lunes, 25 de agosto de 2025

De la inutilidad de escribir un blog


Casi al final de la cuesta, volví la vista atrás y miré el lugar de donde venía. Tan lejos, tan cerca, me dije como expresaron tantos antes que Wenders. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿En la misma distancia? Eran dos interrogantes malintencionados como otros cualquiera cuya intención pretendía alejarme de la comodidad del sí y del no, interrogantes con los que no buscaba una respuesta precisa, sino un instante para divagar sobre lo relativo de las distancias y de la medida (no científica) de las cosas. Son varias las cuestiones que me planteo acerca de esto y de aquello, algunas se aproximan, otras se distancian; supongo que son tiras y aflojas similares a los que entretienen a las personas que aspiran a contemplar algunos paisajes y tiempos físicos y emocionales que nos suman y nos restan. Muchas se repiten en intermitencia, otras desaparecen para no regresar, al menos todavía, y las hay que nacen de experiencias y emociones que siento de este modo y no de ese, ni de aquel, porque, en ese instante, que siento de modo distinto a otro, también las preguntas son otras, aunque no dejen de referirse a prácticamente lo mismo: la existencia, el caminar por la vida consciente de que, aunque en la quietud, siempre doy pasos, algunos de “ciego” y no pocos que me adentran en callejones sin salida. En aquel instante, observando en la distancia “a Cidade da Cultura”, me pregunté qué es cultura y a quien le importa. Por hoy, guardo las respuestas que me di, porque tal vez mañana descubra aspectos desconocidos o que me pasaron por alto; aunque cualquiera que haya leído algunas de las entradas de este blog o mi libro Rincones sin esquinas puede hacerse una idea de mi sentir al respecto. Contemplando aquella estampa y pensando en sus posibles significados, también me planteé para qué publico entradas en un blog, si apenas se lee lo publicado. Ya no digamos si se trata de un libro. No era la primera vez, y supongo que no será la última, pero, cuando surge, no tardo en olvidar la cuestión y sigo escribiendo sin el menor sentido práctico, que es mi sentido…

Carezco de ambiciones prácticas, no compito con nadie salvo conmigo mismo y me dejo poseer por una desgana natural a la hora de promocionarme, puesto que no le veo más razón que la venta y considero que existen otras prioridades. Dicha desgana me impide crear una imagen falsa con la que atraer y engatusar a quienes ya tantos medios y “creadores” no miran como personas, sino como consumidores, seguidores o fans, lo cual da que pensar, si uno piensa que cualquiera de esos sustantivos remiten al no pensar o a la incapacidad crítica, y me planeta en qué nos hemos o nos han convertido. En todo caso, me resulta indiferente caer simpático o antipático —personalmente, me caigo bien los días impares y mal los pares— y rechazo fingir ser quien no soy para lograr un objetivo cualquiera. No soy lo que se dice maquiavélico y el modo de hacer y los medios que escojo me determinan, así que me niego a negarme y en esta doble negación me reafirmo sin rubor y continuo ya más cerca del final que del principio; aunque, desde que nacemos, ya nunca estamos más cerca del principio que del final porque, sencillamente, nos es imposible regresar. Empecé el blog en 2011, sin embargo, si miro atrás en el tiempo, me veo escribiendo por gusto desde niño y, si miro adelante, sé que, si una causa de fuerza mayor no lo impide, seguiré haciéndolo hasta que muera… El hablar de cine, tema supuestamente dominante en el blog, solo es un entretenimiento y una “tapadera” que me permite desarrollar ideas a partir de esta o de aquella película; incluso sin contar con aquella o con esta película. En realidad, nunca he sentido aspiraciones en este medio ni necesidad de expresarme audiovisualmente, ni siquiera he sentido la tentación de escribir un guion, pero la literatura la siento de forma distinta. Me atrapa, me apasiona y, además, quiero que así sea.

Para bien y para mal, los libros forman parte de mí desde la infancia. Vivo rodeado de ellos, y me sumerjo en ellos, apenas tengo espacio para amontonar el número creciente de volúmenes —que acumuló por puro vicio y placer, pero más por curiosidad e ilusión—, de los que prácticamente he leído todos. Los lugares donde más cómodo me encuentro o con los que mejor identifico, a parte de los espacios abiertos y sin excesiva gente, son las bibliotecas y las librerías, pero muchas de las que hoy veo, las descubro impersonales y atendidas por personas que, sospecho, no han leído ni un 0,01 % de los títulos que tienen a la venta. Claro que, tal vez, ahora eso ya no forme parte de su trabajo, más dedicado al cobro y a la consulta de fondos en el programa informático. De niño, me encantaba estar en la calle, donde, gracias a que apenas había tráfico, pasaba horas y horas jugando, pedaleando o peleándome, y en la biblioteca del colegio, también en la del pueblo de mi padre, entre libros. Por eso, en séptimo y octavo curso, llegaba antes y me quedaba después de las clases, encargado junto a otros compañeros de gestionar la biblioteca de la escuela: prestábamos libros, los ordenábamos cuando los devolvían y podía leer los que quisiera. Mis primeros relatos son de aquella época, la de la Educación General Básica, pero no conservo ninguno de los que escribí (recuerdo que eran de dos o tres folios de extensión), ni ningún ejemplar de la revista del colegio en la que participaba, para ella escribí algún texto e hice un par de entrevistas a adultos conocidos por su ocupación laboral. Mis periodos en el instituto y en la universidad fueron un continúo desfase, o lo era yo, que ocupaba la mayor parte de mi atención, aun así a los veintiún años terminé mi primera novela, que me sirvió como experiencia y de paso torpe en un aprendizaje literario y humano que todavía continúa. Más adelante, llegaron otras que tampoco publiqué, pero que me hicieron caminar nuevos pasos en busca de más caminos; algunas inacabadas, otras las concluí, y así andamos entre la posibilidad y lo ya imposible…

