Era aguerrida, comprometida y griega, así lo expresó públicamente cuando los militares le retiraron su nacionalidad y le confiscaron sus bienes. <<Yo nací griega, y moriré griega. Stylanios Pattakos nació fascista y morirá fascista>>, afirmó cuando le informaron de la retirada de su pasaporte y de que la Junta la había declarado antigriega. Su comportamiento y su corazón decían todo lo contrario. Grecia era su cuna y una de sus razones de ser. Abandonó el cine por la política, siendo su último largometraje Gritos de pasión (Kravgi gynaikon, 1978), dirigida por Dassin. Era su octava película juntos, sin contar que Melina había sido una de las impulsoras de The Rehearsal (1974), el film con el que Dassin regresaba a Estados Unidos. Otro de sus frentes fue cultural. Su defensa del patrimonio artístico griego y de una cultura europea ocuparon buena parte de su tiempo político. En el primer caso, su lucha se centró en la devolución a Grecia de piezas artísticas que los británicos habían sacado del país; y en el segundo, promovió la institución de “Capital Cultural Europea”. Su muerte, debido a un cáncer de pulmón, fue un duro golpe para Dassin, para el ámbito cultural y para Grecia. Desaparecía una gran mujer y nacía el mito…

Filmografía


1. Stella (Michael Cocoyannis, 1955)


2. El que debe morir (Celui qui doit mourir, Jules Dassin, 1957)


3. The Gipsy and the Gentleman (Joseph Losey, 1958)


4. La ley (La legge, Jules Dassin, 1959)


5. Nunca en domingo (Pote tin kyriaki, Jules Dassin, 1960)


6. Vive Henri IV… vive l’amour (Claude Autant-Lara, 1961)


7. El juicio universal (Il giudizio universale, Vittorio De Sica, 1961)


8. Fedra (Phaedra, Jules Dassin, 1962)


9. Los vencedores (The Victors, Carl Foreman, 1963)


10. Topkapi (Jules Dassin, 1964)


11. Los pianos mecánicos (Juan Antonio Bardem, 1966)


12. Espías en acción (A Man Could Get Killed, Ronald Neame, 1966)


13. Las 10:30 de una noche de verano (10:30 P. M. Summer, Jules Dassin, 1966)


14. Los locos años de Chicago (Gaily, Gaily, Norman Jewison, 1969)


15. Promesa al amanecer (Promise at Dawn, Jules Dassin, 1970)


16. Una vez no basta (Once Is Not Enaugh, Guy Green, 1975)


17. Malas costumbres (Nasty Habits, Michael Lindsay-Hogg, 1977)


18. Gritos de pasión (Kravgi gynaikon, Jules Dassin, 1978)



domingo, 28 de abril de 2024

Diez negritos (1945)

A partir del súper ventas de Agatha Christie, Dudley Nichols escribió el guion con el que René Clair abandonaba (aparentemente) la comedia y la fantasía de Me case con una bruja (I Married a Witch, 1942) y Sucedió mañana (It Happened Tomorrow, 1944), sus otros dos grandes títulos estadounidenses, y se adentraba por primera vez en la intriga y el suspense. Con Diez negritos (And Then There Were None, 1945), el francés transitaba un género cuyas pautas, características, giros, trucos y rincones secretos conducen a una solución que ha de sorprender, contentar y recompensar la atención y complicidad del público, pero sus caminos parecen reducir libertad a la imaginación y a la inventiva. Se trata de un género que supongo menos generoso que la comedia, vista esta como espacio abierto al caos, al absurdo, a dar un paso más allá, tropezar y caerse o lograr mantener el equilibrio y continuar avanzando burlándose de sí misma, de su época y también de nosotros, que nos damos excesiva importancia y acabamos siendo una caricatura de quienes realmente somos; quizá la que sospechemos que son los otros. La intriga es el género de la sospecha. No se trata que sea mejor ni peor que otros géneros, la mayoría son híbridos, sino que el suspense se ancla en su finalidad y la comedia se abre a ser todo y nada; es principio y fin. Rabelais y Cervantes lo advirtieron y la emplearon, dando origen a la novela moderna. Lo mismo o similar podría decirse de Kafka o Vonnegut en el siglo XX. En ninguno caso podrían haberlo hecho, de haber escogido el misterio e intentar explicarlo y resolverlo a lo largo de las páginas, pues estoy convencido de que escribir para crear suspense, y buscando la solución al mismo, les habría limitado. A nadie escapa que el espacio cómico es ideal para risas y dramas; o acaso lo planteado por Clair en Viva la libertad (À nous la liberté, 1931), por Chaplin en Tiempos modernos (Modern Times, 1936), por Sturges en Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, 1941), Wilder en El apartamento (The Apartment, 1960), Berlanga en Plácido (1961), ¿no resulta cómico, dramático, divertido, patético, irreal y realmente humano?

