va de vagos - cine
lunes, 25 de agosto de 2025
De la inutilidad de escribir un blog
Gremlins 2: la nueva generación (1990)
Viendo una película como Gremlins 2: la nueva generación (Gremlins 2: The New Batch, 1990), y tantas otras de las suyas, me da por pensar que Joe Dante es un cineasta “niño” que hace gamberradas para divertirse y divertir a su público, el cual encontrará en el cine de este enamorado de la fantaciencia cinematográfica de serie B guiños y referencias cinematográficas; incluso autorreferencias, concretamente en esta Gremlins 2, comedia que no aporta nada nuevo a su cine (ni al del resto), salvo que le permite mirar a su propia obra y burlarse. La película se justifica en la idea de crear una imagen grotesca y paródica de las famosas criaturas creadas por Chris Columbus, guionista de la original y popular Gremlins (1984), que Dante había dirigido seis años atrás, pues, en la memoria de los aficionados estaba su héroe animado y los bichos malos que, en realidad, eran los que proporcionaban la diversión y la rebeldía al asunto y a una pequeña localidad donde “nunca pasa nada”. En esta secuela, Dante traslada la acción de la familiar y pacífica Kingston Falls a la moderna e impersonal Gran Manzana, para darle un toque musical y cosmopolita a la broma que en sí es su cine, lúdico, que toma la representación como juego en el que la aventura y la fantasía, más que el terror, se combinan con las referencias, el chiste y el humor gamberro que encuentra en las criaturas nocturnas sus máximos exponentes; tal vez por compartir nocturnidad toleren a Fred (Robert Prosky), la imagen televisiva de Drácula, noctámbulo y condenado nocturno por excelencia de la cultura popular. Ese gamberrismo se desata cuando, a partir de una nueva e involuntaria mojadura de Gizmo, cuyo modelo a intimar será el belicoso protagonista de Rambo (First Blood Part II, George Pan Cosmatos, 1985), se multiplica y sus retoños se transforman en rebeldes sin causa después de alimentarse superada la medianoche…
La fiesta ya está montada, en esta ocasión en Manhattan, en las inmediaciones de los escenarios de Broadway, en plena jungla de asfalto; en concreto, en el interior de un edificio de última tecnología. Ese será el escenario donde Dante celebra el evento. Allí, en el interior de la construcción, caricaturiza el “progreso”, que no deja de ser el desequilibrio de un entorno mecanizado donde la tecnología desplaza lo humano, lo deshumaniza y al tiempo ridiculiza el interior (y a sus ocupantes) donde, fruto de la casualidad provocada por el guion, trabajan Billy (Zach Galligam) y Kate (Phoebe Cates), también el doctor Catheter, a quien Christopher Lee presta sus rasgos físicos. La presencia del inolvidable actor británico le brinda a Dante la posibilidad de rendir homenaje a la mítica Hammer, la productora londinense en la que Terence Fisher, Jimmy Sangster, Val Guest o el propio Lee, en ocasiones junto al no menos mítico Peter Cushing, hicieron de las suyas y bien. Otro rostro que recuerda el cine fantástico, en este caso el hecho en la factoría de Roger Corman —que fue uno de los productores Piraña (Piranha, 1978)— es Dick Miller, que aparece en todas las películas de Dante desde Esas locas del cine (Hollywood Boulevard, 1976) hasta Enterrando a las ex (Burying the Ex, 2014). Sumando a lo dicho, los paródicos números musicales de las criaturas —acaso ¿existe un género cinematográfico que se aleje más de la realidad que el musical?—, Rhapsody in blue de George Gershwin incluida, así como los numerosos momentos que remiten a otras películas, entre ellas Batman (Tim Burton, 1989) y El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939), o la introducción Looney Toones protagonizada por el pato Lucas/Daffy, o eso pretende esta antagónica ave animada que compite sin fortuna con el conejo de la suerte, queda claro que el propósito de esta secuela, beneficios económicos aparte, es el homenajear a ese cine de fantasía y serie B que alegraría muchos momentos de la juventud de Dante…
domingo, 24 de agosto de 2025
El chip prodigioso (1987)
