jueves, 23 de marzo de 2023

El pan y la calle (1970)

El primer film de Abbas Kiarostami, El pan y la calle/Pan y callejuela (Nan va Koutcheh, 1970), se desarrolla sin diálogos y en apenas diez minutos, durante los cuales, el cineasta iraní expone y avanza algunos de los intereses y ejes que vertebran su obra: sencillez y veracidad en lo expuesto o, por ejemplo, la infancia (a la que el mundo adulto exige disciplina, más allá de esto, permanece indiferente), lo cotidiano y una situación que escapa a dicha cotidianidad, y empuja a los protagonistas a buscar una solución, búsqueda que inicia su odisea —esto sucederá también en su segundo corto, La hora del recreo (Zang-e tafrih, 1972), o mismamente en su primer “éxito internacional”: ¿Donde está la casa de mi amigo? (Jane-ye dust koyast?, 1987)—. Austero y de tono realista, este cortometraje sigue el recorrido de un niño que regresa a casa después de haber ido a por el pan. Es un trayecto corto, pero intenso, primero entretenido, da puntapiés futbolísticos a una lata, y después peligroso, por un momento imposible de recorrer, para la mente infantil, lo que lo convierte en una odisea y, como tal, depara una experiencia vital que implica aprendizaje, desarrollo de destrezas y superación de miedos. El triunfo del niño se gesta desde la duda, la observación y el ingenio, que debe avivar para salvar las trabas y su temor al perro que al inicio le ladra y le asusta. El pequeño retrocede a velocidad “endiablada” por la callejuela apenas transitada. Se detiene, se rasca la cabeza, señal de que no sabe qué hacer, pero el peligro no desaparece de su mente ni de su realidad física. Ahora unas mulas están a punto de arrollarle y después un ciclista. Lleva un buen rato de espera, a ver qué se le ocurre para llegar a casa sin que el perro le ataque. Tiene miedo, también sueño; ¿hambre?, lo dudo, sino hincaría el diente al pan que lleva bajo el brazo —¿tú no lo harías? Yo, sí—, y seguro que muchas ganas de llegar a la protección casera.

El rostro del pequeño es un poema de emociones contradictorias, de quiero y no puedo, de vivir la realidad de su mente y la física que le envuelve, y en la que encuentra una solución; al menos, esa es su idea. La cámara de Kiarostami se fija en un anciano que se aproxima en la distancia, el niño espera a que pase, el hombre ni le mira (ni siquiera se da cuenta de su presencia), y le sigue de cerca. Tanto, que parece su sombra. Ve en el adulto su protección ante el perro, pues si ladra a alguien, será a su escudo humano; pero el camino del paisano es más corto que el suyo y no alcanza a salvarle del escollo, lo que implica que, nuevamente, se quede solo y deba enfrentarse sin ayuda a su temor y al perro que tan fiero pinta en su pensamiento, y al que pretende entretener lanzándole un trozo de pan. El can devora la masa y, agradecido por el bocado, lo acompaña cual buen compañero hasta la puerta de su casa, donde el niño entra y el colega canino aguarda en la puerta, a la espera de que su nuevo amigo salga o a que alguien llame su atención y algo suceda: un nuevo niño, un nuevo comienzo, un nuevo bocado; y para Kiarostami un final abierto a nuevos espacios humanos y cinematográficos que recorrer por aulas y patios de colegio, a través de olivos o paseando otros caminos que quizá se lleve el viento.



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