El blog, como apunto arriba, surgió en 2011, a raíz de una idea compartida con una persona cercana y a la (nula) promoción de otra novela, la primera que publiqué (y que ahora pretendo corregir y volver a publicar). Las primeras entradas fueron pensamientos sueltos y comentarios sobre alguna película y libros, entre estos La iliada, A sangre fría, Las ratas, 20.000 leguas de viaje submarino, El idiota, Nostromo, A esmorga, El Jarama y alguno más que se podrá encontrar en el archivo. La idea era crear un espacio personal en el que mezclar literatura, cine, historia y pensamientos; por un tiempo me desvíe de ese camino, pero tal como vengo haciendo desde hace algunos años, desde que comprendí lo inútil e insignificante que es un blog como este, salvo para quien lo escribe, volví a la idea original, aunque ahora prestando mayor atención a la literatura y a otras cuestiones que no estén directamente relacionadas con el cine…

Gremlins 2: la nueva generación (1990)

Viendo una película como Gremlins 2: la nueva generación (Gremlins 2: The New Batch, 1990), y tantas otras de las suyas, me da por pensar que Joe Dante es un cineasta “niño” que hace gamberradas para divertirse y divertir a su público, el cual encontrará en el cine de este enamorado de la fantaciencia cinematográfica de serie B guiños y referencias cinematográficas; incluso autorreferencias, concretamente en esta Gremlins 2, comedia que no aporta nada nuevo a su cine (ni al del resto), salvo que le permite mirar a su propia obra y burlarse. La película se justifica en la idea de crear una imagen grotesca y paródica de las famosas criaturas creadas por Chris Columbus, guionista de la original y popular Gremlins (1984), que Dante había dirigido seis años atrás, pues, en la memoria de los aficionados estaba su héroe animado y los bichos malos que, en realidad, eran los que proporcionaban la diversión y la rebeldía al asunto y a una pequeña localidad donde “nunca pasa nada”. En esta secuela, Dante traslada la acción de la familiar y pacífica Kingston Falls a la moderna e impersonal Gran Manzana, para darle un toque musical y cosmopolita a la broma que en sí es su cine, lúdico, que toma la representación como juego en el que la aventura y la fantasía, más que el terror, se combinan con las referencias, el chiste y el humor gamberro que encuentra en las criaturas nocturnas sus máximos exponentes; tal vez por compartir nocturnidad toleren a Fred (Robert Prosky), la imagen televisiva de Drácula, noctámbulo y condenado nocturno por excelencia de la cultura popular. Ese gamberrismo se desata cuando, a partir de una nueva e involuntaria mojadura de Gizmo, cuyo modelo a intimar será el belicoso protagonista de Rambo (First Blood Part II, George Pan Cosmatos, 1985), se multiplica y sus retoños se transforman en rebeldes sin causa después de alimentarse superada la medianoche…

La fiesta ya está montada, en esta ocasión en Manhattan, en las inmediaciones de los escenarios de Broadway, en plena jungla de asfalto; en concreto, en el interior de un edificio de última tecnología. Ese será el escenario donde Dante celebra el evento. Allí, en el interior de la construcción, caricaturiza el “progreso”, que no deja de ser el desequilibrio de un entorno mecanizado donde la tecnología desplaza lo humano, lo deshumaniza y al tiempo ridiculiza el interior (y a sus ocupantes) donde, fruto de la casualidad provocada por el guion, trabajan Billy (Zach Galligam) y Kate (Phoebe Cates), también el doctor Catheter, a quien Christopher Lee presta sus rasgos físicos. La presencia del inolvidable actor británico le brinda a Dante la posibilidad de rendir homenaje a la mítica Hammer, la productora londinense en la que Terence Fisher, Jimmy Sangster, Val Guest o el propio Lee, en ocasiones junto al no menos mítico Peter Cushing, hicieron de las suyas y bien. Otro rostro que recuerda el cine fantástico, en este caso el hecho en la factoría de Roger Corman —que fue uno de los productores Piraña (Piranha, 1978)— es Dick Miller, que aparece en todas las películas de Dante desde Esas locas del cine (Hollywood Boulevard, 1976) hasta Enterrando a las ex (Burying the Ex, 2014). Sumando a lo dicho, los paródicos números musicales de las criaturas —acaso ¿existe un género cinematográfico que se aleje más de la realidad que el musical?—, Rhapsody in blue de George Gershwin incluida, así como los numerosos momentos que remiten a otras películas, entre ellas Batman (Tim Burton, 1989) y El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939), o la introducción Looney Toones protagonizada por el pato Lucas/Daffy, o eso pretende esta antagónica ave animada que compite sin fortuna con el conejo de la suerte, queda claro que el propósito de esta secuela, beneficios económicos aparte, es el homenajear a ese cine de fantasía y serie B que alegraría muchos momentos de la juventud de Dante…

domingo, 24 de agosto de 2025

El chip prodigioso (1987)

Una mirada que recorra su obra fílmica desde el hoy al ayer, lo que suele decirse una retrospectiva, permite ver que el primer largometraje de Joe Dante fue toda una declaración de intenciones y de gustos que vertebrarían el resto de su carrera, pues en Movie Orgy (1968) tomaba de diversas películas de serie B de la década de 1950 para dar forma a una orgía cinematográfica de monstruos y etes que amenazan la Tierra. Esa afición por las películas de bajo presupuesto, que le deleitarían en su infancia y adolescencia —como también lo harían con Steven Spielberg, el productor ejecutivo de varios de sus títulos más populares—, por el humor y la fantasía que desprenden, marcó su rumbo profesional desde sus primeros pasos. Solo hay que ver sus películas para darse cuentan de ello —su segundo largo, Esas locas del cine (Hollywood Boulevard, 1976) lo ambienta en la industria cinematográfica, en una productora de serie Z, más que B—, y también para disfrutar de un tipo de cine sin prejuicios, que busca divertir sin mayor pretensión que el entretenimiento, similar al que el propio director sentiría ante aquellas películas de su juventud que le harían acudir a los cines donde, entre palomitas, gritos, risas y tal vez también un refresco en vaso de cartón, se sentiría como en casa y dejaría volar su ilusión. En general, su obra me divierte, sobre todo algunos títulos de la década de 1980, Gremlins (1984), El chip prodigioso (Innerspace, 1987) y No matarás… al vecino (The ‘Burbs, 1989), y del decenio siguiente, Matinee (1993), en la que el homenaje, más que evidente, es uno de los motores del film. Recuerdo que también Pequeños guerreros (Small Soldiers, 1998) me entretuvo lo suyo, aunque en menor medida que las anteriores. En cualquier caso, todas las nombradas tienen en común la fantasía, el tono de serie B y la pretensión de divertir a su público; algo que, por cierto, creo que logra y no por azar, sino por su habilidad narrativa, su precisión y su sentido del ritmo, claro que también por la desvergüenza de un cineasta sin pretensiones de grandeza ni de reconocimiento artístico e intelectual…