Una mirada que recorra su obra fílmica desde el hoy al ayer, lo que suele decirse una retrospectiva, permite ver que el primer largometraje de Joe Dante fue toda una declaración de intenciones y de gustos que vertebrarían el resto de su carrera, pues en Movie Orgy (1968) tomaba de diversas películas de serie B de la década de 1950 para dar forma a una orgía cinematográfica de monstruos y etes que amenazan la Tierra. Esa afición por las películas de bajo presupuesto, que le deleitarían en su infancia y adolescencia —como también lo harían con Steven Spielberg, el productor ejecutivo de varios de sus títulos más populares—, por el humor y la fantasía que desprenden, marcó su rumbo profesional desde sus primeros pasos. Solo hay que ver sus películas para darse cuentan de ello —su segundo largo, Esas locas del cine (Hollywood Boulevard, 1976) lo ambienta en la industria cinematográfica, en una productora de serie Z, más que B—, y también para disfrutar de un tipo de cine sin prejuicios, que busca divertir sin mayor pretensión que el entretenimiento, similar al que el propio director sentiría ante aquellas películas de su juventud que le harían acudir a los cines donde, entre palomitas, gritos, risas y tal vez también un refresco en vaso de cartón, se sentiría como en casa y dejaría volar su ilusión. En general, su obra me divierte, sobre todo algunos títulos de la década de 1980, Gremlins (1984), El chip prodigioso (Innerspace, 1987) y No matarás… al vecino (The ‘Burbs, 1989), y del decenio siguiente, Matinee (1993), en la que el homenaje, más que evidente, es uno de los motores del film. Recuerdo que también Pequeños guerreros (Small Soldiers, 1998) me entretuvo lo suyo, aunque en menor medida que las anteriores. En cualquier caso, todas las nombradas tienen en común la fantasía, el tono de serie B y la pretensión de divertir a su público; algo que, por cierto, creo que logra y no por azar, sino por su habilidad narrativa, su precisión y su sentido del ritmo, claro que también por la desvergüenza de un cineasta sin pretensiones de grandeza ni de reconocimiento artístico e intelectual…
Presumo que Dante quiere un cine de palomitas, divertido, que saque unas risas, precipite saltos sobre el asiento y algún grito de sorpresa, incluso de susto. Comprende y asume que su campo de acción es heredero de los lugares comunes de aquellas producciones fantásticas en las que los monstruos y los invasores de otros planetas eran tan protagonistas (o más) que los humanos; de ahí que tampoco extrañe que dos de sus primeros trabajos fuesen Piraña (Piranha, 1978) y Aullidos (The Howling, 1981), que contaron con guiones de John Sayles, o que fuese el director ideal para llevar a la pantalla las criaturas ideadas por Chris Columbus, ni que en sus películas siempre haya guiños y referencias cinematográficas. En El chip prodigioso hay dos claras: villanos tipo a los que se enfrenta el James Bond interpretado por Sean Connery y Roger Moore y la odisea corporal Viaje alucinante (Fantastic Voyage, Richard Fleischer, 1966). En esta, Fleischer, a partir del guion de Harry Kleiner, tomaba la excusa de una operación a vida o muerte para el viaje y la aventura, pero carecía de humor, quizá tomándose demasiado en serio. Dante hace lo contrario, abandona cualquier opción de seriedad y sale victorioso; es decir: logra un viaje similar al propuesto por Fleischer pero desde la comedia de acción y el cine de colegas tan de moda en los 80, aunque la relación entre Tuck (Dennis Quaid) y Jack (Martin Short) es más íntima de lo habitual, ya que el primero viaja en el interior del segundo. Y como en todo tipo de viaje en el que dos se embarcan, ya sea por carretera o por venas y arterias, se produce un acercamiento y un intercambio, vamos, un aprendizaje del que ambos salen favorecidos. Pero eso es lo de menos, puesto que lo que prima es la aventura y el tono cómico del asunto en el que los héroes, un teniente díscolo y un cajero de supermercado algo bercianos y con problemas de confianza, y la heroína, la intrépida periodista a la que da vida Meg Ryan, se las ven contra una organización que se dedica al robo y venta de tecnología que comprende los beneficios económicos que le puede reportar la tecnología de miniaturización que ha desarrollado el doctor Ozzie Wexler (John Hora) y de la que Tuck, sin más opciones, debido a su carácter entre rebelde y chulesco, se ofrece voluntario para probarla. En definitiva, de las películas que disfruté en mi adolescencia, allá por la segunda mitad de los años 80, El chip prodigioso es de las pocas que aún sigo disfrutando…