Crítica, autocrítica, banalidad, ruptura, exageración, negrura, gags, mirada festiva, fuga de la realidad o sátira de la misma, para insistir en algunos de sus aspectos, y tanto como quien la emplee quiera, aunque, mayoritariamente, quienes la caminan repiten patrones y desaprovechan su flexibilidad; ¿qué no tiene cabida en la comedia? En el cine de Clair lo cómico es lo natural, ya fuese en sus dos etapas francesas o en la anglosajona de entremedias. En la mayoría de las ocasiones, sobre todo, en su primer periodo —más abierto a los cambios y a los riesgos formales, pues el momento empujaba a ellos—, no se quedaba en zona común y probaba. En cuanto al suspense, por lo general, parece ceñirse a una serie de situaciones que, si bien pueden variar según quién lo emplee —Hitchcock, con su sentido del humor y su capacidad narrativa, y para generar sospechas y sospechosos, era un maestro en jugárnosla—, no invitan a romper sus límites genéricos, pues no puede escapar de su condición ni de la necesidad-exigencia de plantear una intriga desde la cual generar tensión y misterio, aunque este solo logre funcionar en superficie. Al público suele agradarle tal propuesta porque le atrapa en un juego inofensivo que no le exige ni juzga su intelecto, ni le obliga a otro pensamiento que el de pensar resolver el misterio. Incluso bien llevado, el suspense atrapa al espectador en un espacio cinematográfico fiel a su condición de producto entretenimiento; es decir, entretiene de principio a fin. La comedia no es limitante. No cierra sus puertas, se abre a las posibilidades, puesto que todo puede ser fuente de inspiración para ella y se encuentra en disposición para romper sus formas.

Clair parece consciente de que el género cómico es su medio y por ello lo introduce en un espacio restringido y acotado como el de su ultima película en Estados Unidos, pues tras Diez negritos regresaría a Francia e iniciaría su segunda etapa francesa; la que parte de la crítica de entonces señaló como la de su declive. No obstante, contrario a esa voz crítica, no la considero desafortunada, aunque en ningún caso supere lo ya hecho por el cineasta francés antes de iniciar su aventura anglosajona. Su llegada a Hollywood se produjo después de pasar por Reino Unido, donde rodó dos comedias cuyos resultados pueden considerarse satisfactorios e incluso espléndidos, pero no evolucionaron su carrera cinematográfica. Quizá ya había alcanzado su tope cuando filmó El fantasma va al oeste (The Ghost Goes West, 1935) y Break News (1938), aunque no lo creo, vistas películas posteriores como las nombradas al inicio del texto. Clair se adaptó a la industria hollywoodiense, que se mostraba reacia a asumir riesgos —todavía hoy prefiere caminar por pasos dados y jugar sobre seguro—. Así que Clair filmó Diez negritos sin escapar de lo establecido, pero tampoco quedándose en lo esperado, sino haciendo gala de su oficio, de su elegancia y de su gusto por lo cómico; preferencia que, en su contacto con la intriga, la intención de introducir humor en el suspense o quizá suspense en el humor que el cineasta ya emplea desde su mareante inicio de fiesta, en la motora que conduce a la isla donde se desarrolla este film con el que rompe márgenes genéricos sin traicionar a la intriga ni a la sospecha, ni al sentido del humor (negro) ni a la caricatura que se respiran en el ambiente…



sábado, 27 de abril de 2024

Magnolia (1999)