Presumo que Dante quiere un cine de palomitas, divertido, que saque unas risas, precipite saltos sobre el asiento y algún grito de sorpresa, incluso de susto. Comprende y asume que su campo de acción es heredero de los lugares comunes de aquellas producciones fantásticas en las que los monstruos y los invasores de otros planetas eran tan protagonistas (o más) que los humanos; de ahí que tampoco extrañe que dos de sus primeros trabajos fuesen Piraña (Piranha, 1978) y Aullidos (The Howling, 1981), que contaron con guiones de John Sayles, o que fuese el director ideal para llevar a la pantalla las criaturas ideadas por Chris Columbus, ni que en sus películas siempre haya guiños y referencias cinematográficas. En El chip prodigioso hay dos claras: villanos tipo a los que se enfrenta el James Bond interpretado por Sean Connery y Roger Moore y la odisea corporal Viaje alucinante (Fantastic Voyage, Richard Fleischer, 1966). En esta, Fleischer, a partir del guion de Harry Kleiner, tomaba la excusa de una operación a vida o muerte para el viaje y la aventura, pero carecía de humor, quizá tomándose demasiado en serio. Dante hace lo contrario, abandona cualquier opción de seriedad y sale victorioso; es decir: logra un viaje similar al propuesto por Fleischer pero desde la comedia de acción y el cine de colegas tan de moda en los 80, aunque la relación entre Tuck (Dennis Quaid) y Jack (Martin Short) es más íntima de lo habitual, ya que el primero viaja en el interior del segundo. Y como en todo tipo de viaje en el que dos se embarcan, ya sea por carretera o por venas y arterias, se produce un acercamiento y un intercambio, vamos, un aprendizaje del que ambos salen favorecidos. Pero eso es lo de menos, puesto que lo que prima es la aventura y el tono cómico del asunto en el que los héroes, un teniente díscolo y un cajero de supermercado algo bercianos y con problemas de confianza, y la heroína, la intrépida periodista a la que da vida Meg Ryan, se las ven contra una organización que se dedica al robo y venta de tecnología que comprende los beneficios económicos que le puede reportar la tecnología de miniaturización que ha desarrollado el doctor Ozzie Wexler (John Hora) y de la que Tuck, sin más opciones, debido a su carácter entre rebelde y chulesco, se ofrece voluntario para probarla. En definitiva, de las películas que disfruté en mi adolescencia, allá por la segunda mitad de los años 80, El chip prodigioso es de las pocas que aún sigo disfrutando…

sábado, 23 de agosto de 2025

Azucre, instantes de esclavitud


Capítulos breves, más bien fragmentos o instantes que se suceden lineales a lo largo de sus ciento cuarenta páginas, frases cortas, algunas simples y todas precisas, la autora de Azucre no se complica (ni cae en lo pedante), ni pretende que sus lectores se sumerjan en una lectura crítica y dialogante; dicho de una manera clara y particular: no hallo aquella que te lleva a subrayar y a escribir en los márgenes de los libros dudas, interrogantes, signos de exclamación e ideas propias generadas a partir del encuentro entre dos mentes complejas: la que escribe y la que lee. Esa ausencia de diálogo y conflicto —imprescindible para que el primero, ya sea interior o exterior, adquiera sentido pleno— le confiere sensación de velocidad a la narrativa, que bien podría ser adaptable al cómic, y posibilita la accesibilidad a cualquier lector, salvo que este quiera algo más que una narración de las que suele decirse que “engancha y entretiene” (y lo hace hasta que su tono empieza a resultar monótono). En este aspecto, su limpieza expositiva desbroza y allana; en cierto modo, es una escritura impecable a la par que obedece a los gustos que corren; como si no quisiera “perder tiempo”, cuando cualquiera que se lo plantee sabe que este ni se pierde ni se gana —se vive y se muere en él, somos nosotros los que le pertenecemos—, o hacérselo perder a su consumidor. Para ello, Bibiana Candia lo da todo hecho, puesto que, al menos que haya pasado algo por alto, la lectura de Azucre no exige leer más allá de las líneas escritas, las que describen el viaje de los malditos, a quienes individualiza sobre todo en Orestes y Rañeta, inspirados en la travesía y estancia reales que sirven de reclamo en la contraportada del libro: <<Azucre es el relato novelado de la auténtica historia de mil setecientos jóvenes que viajaron a Cuba para trabajar y terminaron vendidos como esclavos por obra de Urbano Feijóo de Sotomayor, un gallego afincado en la isla que, aprovechando la situación de necesidad de sus compatriotas, promovió una campaña de colonización blanca y sustitución de la mano de obra llevada desde Africa.>>

Podría extrapolar el hecho particular aquí expuesto y hablar de la emigración general actual, pero su lectura no me llevo a ello, tampoco me hizo sentir que me trasladaba al momento que la inspira. Hay otros textos que se prestan mejor para mirar cara a cara a la emigración, incluso la propia realidad circundante se abre a tal posibilidad o algunas películas, de ficción o documentales, que miran de cara los movimientos migratorios a los que se ven forzados quienes sufren condiciones de vida tan precarias y dolosas como las de los héroes-víctimas de Azucre. Así, me quedo con la impresión de que lo escrito es lo que hay, sin un espacio fuera de texto natural y consecuente a este a donde acudir para sentirme parte de la lectura —una de las sensaciones más vacías que me depara leer, es descubrirme ajeno al texto—. Lo que hay es un lo tomas o lo dejas. Y así, comprendiendo que solo serás un pasajero pasivo, aceptas o te niegas a acompañar a la escritora coruñesa que embarca a sus jóvenes emigrantes tras un tercio de relato por tierras gallegas, y por breves evocaciones de momentos del pasado reciente que dudo logren aprehender y expresar la realidad migratoria que se viviría en aquella Galicia condenada a ver partir a los suyos, en parte sabiéndose responsable de condenar a los suyos a la emigración. El destino de los emigrantes de Azucre es Cuba, pero más que una realidad geográfica, inicialmente la isla es la posibilidad y la incertidumbre en la que hay cabida para el miedo y la esperanza. Parten hacia la isla caribeña porque en su tierra natal no hay lugar para ellos, obligados por el hambre, las enfermedades, el caciquismo, los localismos, la marginación y el ninguneo secular político, social e histórico por parte del Estado… ni para un porvenir que, de camino al puerto de A Coruña, en el barco que navega el Atlántico y en la isla caribeña, se convierte en presente hiriente en el que los sueños y las esperanzas se transforman en la realidad esclava, la que nunca han abandonado, aunque ahora se trate de una esclavitud visible. El narrador o narradora viaja con ellos, es uno de ellos, a veces habla en primera persona del singular y del plural, otras en tercera en tiempo presente e incluso en pretérito, pero siempre culto y preciso, lo cual hacer dudar que sea uno de los muchachos. ¿Se trata de un viajero temporal, diferente a los que acompaña? ¿O es una decisión narrativa para acercarse y acercarnos a los personajes y su tragedia, cuál crónica que te guía sin invitarte a pensar?…

