Mi voz interior es silenciosa, constante, a veces martillo, elocuente a ratos, siempre íntima, en ocasiones forzadamente poética, cuando siente la necesidad escucharse más allá de la realidad y sentir la exageración del sentimiento y de la emoción. No suele hablarme con lirismo, suele aprisionarme y liberarme, preguntar e inventar respuestas que sabe incorrectas o incompletas, más bien pregunta y responde en la contradicción de quienes somos los que ocupamos su tiempo. Es mentirosa y sincera, vive en la necesidad de convencerme, de justificarme, de culparme, de explicarme en entornos que siempre escapan a su comprensión. Somos seres extraños, me dice, incluso para nosotros mismos. Nos sorprendemos en la distancia del tiempo, de adultos recordándonos en constante invención y de niños inventándonos en fantasías que quizá algún día lleguen a ser recuerdo. Nos recordamos e inventamos porque de otro modo ¿cómo saber que estuvimos y todavía estamos? ¿Qué somos? ¿Somos huellas a punto de ser borradas por mares simbólicos como el que Víctor Erice simboliza en el Cantábrico que abre y cierra La Morte Rouge (Soliloquio) (2006)? Todos tenemos una voz interior, que nunca llega a ser plenamente sincera en el exterior, incluso dudo que lo sea dentro. La de Erice abandona el silencio y se hace audible para expresar reflexión e intimidad cinematográfica durante la media hora que dura este gran cortometraje escrito y dirigido como parte de la muestra Erice - Kiarostami: Correspondencias. El cineasta vasco asume la voz de narrador en tercera persona para referirse y evocar a su yo infantil en un momento de su vida en el que <<para él, realidad y ficción era todavía la misma cosa>>.
La voz de Erice recorre la Concha en diciembre de 2005 y observa el edificio moderno inexistente en 1922, cuando se inauguró el Gran Casino Kursaal, que sería demolido en 1973. Las fotografías del ayer, las imágenes de archivo y la propia memoria le permiten trasladarse a la infancia, la suya y la de ese espacio nacido para el juego que no tardó en prohibirse. También para ser símbolo de la burguesía donostiarra. Aquel entonces, dio paso a la II República y poco después al golpe de estado que precipitó la Guerra Civil y la posterior represión franquista, mientras en el resto de Europa y del mundo otra guerra tomaba el relevo y corroboraba por enésima vez que la violencia y la muerte de unos a manos de otros, todos intercambiables, forman parte de la existencia y destrucción de nuestra especie. Erice habla de esas situaciones que se producen poco antes de su nacimiento y en su niñez, pero lo hace sin apenas detenerse en ellas porque en 1946, cuando tiene cinco años, el miedo que le impacta no es el que se respira en la sociedad española sino el que de repente siente en su primer contacto con el cine; viendo la primera película de su vida: La garra dorada (The Scarlett Claw, Roy William Neill, 1944). Es un momento crucial en la vida del niño, tiene cinco años y el cine entra en su vida trastocando su hasta entonces pacífica e inocente existencia.
La suma de cuanto vemos y escuchamos es un paseo impagable por la memoria de un cineasta que explica parte de sí a partir del recuerdo de aquella primera película que vio en el Kursaal y que abrió una nueva etapa de su vida. Nombra a su director, Roy William Neill, a su pareja protagonista, Basil Rathbone y Nigel Bruce, y a Gerald Hamer, el actor que interpretó al personaje que más le impactó: Potts, el cartero de La Morte Rouge, una ciudad imaginaria ubicada en <<un país que no figura en los mapas, llamado cine>>. Ese espacio fantaseado por Roy William Neill para la aventura de Sherlock Holmes y Watson en La garra escarlata y, sobre todo, el cartero Potts despiertan la curiosidad del niño que ve las imágenes al tiempo que se pregunta qué sucede entre estas y quienes en la sala oscura las contemplan ensimismados. Ese instante de impacto entre la realidad y la ficción, que viven los espectadores, para él también resulta impactante, pero los experimenta de una forma distinta. Le descubre la muerte y el asesinato. Entonces el miedo se hace real en su mente y la inocencia avanza hacia su inevitable pérdida: distinguir entre realidad y ficción, que abren un corredor intermedio abierto a múltiples espacios entre ambos, como sería el arte y la interpretación del tiempo, la mirada subjetiva y cómplice del público que observa la película o el miedo que tras la proyección ocupa la mente del niño.
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