sábado, 23 de agosto de 2025
Azucre, instantes de esclavitud
Podría extrapolar el hecho particular aquí expuesto y hablar de la emigración general actual, pero su lectura no me llevo a ello, tampoco me hizo sentir que me trasladaba al momento que la inspira. Hay otros textos que se prestan mejor para mirar cara a cara a la emigración, incluso la propia realidad circundante se abre a tal posibilidad o algunas películas, de ficción o documentales, que miran de cara los movimientos migratorios a los que se ven forzados quienes sufren condiciones de vida tan precarias y dolosas como las de los héroes-víctimas de Azucre. Así, me quedo con la impresión de que lo escrito es lo que hay, sin un espacio fuera de texto natural y consecuente a este a donde acudir para sentirme parte de la lectura —una de las sensaciones más vacías que me depara leer, es descubrirme ajeno al texto—. Lo que hay es un lo tomas o lo dejas. Y así, comprendiendo que solo serás un pasajero pasivo, aceptas o te niegas a acompañar a la escritora coruñesa que embarca a sus jóvenes emigrantes tras un tercio de relato por tierras gallegas, y por breves evocaciones de momentos del pasado reciente que dudo logren aprehender y expresar la realidad migratoria que se viviría en aquella Galicia condenada a ver partir a los suyos, en parte sabiéndose responsable de condenar a los suyos a la emigración. El destino de los emigrantes de Azucre es Cuba, pero más que una realidad geográfica, inicialmente la isla es la posibilidad y la incertidumbre en la que hay cabida para el miedo y la esperanza. Parten hacia la isla caribeña porque en su tierra natal no hay lugar para ellos, obligados por el hambre, las enfermedades, el caciquismo, los localismos, la marginación y el ninguneo secular político, social e histórico por parte del Estado… ni para un porvenir que, de camino al puerto de A Coruña, en el barco que navega el Atlántico y en la isla caribeña, se convierte en presente hiriente en el que los sueños y las esperanzas se transforman en la realidad esclava, la que nunca han abandonado, aunque ahora se trate de una esclavitud visible. El narrador o narradora viaja con ellos, es uno de ellos, a veces habla en primera persona del singular y del plural, otras en tercera en tiempo presente e incluso en pretérito, pero siempre culto y preciso, lo cual hacer dudar que sea uno de los muchachos. ¿Se trata de un viajero temporal, diferente a los que acompaña? ¿O es una decisión narrativa para acercarse y acercarnos a los personajes y su tragedia, cuál crónica que te guía sin invitarte a pensar?…
viernes, 22 de agosto de 2025
Updike, el trompetista y el profesor
<<Los cinco cines de Weiser Street eran el Loew, el Embassy, el Warner, el Astor y el Ritz. Fui al Warner y vi El joven de la trompeta, con Kirk Douglas, Doris Day y Lauren Bacall. Tal como había prometido a mi padre, dentro se estaba caliente. Y tuve además la suerte, lo mejor de todo el día, de entrar cuando empezaban los dibujos animados. Era día 13 y por lo tanto no esperaba tener suerte. Los dibujos eran, naturalmente, del Conejo de la Suerte. En el Loew’s ponían Tom y Jerry, en el Embassy Popeye, en el Astor o bien Disney, el mejor, o bien Paul Terry, el peor. Me compré una caja de palomitas de maíz y otra de almendras Jordan, a pesar de que las dos cosas resultaban perjudiciales para mi piel. Las luces del cine eran de un amarillo muy pálido y el tiempo se fundió rápidamente. Solo al final de la película, cuando el chico, un trompeta cuya historia estaba basada en la vida de Bix Beiderbecke, había logrado por fin librarse de la mujer rica que con sus sonrisa insinuante (Lauren Bacall) había corrompido su arte, y volvía a unirse a la mujer buena y de espíritu artístico (Doris Day), que cantaba mientras detrás de su artística voz sonaba la trompeta de Harry James que Kirk Douglas fingía tocar, y la melodía se elevaba cada vez más como una fuente plateada con las notas de With a Song in My Heart, solo en ese momento, en la última nota, cuando se alcanzaba el éxtasis amoroso más completo, me acorde de mi padre. Me levanté impulsado por una perentoria sensación de llegar tarde…>>*