viernes, 22 de agosto de 2025

Updike, el trompetista y el profesor

<<Los cinco cines de Weiser Street eran el Loew, el Embassy, el Warner, el Astor y el Ritz. Fui al Warner y vi El joven de la trompeta, con Kirk Douglas, Doris Day y Lauren Bacall. Tal como había prometido a mi padre, dentro se estaba caliente. Y tuve además la suerte, lo mejor de todo el día, de entrar cuando empezaban los dibujos animados. Era día 13 y por lo tanto no esperaba tener suerte. Los dibujos eran, naturalmente, del Conejo de la Suerte. En el Loew’s ponían Tom y Jerry, en el Embassy Popeye, en el Astor o bien Disney, el mejor, o bien Paul Terry, el peor. Me compré una caja de palomitas de maíz y otra de almendras Jordan, a pesar de que las dos cosas resultaban perjudiciales para mi piel. Las luces del cine eran de un amarillo muy pálido y el tiempo se fundió rápidamente. Solo al final de la película, cuando el chico, un trompeta cuya historia estaba basada en la vida de Bix Beiderbecke, había logrado por fin librarse de la mujer rica que con sus sonrisa insinuante (Lauren Bacall) había corrompido su arte, y volvía a unirse a la mujer buena y de espíritu artístico (Doris Day), que cantaba mientras detrás de su artística voz sonaba la trompeta de Harry James que Kirk Douglas fingía tocar, y la melodía se elevaba cada vez más como una fuente plateada con las notas de With a Song in My Heart, solo en ese momento, en la última nota, cuando se alcanzaba el éxtasis amoroso más completo, me acorde de mi padre. Me levanté impulsado por una perentoria sensación de llegar tarde…>>*


La película a la que alude Peter, uno de los dos narradores de El centauro, novela escrita por John Updike en 1962, se estrenó en España como El trompetista (Young Man with a Horn, 1950), la dirigió Michael Curtiz, para el estudio en el que llevaba trabajando desde su salida de Hungría a mediados de los Años Veinte. Tal como apunta Updike en su novela, el film de Curtiz atiende al triángulo amoroso, entre la música de trompeta y las recreaciones del trío protagonista… Se inspira en la vida del músico aludido, pero el párrafo de la novela me llama la atención por los cines de la calle, cines que, como el Loew o el Warner, pertenecían a los estudios que producían las películas que en ellos se exhibían. En el Warner, donde Peter entra más que nada para hacer tiempo y guarecerse del frío exterior, se proyecta el film de Curtiz tras el cortometraje de Bugs Bunny, el conejo de la suerte y la estrella animada de la productora. Estrellas también lo eran Tom y Jerry en Metro Goldwyn Mayer, empresa propiedad de Loew’s, o Popeye, en Paramount, después de que la major se hiciese con el control de los estudios de Dave y Max Fleischer.

A través de su narrador, Updike evoca un momento en el que el cine, su producción, su distribución y su exhibición, estaba controlado por los grandes estudios; los cuales poseían sus propias salas y su sistema de distribución, lo que deparaba el monopolio que vería su fin hacia finales de la década de 1940. En 1948, la Corte Suprema confirmaba la sentencia que un par de años antes había dictaminado un tribunal neoyorquino, cuando una sentencia judicial ponía fin a esta práctica (obligación a comprar películas en bloque, imposición del precio mínimo de la entrada, licencias exclusivas), y abría un nuevo horizonte para la industria. Ese fallo posibilitaba un horizonte sin nubes para el desarrollo de la televisión, al tiempo que suponía el fin de los contratos de “por vida” y la proliferación de pequeñas productoras y distribuidoras. Así, fue corriente que los actores y las actrices más populares se convirtieran en los productores de las películas que protagonizaban. Tal sería el caso de John Wayne y su Batjac (fundada en 1952), de Ida Lupino y The Filmakers, creada junto al guionista Collier Young (por entonces, su marido), o de Kirk Douglas, que creó Byrna, la compañía en la que Senderos de gloria (Path of Glory, 1957) y Espartaco (Spartacus, 1960), ambas dirigidas por Stanley Kubrick.


Pero la película evocada por Peter en la novela es un ejemplo más del cine que domina en la pantalla de antes y de ahora, un tipo de cine hecho para ser consumido, no pensado, un cine sin preguntas, sin más respuesta que “confía en el sistema”, “nosotros te entretenemos” y “tú déjate llevar”. Esto no llenaría a los personajes de Updike, tampoco al propio escritor. Los suyos son tipos como Cadwell, que despiertan a una realidad que les atrapa y asfixia, que les merma, incluso que les condena a una existencia de no existir. Tal vez, debido a ello, sean pesimistas; supongo que cualquiera que abra los ojos a la realidad que le rodea no podría volver al optimismo infantil, solo natural en la niñez, en la ingenuidad, en la ilusión, en la ceguera y en la alienación. En El centauro, el autor de Corre, Conejo (1960), escribe el recorrido por la agonía de Cadwell, que sufre un cansancio existencial que pesa como una losa, ¿o es su entorno el que cae sobre él para aplastarle, únicamente porque es diferente, porque hace y se hace preguntas? Parece que ya es el único dispuesto a plantear cuestiones, a ser autocrítico, a preguntarse las mismas preguntas que tantos se plantearon antes que él y que tampocos semejan hacerse después. Cadwell no se encuentra, tal vez por no dejarse llevar por el hedonismo y el consumismo, él continúa pensando e interrogando, aunque sea en silencio, aun consciente de que no obtendrá respuestas ni podrá cambiar el presente ni el futuro de sus alumnos, quizá ni siquiera pueda proteger el de su hijo Peter.