La idea de estar conectados no es nueva, más bien surge en el origen social de las primeras comunidades. En cine, esa conexión asoma no en pocas películas, siendo, en muchas ocasiones, un objeto el que establece el nexo entre personajes que quizá nunca lleguen a encontrarse o a conocerse: un rifle en Winchester 73 (Anthony Mann, 1950), unos pendientes en Madame de… (Max Ophüls, 1953) o un billete falso en El dinero (L’argent, Robert Bresson, 1983), por citar tres ejemplos al que añadiré un cuarto: la televisión en Magnolia (1999), símbolo de la soledad y el aislamiento humano en la era de la inmediatez, la publicidad y el espectáculo. ¿Cuántos solitarios conectados y distanciados por un mismo instante televisivo? Tras el éxito de Boogie Nights (1997), Sydney (Hard Eight, 1995), su primer largometraje, había pasado desapercibida para el gran público, Paul Thomas Anderson estrenó Magnolia, que fue la película que lo confirmaba como uno de los mejores cineastas estadounidenses de finales de la década de 1990. El resultado aventuraba un futuro prometedor que, ya pasado, presente y todavía porvenir, no ha decepcionado. Su filmografía se ha ido completando con grandes títulos como Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007), Puro vicio (Inherent Vice, 2014) o El hilo invisible (Phantom Thread, 2017), pero, quizá, el más grande de todos sea esta danza elegante y vital que da sus pasos en la vida y en la proximidad de la muerte.



La “más grande”, ya no solo por sus tres horas de duración que no lastran, ni cansan, ni por su coralidad —a lo largo del metraje, maneja diez personajes principales—, que recuerda a las Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993) de Robert Altman, sino por la complejidad de su planteamiento narrativo, compuesto por numerosas piezas perfectamente enlazadas, y la sencillez del resultado, por la riqueza y unidad audiovisual alcanzada gracias a la agilidad de la cámara, al montaje y a la banda sonora que acompaña a las imágenes que saltan de un personaje a otro para conectarlos y establecerlos dentro de un mismo entorno. Es una danza emotiva y envolvente de planos-secuencia, de primeros planos, de instantes que Anderson combina con soltura a lo largo las distintas historias, sentimientos y emociones que componen su Magnolia. Rebosa ritmo, movimiento, pausa, vida. Abre sus pétalos a la armonía y al desorden, a las emociones a flor de piel, al sufrimiento, a la soledad, a la búsqueda, a la culpabilidad que se agudiza en la agonía,… pero no lo hace con tristeza, sino como parte del ritmo vital. Vital, incluso en los momentos moribundos, Anderson da sus pasos por diversas emociones y aislamientos que buscan en las distancias, buscan perdón, redención, compañía, amor… una canción compartida, hilo invisible que, en su inconsciencia, también los conecta —igual que podría hacer una lluvia de ranas en la noche—. Sus personajes son realidades humanas, a partir de las cuales crea intimidad y espectáculo cinematográfico, dando forma a una magistral miscelánea de familia y relaciones fallidas, de padres e hijos, de carencias afectivas, de finales y de posibles inicios. Todo gira y avanza, sin que nadie pueda saber dónde alcanzan y estallan los traumas del pasado que golpean el presente que, aun en la soledad, conecta a los distintos rostros y espacios cinematográficos donde belleza y fealdad cohabitan, pues, allí donde miremos, en Magnolia pueden descubrirse ambas…