La película a la que alude Peter, uno de los dos narradores de El centauro, novela escrita por John Updike en 1962, se estrenó en España como El trompetista (Young Man with a Horn, 1950), la dirigió Michael Curtiz, para el estudio en el que llevaba trabajando desde su salida de Hungría a mediados de los Años Veinte. Tal como apunta Updike en su novela, el film de Curtiz atiende al triángulo amoroso, entre la música de trompeta y las recreaciones del trío protagonista… Se inspira en la vida del músico aludido, pero el párrafo de la novela me llama la atención por los cines de la calle, cines que, como el Loew o el Warner, pertenecían a los estudios que producían las películas que en ellos se exhibían. En el Warner, donde Peter entra más que nada para hacer tiempo y guarecerse del frío exterior, se proyecta el film de Curtiz tras el cortometraje de Bugs Bunny, el conejo de la suerte y la estrella animada de la productora. Estrellas también lo eran Tom y Jerry en Metro Goldwyn Mayer, empresa propiedad de Loew’s, o Popeye, en Paramount, después de que la major se hiciese con el control de los estudios de Dave y Max Fleischer.
A través de su narrador, Updike evoca un momento en el que el cine, su producción, su distribución y su exhibición, estaba controlado por los grandes estudios; los cuales poseían sus propias salas y su sistema de distribución, lo que deparaba el monopolio que vería su fin hacia finales de la década de 1940. En 1948, la Corte Suprema confirmaba la sentencia que un par de años antes había dictaminado un tribunal neoyorquino, cuando una sentencia judicial ponía fin a esta práctica (obligación a comprar películas en bloque, imposición del precio mínimo de la entrada, licencias exclusivas), y abría un nuevo horizonte para la industria. Ese fallo posibilitaba un horizonte sin nubes para el desarrollo de la televisión, al tiempo que suponía el fin de los contratos de “por vida” y la proliferación de pequeñas productoras y distribuidoras. Así, fue corriente que los actores y las actrices más populares se convirtieran en los productores de las películas que protagonizaban. Tal sería el caso de John Wayne y su Batjac (fundada en 1952), de Ida Lupino y The Filmakers, creada junto al guionista Collier Young (por entonces, su marido), o de Kirk Douglas, que creó Byrna, la compañía en la que Senderos de gloria (Path of Glory, 1957) y Espartaco (Spartacus, 1960), ambas dirigidas por Stanley Kubrick.
Pero la película evocada por Peter en la novela es un ejemplo más del cine que domina en la pantalla de antes y de ahora, un tipo de cine hecho para ser consumido, no pensado, un cine sin preguntas, sin más respuesta que “confía en el sistema”, “nosotros te entretenemos” y “tú déjate llevar”. Esto no llenaría a los personajes de Updike, tampoco al propio escritor. Los suyos son tipos como Cadwell, que despiertan a una realidad que les atrapa y asfixia, que les merma, incluso que les condena a una existencia de no existir. Tal vez, debido a ello, sean pesimistas; supongo que cualquiera que abra los ojos a la realidad que le rodea no podría volver al optimismo infantil, solo natural en la niñez, en la ingenuidad, en la ilusión, en la ceguera y en la alienación. En El centauro, el autor de Corre, Conejo (1960), escribe el recorrido por la agonía de Cadwell, que sufre un cansancio existencial que pesa como una losa, ¿o es su entorno el que cae sobre él para aplastarle, únicamente porque es diferente, porque hace y se hace preguntas? Parece que ya es el único dispuesto a plantear cuestiones, a ser autocrítico, a preguntarse las mismas preguntas que tantos se plantearon antes que él y que tampocos semejan hacerse después. Cadwell no se encuentra, tal vez por no dejarse llevar por el hedonismo y el consumismo, él continúa pensando e interrogando, aunque sea en silencio, aun consciente de que no obtendrá respuestas ni podrá cambiar el presente ni el futuro de sus alumnos, quizá ni siquiera pueda proteger el de su hijo Peter.