El personaje central de El centauro, uno de los dos, puesto que el otro es Peter, ejerce de profesor en un instituto donde no pocas veces se siente agredido y amenazado, sea por la realidad o por lo que imagina que es la realidad; en todo caso, el centro educativo resulta un medio inhóspito para alguien como él, alguien que comprende que la educación es algo más que lo que observa a diario. Aún así, también resulta su medio natural, puesto que, según dice, enseñar es lo único que sabe hacer esta especie de Quirón moribundo. Updike mezcla dos tiempos, presente y pasado, también mitología griega y costumbrismo del medio oeste, y en tal mezcolanza sitúa a sus personajes, en una narración con dos narradores: en primera persona y en tiempo pretérito (Peter) y en tercera omnisciente en presente. Y desarrolla la acción en tres días y dos noches, el tiempo que Cadwell y Peter tardan en regresar a casa. Como le sucede a Odiseo en su retorno a Ítaca, los encuentros y las trabas dan sentido a los personajes, les hace mostrarse al lector, tal como son, tal como Updike quiere que sean…

*John Updike: El centauro (traducción de Enrique Murillo). Círculo de Lectores, Barcelona, 1993.

jueves, 21 de agosto de 2025

Factótum (2005)


Alter ego literario de Charles Bukowski, Henry Chinaski (Matt Dillon) no se rebela contra la vida, sencillamente es alguien que va por libre, tal vez huyendo de ella para no verse atrapado y devorado. Habita en los bares, en los asilos, en pensiones de mala muerte, entre otros lugares marginales donde comprende que la comedia de la vida es el drama y que el drama es su comedia. Chinaski asume que dicha comedia consiste en ir dando tumbos, en sobrevivir, en beber, en escribir, en tener sexo y en seguir golpeándose. <<Me parece que la vida está totalmente desprovista de interés —comenta Bukowski en Lo que más me gusta rascarme los sobacos—, y esto sucedía especialmente cuando trabajaba ocho o doce horas al día. Y la mayor parte de los hombres trabajan ocho horas por día un mínimo de cinco días a la semana. Y tampoco ellos aman la vida. No hay ninguna razón para amar la vida para alguien que trabaja ocho horas al día, porque es un derrotado. Duermes ocho horas, trabajas ocho, vas de un lado a otro con todas las tonterías que tienes que hacer. Una vez discutimos esto con un amigo y vimos que uno que trabaja ocho horas al día con todas las restantes cosas que tiene que hacer, recoger el permiso de conducir, comprar neumáticos nuevos para el coche, pelearse con la novia, comprar comida: a alguien que trabaja ocho horas al día le quedan solo dos horas o una hora y media libres para sí mismo. Puede vivir de veras solo hora y media al día. ¿Cómo es posible amar la vida si solo se vive una hora y media por día y se pierden todas las demás horas? Y esto es lo que yo he hecho durante toda la vida. Y no la he amado. Creo que si hay alguien que la ama es un enorme idiota. No hay manera de poder amar este tipo de vida.>>* De hecho, el Chinaski cinematográfico de Factótum (Bent Hamer, 2005), también el de Barfly (Barbet Schroeder, 1987) y el literario, no ama ese tipo de vida programada por otros y cuyo esfuerzo (y beneficio) es para otros, de horarios laborales y cansancio o vacío existencial que no le permiten existir en plenitud; tal vez, por ello, se decante por la bebida, el sexo y la escritura, por la marginalidad y la filosofía de la barra de bar, pues estas le alejan de esa cotidianidad que esclaviza y que él rechaza, aunque a veces deba vivir en ella.



*Charles Bukowski: Lo que más me gusta es rascarme los sobacos.

miércoles, 20 de agosto de 2025

Green Zone: Distrito protegido (2009)


Un soldado que hace preguntas, que duda de lo que le dice el mando, es un mal soldado, puesto que obedece antes a su pensamiento crítico que al total acatamiento del discurso de sus “superiores”. Si uno acepta tal afirmación y se atiene a ella, podría decirse que el alférez Miller (Matt Damon) es uno pésimo, porque resulta que piensa y reflexiona, cuestiona en alta voz y quiere conocer la verdad sobre las causas que han deparado la guerra y la intervención estadounidense en Iraq. Para él, los motivos lo son todo, es decir, ha de haber una justificación para que estén allí, a miles de kilómetros de sus fronteras y de sus hogares; en los hogares de otros, matando y muriendo. Pero esa causa que, a sus ojos, legitima no aparece más que sobre el papel y en las palabras de Clark Poundstone (Greg Kinnear), el maquiavélico funcionario de Defensa encargado de conducir la situación hacia donde le interesa; maquiavélico porque para el político el fin lo es todo y todo vale para alcanzarlo, aunque tal final no depare más que un cambio en el conflicto. De modo que no sorprende que Miller acepte trabajar para Martin Brown (Brendan Gleeson), el agente de la CIA en Bagdad; pues esta colaboración le brinda la oportunidad de descubrir qué se esconde tras tantos “palos de ciego” por territorio iraquí, sin que las “armas de destrucción masiva” aparezcan. Miller quiere encontrarlas, de hecho, su equipo se encarga de la búsqueda, pero los resultados son estériles. No hay ni rastro, tal como ya habían apuntado los investigadores enviados por la ONU antes del ataque estadounidense sobre Bagdad que sirve de prólogo para Green Zone: Distrito protegido (Green Zone, 2009). Pero, como le dice el agente, <<la cosa es más compleja>>…

Al igual que hizo en las películas de la saga Jason Bourne, Paul Greengrass prioriza en Green Zone la acción adrenalítica o, como suele decirse, no concede un momento de respiro al público, aunque en el film haya algo más que pirotecnia, como lo hay en Domingo sangriento (Bloody Sunday, 2002), en United 93 (2006) o en 22 de julio (2018), también en Capitán Phillips (Captain Phillips, 2013). Las cinco beben de la historia contemporánea y reproducen cinco momentos puntuales en los que la violencia y el terror cobran protagonismo. En ellas, se detallan los hechos en presente, cual reportaje sobre el terreno, pero, en cierta medida, en Green Zone dicha crónica expone el instante presente como una ventana al pasado en el que se gesta la excusa que, cara Miller y el resto de la opinión pública, había legitimado la guerra de Iraq en 2003; esa “casus belli” que da vía libre a lo que sucedió después. Es decir, dicha causa depara el ahora durante el cual Miller deambula por el caos en compañía de Freddy (Khalid Abdalla). La situación resultante es fruto de la mentira que se hizo pasar por verdad, para legitimar la intervención y la guerra, la de Bush, hijo, la continuación de aquella de 1991 liderada por su padre; aunque ahora poniendo fin al viejo amigo americano Sadam, el mismo que habían apoyado en la década de 1980, para que les sirviese de colaborador en Oriente Medio, sin juzgar ni censurar sus brutales métodos totalitarios.

La “casus belli” no es novedad del siglo XX. Existe desde las primeras guerras y siempre suele ser similar, aunque adaptada a la época y a los actores. Sus variantes no exigen excesiva inventiva. Sus creadores y promotores solo aprovechan la posibilidad que se presenta a su alrededor o las que ellos mismos apuran para justificar su agresión o su decisión. La diferencia reside en la propaganda y en los medios disponibles. En la actualidad, las herramientas de la propaganda son numerosas y capaces de borrar de la memoria general lo que se dijo unos minutos antes para afirmar, segundos después, lo contrario. Pero más curioso todavía, lo que me llama más la atención, es el porqué la gente se deja arrastrar por esa propaganda. ¿Por qué la cree y no la duda? ¿Por qué la obedece y a quién beneficia esa obediencia ciega que, de tan común, ya pasa desapercibida? ¿Cuales son los fines que persiguen? Hay tantas preguntas que se nos escapan, que alguien como el personaje de Matt Damon no se plantea las suyas hasta que duda, entonces deja de acatar y actúa como individuo pensante, también como héroe, ya que en el cine de Greengrass los héroes (o la actitud heroica) existen, surgen en determinados momentos, cuando la situación lo exige. La búsqueda infructuosa, la ausencia de la causa bélica que justificaba la intervención y su sacrificio (para él, el de todos los soldados), le plantea interrogantes que necesitan respuestas veraces, precisas y reales, y precipita su toma de conciencia: el ser persona consciente de qué la teoría (la versión oficial) y la práctica (la realidad que vive sobre el terreno) difieren. Así, su deambular por Irak cambia, más si cabe al conocer al personaje que le hará las veces de guía y traductor. Un hombre que solo pretende lo que cualquiera: vivir sin miedo; y que le dice <<no eres tú quien tiene que decidir qué tiene que pasar aquí>>. Obviamente, las palabras de Freddy pretenden hacerse oír más allá del alférez; se dirigen al público, también a un país que ha intervenido fuera de sus fronteras justificando u ocultando, de forma amistosa o belicosa, poniendo y deponiendo, a la luz y en la sombra…

lunes, 18 de agosto de 2025

Werner Herzog y el camino


Siempre que camino, pienso; y siempre que pienso, camino. ¿Son dos actividades distintas, aún cuando van acompasadas? Me cuesta encontrar respuestas, a menudo ni las quiero, porque me gusta el caminar y pensar sin precisar objetivos, sin explicarme finalidades en las que solo veo etapas que transitar o de las que alejarse. No me obsesionan las metas, no son importantes; solo hacen e insisten en que lo parezcan. Me decanto por dar pasos propios que en ocasiones siento extraños. Antonio Machado versificó <<Caminante no hay camino, se hace camino al andar…>>, y no le faltaba razón ni sentimiento al poeta al escribirlo, pues la existencia humana no deja de ser un sendero repleto de curvas y de ramificaciones que cada quien ha de andar hasta que deje de hacerlo. Tal como el poeta, muchos otros lo hemos visto así y vivimos conscientes de estar caminando, en la quietud y en movimiento. ¿Cuál es nuestro destino? La respuesta no es importante, lo importante es el caminar. <<Mi primer paso es firme. Y la tierra tiembla. Cuando camino, es un bisonte el que camina. Cuando descanso, es una montaña la que reposa>>, dice Werner Herzog una vez en marcha. Así es su vida y su cine: un constante caminar, lo que quiere decir, que se encuentra dispuesto al movimiento, al viaje, a aceptar los imprevistos del camino, intentando superar los obstáculos no siempre salvables, tantas veces sin rumbo fijo, avanzando o retrocediendo, pues, en ocasiones, regresar sobre los pasos dados posibilita el descubrir nuevos caminos o aquellos que, con anterioridad, pasaron desapercibidos. También el descansar forma parte de cualquier viaje, es necesario el detenerse y contemplarnos y contemplar nuestro alrededor. ¿Qué queda atrás? ¿Qué hay delante? A menudo ignoramos el pretérito y fantaseamos el porvenir en un presente siempre en fuga. Por mucho que caminemos atrapados en él, se nos escapa. Nacido en 1942, en Múnich, cuando el curso de la guerra anunciaba un cambio en el devenir del conflicto mundial, los aliados ya bombardeaban suelo alemán y uno de esos devastadores ataques aéreos convenció a la madre de Herzog para salir de la capital bávara y establecerse en las montañas de Sachrang, en el pueblo más remoto de Baviera, situado en un estrecho valle junto a la frontera con Austria. Allí creció el niño, en contacto con la naturaleza, con la tierra, lejos del mar, con sus costumbres y sus misterios, hasta que a los trece años regresaron a Múnich y descubrió la ciudad. Herzog inició su etapa educativa formal, mas esta no le atraía. La suya era la informal: el vivir en esa educación que uno comprende que nunca se completa, porque es la humana, la que se va haciendo y deshaciendo a lo largo de caminos que conducen a ninguna parte, a paradas imprevistas, a otras esperadas, y a encrucijadas donde elegir sin saber qué se esconde tras el horizonte, si picos o depresiones, si valles fértiles o desiertos en los que alguna fata morgana nos engaña, tal vez para hacernos ver que la vida es sueño o que soñamos vivir hasta que nuestro devenir nos despierte a orillas del fin del mundo o del mar manriqueño…

domingo, 17 de agosto de 2025

El fugitivo (1993)