El personaje central de El centauro, uno de los dos, puesto que el otro es Peter, ejerce de profesor en un instituto donde no pocas veces se siente agredido y amenazado, sea por la realidad o por lo que imagina que es la realidad; en todo caso, el centro educativo resulta un medio inhóspito para alguien como él, alguien que comprende que la educación es algo más que lo que observa a diario. Aún así, también resulta su medio natural, puesto que, según dice, enseñar es lo único que sabe hacer esta especie de Quirón moribundo. Updike mezcla dos tiempos, presente y pasado, también mitología griega y costumbrismo del medio oeste, y en tal mezcolanza sitúa a sus personajes, en una narración con dos narradores: en primera persona y en tiempo pretérito (Peter) y en tercera omnisciente en presente. Y desarrolla la acción en tres días y dos noches, el tiempo que Cadwell y Peter tardan en regresar a casa. Como le sucede a Odiseo en su retorno a Ítaca, los encuentros y las trabas dan sentido a los personajes, les hace mostrarse al lector, tal como son, tal como Updike quiere que sean…
*John Updike: El centauro (traducción de Enrique Murillo). Círculo de Lectores, Barcelona, 1993.
jueves, 21 de agosto de 2025
Factótum (2005)
*Charles Bukowski: Lo que más me gusta es rascarme los sobacos.
miércoles, 20 de agosto de 2025
Green Zone: Distrito protegido (2009)
lunes, 18 de agosto de 2025
Werner Herzog y el camino
domingo, 17 de agosto de 2025
El fugitivo (1993)
Las pruebas le señalan, a pesar de ser inocente, porque esa es la interpretación de la policía, del tribunal y se supone que del jurado (que no vemos en pantalla). El veredicto dictamina su culpabilidad y se le condena a muerte. Así, de ejecutarse la sentencia, no dejaría de ser un homicidio a sangre fría, un asesinato no muy diferente del que le acusan. La ley, sus ejecutores, estaría matando a una persona que, además, resulta ser inocente. En este punto surge una de tantas contradicciones “legales”, pero lo que prima en El fugitivo es la acción, la persecución, la fiesta; no el entrar a debatir cuestiones incómodas como el matar bajo el amparo de la ley, tema que sí abordaría Tim Robbins en Pena de muerte (Dead Man Walking, 1995). A Davis, que venía de rodar dos thrillers de acción con Tommy Lee Jones, A la caza del lobo rojo (The Package, 1989) y Alerta máxima (Under Siege, 1992), (y a los guionistas) le interesa poner trabas en el recorrido del héroe inocente hacia su meta: dar con el verdadero culpable; hasta entonces, lo único que Kimball puede hacer es huir e investigar por su cuenta. Escapa aprovechando la situación generada por varios convictos, los que intentan fugarse del autobús que los traslada, y así el falso culpable también se convierte en fugitivo y en perseguido. Ahí, en la persecución, entra en juego Samuel Gerard (Tommy Lee Jones), una mezcla de cazador, asesino legal y agente federal a quien no le importa si su presa es culpable o inocente.