Primero la televisión bebió del cine y después este lo hizo de aquella, cuando acudió a las series para inspirarse y jugar (lo que las productoras suponían) una apuesta segura, al menos a priori, puesto que se trataba de adaptar seriales cuya popularidad atrajera a las salas a su público, a menudo nostálgico —y el de la nostalgia es un buen negocio—, y a otro tipo de espectadores. Valgan de ejemplo Star Trek (Robert Wise, 1979), La familia Addams (The Addams Family, Barry Sonnenfeld, 1991), Maverick (Richard Donner, 1994), Misión imposible (Mission Imposible, Brian de Palma, 1996), Corrupción en Miami (Miami Vice, Michael Mann, 2006) o El equipo A (The A-Team, Joe Carnahan, 2010). Salvo excepciones, los resultados no deparan películas que se alejen de la mediocridad imperante en los medios de expresión más populares: cine, cómic, música o narrativa. Tal vez por gusto, más que por una mirada objetiva, diría que Misión imposible y Traffic (Steven Soderbergh, 2000) superan la media, y que algunas logran conquistar al público: la saga de Agárralo como puedas (The Naked Gun, David Zucker, 1988) o la de Misión imposible. Una de las más exitosas adaptaciones de teleseries a la gran pantalla ha sido El fugitivo (The Fugitive, 1993), basada en los personajes creados por Roy Huggins, también productor ejecutivo de la película dirigida por Andrew Davis, a partir del guion de David Twohy y de Jeb Stuart. La trama fílmica recoge la propuesta del falso culpable, Richard Kimball (Harrison Ford), que escapa para dar con el verdadero asesino de su mujer y demostrar su inocencia, pues fue hallado culpable de asesinato. La policía apunta que su móvil fue el dinero, pero esto choca con la realidad económica del buen doctor, en la que su labor de neurocirujano le permitía ganarse muy bien la vida. ¿Qué más quería, si tenía cuanto necesitaba? Sobre todo, para el público, resulta chocante tal idea, la descarta porque, desde el primer instante, Davis muestra la inocencia de un personaje enamorado de la víctima. Así nos posiciona a favor del protagonista, simpatizamos con él…

Las pruebas le señalan, a pesar de ser inocente, porque esa es la interpretación de la policía, del tribunal y se supone que del jurado (que no vemos en pantalla). El veredicto dictamina su culpabilidad y se le condena a muerte. Así, de ejecutarse la sentencia, no dejaría de ser un homicidio a sangre fría, un asesinato no muy diferente del que le acusan. La ley, sus ejecutores, estaría matando a una persona que, además, resulta ser inocente. En este punto surge una de tantas contradicciones “legales”, pero lo que prima en El fugitivo es la acción, la persecución, la fiesta; no el entrar a debatir cuestiones incómodas como el matar bajo el amparo de la ley, tema que sí abordaría Tim Robbins en Pena de muerte (Dead Man Walking, 1995). A Davis, que venía de rodar dos thrillers de acción con Tommy Lee Jones, A la caza del lobo rojo (The Package, 1989) y Alerta máxima (Under Siege, 1992), (y a los guionistas) le interesa poner trabas en el recorrido del héroe inocente hacia su meta: dar con el verdadero culpable; hasta entonces, lo único que Kimball puede hacer es huir e investigar por su cuenta. Escapa aprovechando la situación generada por varios convictos, los que intentan fugarse del autobús que los traslada, y así el falso culpable también se convierte en fugitivo y en perseguido. Ahí, en la persecución, entra en juego Samuel Gerard (Tommy Lee Jones), una mezcla de cazador, asesino legal y agente federal a quien no le importa si su presa es culpable o inocente.

Cinco años después del estreno de El fugitivo, Gerard tendría su propia película, la menos afortunada US Marshall (Stuart Baird, 1998), pero en esta el protagonista es Harrison Ford, y la misión de Jones es la de ser su antagonista, aquel que debe atraparle y devolverle al corredor de la muerte. Aunque implacable, el agente no es un obcecado, ni un inepto, sino un tipo duro (y un personaje un poquito menos simple que Kimball, aunque para nada poliédrico) que va reflexionando el caso durante la búsqueda; al fin y al cabo, un poco de reflexión es lo que debería exigir cualquier búsqueda. Como en todos estas películas, el culpable ya ha salido al inicio, de modo que todo gira alrededor de la sorpresa que implica el descubrimiento de lo inesperado; aparte, resultan fundamentales el montaje, para conferir al conjunto apariencia de tensión, y el fondo musical de James Newton Howard, similar a tantos otros de la época, que abandona el fondo y, en no pocas ocasiones, cobra estruendo para enfatizar y condicionar esta película dirigida por Andrew Davis, responsable de varios éxitos comerciales en los 90, siendo El fugitivo la más exitosa de todas las suyas; aunque, si uno se detiene y contempla más allá del espectáculo y el ruido propuestos, ¿que queda? ¿Algo?

sábado, 16 de agosto de 2025

Rincones sin esquinas (historias)

<<Todos tenemos una historia detrás, a los lados y ante nosotros. También las ciudades poseen su propia historia y sus historias. Y todas son especiales y corrientes, y no hay nada de extraordinario en ser ambas, aunque el hecho de ser, lo sea. Dolor, felicidad, aflicción, esperanza, pérdida, culpa, búsqueda, memoria, sangre, amor, olvido,… existen en las piedras y en las casas, sobre el asfalto de hoy, en la tierra de ayer y en el aire de mañana. Caminan sus distancias, acompañando a los viandantes o aguardando en la siguiente esquina, en soledad acompañada o en compañía de la soledad. Las historias viajan con cada existencia, acuden a ella y forman parte de ella. A veces, la memoria las evoca o las rescata, otras aparecen cual fantasma que asusta, algunas llegan cual caricia que nos saca una o diez sonrisas. Las hay que recuperan lugares y personas, queridas y perdidas, olvidos que regresan en el sueño o en la vigilia. Las imágenes que preferimos nos traen dicha, viejos amigos y épocas en la que no logramos enfocarnos con nitidez porque ya son ensoñaciones. Nuestro rostro es la suma de las caras del ayer y del hoy, reflejos de interiores cambiantes. Las ciudades, los pueblos, el campo, la montaña, el mar, el río cercano, nos reflejan, nos acompañan y nos cambian, forman parte de nuestra identidad o, mejor dicho, nos identificamos con sus espacios, que son los nuestros o los creemos nuestros, según por donde se mueva nuestra cotidianidad y nuestra fantasía, puesto que cualquier lugar mezcla lo que es y lo que deseamos sentir que es…>>


El fragmento pertenece al libro Rincones sin esquinas, pp. 21-22.