Cinco años después del estreno de El fugitivo, Gerard tendría su propia película, la menos afortunada US Marshall (Stuart Baird, 1998), pero en esta el protagonista es Harrison Ford, y la misión de Jones es la de ser su antagonista, aquel que debe atraparle y devolverle al corredor de la muerte. Aunque implacable, el agente no es un obcecado, ni un inepto, sino un tipo duro (y un personaje un poquito menos simple que Kimball, aunque para nada poliédrico) que va reflexionando el caso durante la búsqueda; al fin y al cabo, un poco de reflexión es lo que debería exigir cualquier búsqueda. Como en todos estas películas, el culpable ya ha salido al inicio, de modo que todo gira alrededor de la sorpresa que implica el descubrimiento de lo inesperado; aparte, resultan fundamentales el montaje, para conferir al conjunto apariencia de tensión, y el fondo musical de James Newton Howard, similar a tantos otros de la época, que abandona el fondo y, en no pocas ocasiones, cobra estruendo para enfatizar y condicionar esta película dirigida por Andrew Davis, responsable de varios éxitos comerciales en los 90, siendo El fugitivo la más exitosa de todas las suyas; aunque, si uno se detiene y contempla más allá del espectáculo y el ruido propuestos, ¿que queda? ¿Algo?
sábado, 16 de agosto de 2025
Rincones sin esquinas (historias)
<<Todos tenemos una historia detrás, a los lados y ante nosotros. También las ciudades poseen su propia historia y sus historias. Y todas son especiales y corrientes, y no hay nada de extraordinario en ser ambas, aunque el hecho de ser, lo sea. Dolor, felicidad, aflicción, esperanza, pérdida, culpa, búsqueda, memoria, sangre, amor, olvido,… existen en las piedras y en las casas, sobre el asfalto de hoy, en la tierra de ayer y en el aire de mañana. Caminan sus distancias, acompañando a los viandantes o aguardando en la siguiente esquina, en soledad acompañada o en compañía de la soledad. Las historias viajan con cada existencia, acuden a ella y forman parte de ella. A veces, la memoria las evoca o las rescata, otras aparecen cual fantasma que asusta, algunas llegan cual caricia que nos saca una o diez sonrisas. Las hay que recuperan lugares y personas, queridas y perdidas, olvidos que regresan en el sueño o en la vigilia. Las imágenes que preferimos nos traen dicha, viejos amigos y épocas en la que no logramos enfocarnos con nitidez porque ya son ensoñaciones. Nuestro rostro es la suma de las caras del ayer y del hoy, reflejos de interiores cambiantes. Las ciudades, los pueblos, el campo, la montaña, el mar, el río cercano, nos reflejan, nos acompañan y nos cambian, forman parte de nuestra identidad o, mejor dicho, nos identificamos con sus espacios, que son los nuestros o los creemos nuestros, según por donde se mueva nuestra cotidianidad y nuestra fantasía, puesto que cualquier lugar mezcla lo que es y lo que deseamos sentir que es…>>
El fragmento pertenece al libro Rincones sin esquinas, pp. 21-22.
Rincones sin esquinas se puede adquirir en el siguiente enlace: https://www.amazon.es/dp/B0DW4D4MRP?ref_=pe_93986420_774957520
viernes, 15 de agosto de 2025
Todo es mentira (1994)
El personaje de Coque Malla en El columpio (1993), el cortometraje con el que Álvaro Fernández Armero debutaba en la dirección, introduce el pensamiento de su personaje en la pantalla, afirmando <<Si es que todo es mentira…>>, para ir dejando escuchar su manera de pensar y de sentir hacia la desconocida interpretada por Ariadna Gil, quien, a su vez, piensa para sí y ambos para que los escuchemos. De esa manera, Fernández Armero nos hace testigos del diálogo entre dos interioridades que se desean, pero que temen dar el paso y descubrir la atracción que el uno despierta en la otra, y viceversa. Entre ellos, se establece un diálogo sin voz, sus cuerpos se muestran inseguros y evasivos, mientras que sus voces interiores dejan ver la atracción mutua que sienten. Es una relación efímera, solo posible en ese instante, hay que dar el paso o ya será demasiado tarde cuando el tren llegue a la estación y de allí arranque y los separe. Este tono de comedia juvenil, de pareja, de casualidad, agudiza el aparente hastío del personaje masculino en Todo es mentira (1994), el primer largometraje de Fernández Armero, en el que Coque Malla asume un papel similar, probablemente el mismo joven que en El columpio, que también siente hastío. Está harto de su entorno y asume la idea de irse a Cuenca, como idea de abandonar su vida madrileña, la cotidianidad que le aburre y en la que se encuentra a <<tías bordes y a tíos babosos>>. Pero Pablo, que así se llama el personaje, no se decide a emprender el cambio que, posiblemente, ni siquiera sepa hacia dónde orientar, salvo en la idea de cambiar, el “Cuenca” idealizado, aunque se verá obligado a un cambio real, cuando inicia su relación con Lucía (Penélope Cruz)…