Rincones sin esquinas se puede adquirir en el siguiente enlace: https://www.amazon.es/dp/B0DW4D4MRP?ref_=pe_93986420_774957520

viernes, 15 de agosto de 2025

Todo es mentira (1994)

El personaje de Coque Malla en El columpio (1993), el cortometraje con el que Álvaro Fernández Armero debutaba en la dirección, introduce el pensamiento de su personaje en la pantalla, afirmando <<Si es que todo es mentira…>>, para ir dejando escuchar su manera de pensar y de sentir hacia la desconocida interpretada por Ariadna Gil, quien, a su vez, piensa para sí y ambos para que los escuchemos. De esa manera, Fernández Armero nos hace testigos del diálogo entre dos interioridades que se desean, pero que temen dar el paso y descubrir la atracción que el uno despierta en la otra, y viceversa. Entre ellos, se establece un diálogo sin voz, sus cuerpos se muestran inseguros y evasivos, mientras que sus voces interiores dejan ver la atracción mutua que sienten. Es una relación efímera, solo posible en ese instante, hay que dar el paso o ya será demasiado tarde cuando el tren llegue a la estación y de allí arranque y los separe. Este tono de comedia juvenil, de pareja, de casualidad, agudiza el aparente hastío del personaje masculino en Todo es mentira (1994), el primer largometraje de Fernández Armero, en el que Coque Malla asume un papel similar, probablemente el mismo joven que en El columpio, que también siente hastío. Está harto de su entorno y asume la idea de irse a Cuenca, como idea de abandonar su vida madrileña, la cotidianidad que le aburre y en la que se encuentra a <<tías bordes y a tíos babosos>>. Pero Pablo, que así se llama el personaje, no se decide a emprender el cambio que, posiblemente, ni siquiera sepa hacia dónde orientar, salvo en la idea de cambiar, el “Cuenca” idealizado, aunque se verá obligado a un cambio real, cuando inicia su relación con Lucía (Penélope Cruz)…

jueves, 14 de agosto de 2025

Luces de candilejas (1954)



Alguna vez he leído que el musical es el género de la alegría y de la felicidad. Supongo que así será para quien eso piense, mas no para quienes lo ven como el género del kitsch (junto con las comedias de teléfono blanco, o rosa, y las más inaguantables: las protagonizadas por Doris Day), y quien no descubre la ensoñación rítmica prometida, la que presume fugarse de las leyes no escritas de la cotidianidad porque el protagonista habla al público o al vecino cantando, mientras una orquesta invisible musicaliza la partitura, o baila en las barbas a la policía que le sale al paso para imponerle su regreso a la falsa realidad. A veces, con excesiva frecuencia, se me atraganta el género, por insípido. Salvo sus canciones y el baile por el baile (la coreografía), ¿tiene algo más que expresar? ¿Alegría? ¿La transmite? ¿La contagia? Depende de quien conteste o en que películas se piense, pero, a veces, ni los ritmos ni las coreografías funcionan; tal vez porque hay ocasiones en las que ni siquiera los temas musicales ni las danzas pueden cubrir la ausencia de una farsa o de una fantasía que cantar y con la que atrapar la atención y la ilusión de quien contempla y escucha a los personajes cantando y bailando.


Cantar y bailar forman parte de la cotidianidad del musical, un género en el que la frivolidad también es cotidiana, y en el que la ñoñería suele reinar; aunque a veces lo hace con estilo, diría que también con cierta sabiduría, y un saber fugarse de la realidad digno de aplauso. Algunas de sus mejores obras escapan de la mediocridad y se asientan y deleitan en el espacio artificial  donde sitúan su ritmo y su sobrado magisterio. En esos casos, que son los menos y suelen estar en manos de los mismos creadores (Arthur Fred, Stanley Donen, Gene Kelly, Vincente Minnelli, Mark Sandrich, Alan Jay Lerner…) hay magia cinematográfica y el género regala un Sombrero de copa (Top Hat, Mark Sandrich, 1934), que supera la mediocridad y la pesadez para ser ligera como los pasos de Fred Astaire, un Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), en la que, bailes y canciones aparte, se ofrece una caricatura (para nada hiriente) del paso del cine silente al sonoro, o un Camelot (Joshua Logan, 1967). Otras, también poseen renombre, pero no deparan la ilusión de estos dos títulos. Se tornan plomizas y la supuesta magia aburre hasta provocar el bostezo en los más aguerridos y el terror en quienes no tenemos ni el aguante ni la valentía para enfrentarnos a Brigadoon (Vincente Minnelli, 1954) o Luces de candilejas (There’s No Business Lilke Show Business, Walter Lang, 1954) y salir con la satisfacción y la sensación de haber vencido. Ante películas como estas, no puedo más que pensar que me divertiría más conversando con la mosca que acaba de entrar en la habitación. Pero ya se ha ido, así que regreso al musical, para decir que es un género complicado de llevar a la pantalla (y a un escenario). Precisa equilibrar bailes, canciones, humor o dramatismo, personajes e historia, si la tiene, y mostrar un todo homogéneo donde no desentonen ninguna de sus partes. Dicho equilibrio lo encontramos en El pirata (The Pirate, Vincente Minnelli, 1948), West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961) o en la ya citada Cantando bajo la lluvia, sin embargo, se encuentra ausente en Luces de candilejas. Aun así, este musical dirigido por Walter Lang se sitúa entre los mejores realizados en la 20th Century Fox, aunque tampoco es mucho decir, pues el de Darryl F. Zanuck no era un estudio que destacase precisamente por sus aportaciones al género...