jueves, 14 de agosto de 2025
Luces de candilejas (1954)
Alguna vez he leído que el musical es el género de la alegría y de la felicidad. Supongo que así será para quien eso piense, mas no para quienes lo ven como el género del kitsch (junto con las comedias de teléfono blanco, o rosa, y las más inaguantables: las protagonizadas por Doris Day), y quien no descubre la ensoñación rítmica prometida, la que presume fugarse de las leyes no escritas de la cotidianidad porque el protagonista habla al público o al vecino cantando, mientras una orquesta invisible musicaliza la partitura, o baila en las barbas a la policía que le sale al paso para imponerle su regreso a la falsa realidad. A veces, con excesiva frecuencia, se me atraganta el género, por insípido. Salvo sus canciones y el baile por el baile (la coreografía), ¿tiene algo más que expresar? ¿Alegría? ¿La transmite? ¿La contagia? Depende de quien conteste o en que películas se piense, pero, a veces, ni los ritmos ni las coreografías funcionan; tal vez porque hay ocasiones en las que ni siquiera los temas musicales ni las danzas pueden cubrir la ausencia de una farsa o de una fantasía que cantar y con la que atrapar la atención y la ilusión de quien contempla y escucha a los personajes cantando y bailando.
Cantar y bailar forman parte de la cotidianidad del musical, un género en el que la frivolidad también es cotidiana, y en el que la ñoñería suele reinar; aunque a veces lo hace con estilo, diría que también con cierta sabiduría, y un saber fugarse de la realidad digno de aplauso. Algunas de sus mejores obras escapan de la mediocridad y se asientan y deleitan en el espacio artificial donde sitúan su ritmo y su sobrado magisterio. En esos casos, que son los menos y suelen estar en manos de los mismos creadores (Arthur Fred, Stanley Donen, Gene Kelly, Vincente Minnelli, Mark Sandrich, Alan Jay Lerner…) hay magia cinematográfica y el género regala un Sombrero de copa (Top Hat, Mark Sandrich, 1934), que supera la mediocridad y la pesadez para ser ligera como los pasos de Fred Astaire, un Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), en la que, bailes y canciones aparte, se ofrece una caricatura (para nada hiriente) del paso del cine silente al sonoro, o un Camelot (Joshua Logan, 1967). Otras, también poseen renombre, pero no deparan la ilusión de estos dos títulos. Se tornan plomizas y la supuesta magia aburre hasta provocar el bostezo en los más aguerridos y el terror en quienes no tenemos ni el aguante ni la valentía para enfrentarnos a Brigadoon (Vincente Minnelli, 1954) o Luces de candilejas (There’s No Business Lilke Show Business, Walter Lang, 1954) y salir con la satisfacción y la sensación de haber vencido. Ante películas como estas, no puedo más que pensar que me divertiría más conversando con la mosca que acaba de entrar en la habitación. Pero ya se ha ido, así que regreso al musical, para decir que es un género complicado de llevar a la pantalla (y a un escenario). Precisa equilibrar bailes, canciones, humor o dramatismo, personajes e historia, si la tiene, y mostrar un todo homogéneo donde no desentonen ninguna de sus partes. Dicho equilibrio lo encontramos en El pirata (The Pirate, Vincente Minnelli, 1948), West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961) o en la ya citada Cantando bajo la lluvia, sin embargo, se encuentra ausente en Luces de candilejas. Aun así, este musical dirigido por Walter Lang se sitúa entre los mejores realizados en la 20th Century Fox, aunque tampoco es mucho decir, pues el de Darryl F. Zanuck no era un estudio que destacase precisamente por sus aportaciones al género...