Hasta <<dar cera, pulir cera>>, el mayor éxito de John G. Avildsen había sido Rocky (1976), cuyo protagonista le daba con saña al chuletón y al lomo de cerdo en la nevera del local donde se entrenaba para subir escaleras y, al fin, estirar los brazos y dar un par de saltos al son de la música compuesta por Bill Conti. Con Karate Kid (The Karate Kid, 1984) repitió el logro, aunque la repetición que me interesa señalar es otra. Me refiero a la superación de los protagonistas. En ambas películas se presentan ante nosotros como desheredados, cada uno a su manera, pero, a medida que avanza el metraje, la suerte les sonríe y les pone en el camino el reto que les conducirá al triunfo y al éxito. Además, durante ese camino de la nada a la gloria, ninguno está solo, tiene buena compañía y los mejores entrenadores. Cierto que Rocky no logra alzarse con el cinturón de campeón mundial en su primer combate contra Apolo, pero sale del combate siendo el triunfador moral y el hombre que se gana las simpatías del público, lo que implica el éxito que hasta entonces nunca había saboreado. En menor escala, puesto que su combate es local, Danny (Ralph Macchio) sí logra vencer gracias a las enseñanzas del señor Miyagi (Pat Morita), el amigo oriundo de Okinawa que no deja de decir frases hechas que todavía resuenan en mis oídos para sacarme una sonrisa sospechosamente cínica. Ahora recuerdo aquella de <<no hay malos alumnos, hay malos profesores>>. A estas alturas, solo un estereotipo como Miyagi, salido de un cuento de hadas para niñas y niños, incluso más infantil de lo que pueda ser Rocky y sus secuelas, no se sonroja al decirlas. El héroe de Karate Kid no deja de ser una cenicienta más, una que también pasa del olvido y de la marginalidad a encontrarse con su hado padrino y de ahí al estrellato.
viernes, 15 de enero de 2021
Karate Kid (1984)
El cine de Avildsen, al menos las dos películas bandera de una filmografía bastante discreta, se adapta plenamente al cine comercial de finales de la década de 1970 y la totalidad de la siguiente, decenio durante el cual el infantilismo cinematográfico adquirió cotas alarmantes. Es comprensible que ambas producciones gustasen al público al que estaban destinadas, pues ambas apuestan por la versión más simple de la superación, la del individuo corriente, en versión adulta y adolescente, que supera su mediocridad, con teson, lucha y corazón, y alcanza la excepcionalidad y la cumbre. Karate Kid es un film infantil —y visto así, cumple alegremente su cometido—, una película de amistad y de aprendizaje, pero también resulta una involución de la superación expuesta en Rocky, que en sus limitaciones entretiene con un ritmo más fluido y una narrativa de mayor consistencia, tiene sus momentos y estos superan en emoción y en calidad a cuaquiera de los que componen el trayecto de Danny hacia el campeonato de karate donde debe batirse con los alumnos del Cobra Kai, el dogo del profesor que, en su exageración de estereotipo, más que miedo o rechazo, da risa. Rocky podía ser un cuento, pero no era un chiste, también era una sublimación del sueño americano, de la competición, del todo es posible en América y que siga la música, mientras que Karate Kid es una propuesta destinada a un público adolescente, que no pasa de ser una broma en su búsqueda de rizar el rizo del sueño infantil de conquistar la mediocridad. Para ello, Alvidsen toma como protagonista a un muchacho que acaba de cambiar de ciudad, con todo lo que conlleva un reinicio en un lugar distinto donde no conoce a nadie y donde sufre el rechazo y algunos golpes de un grupo formado por clichés al servicio del héroe. Pero esto apenas importa a los responsables del film, en realidad, no importa nada que no sea introducir un par de secuencias que justifiquen o den una razón plausible al aprendizaje que inicia bajo la tutela del señor Miyagi. Finalmente, Danny aprende y, en la posterior competición, ya no es aquel muchacho que se las da de simpático porque se siente atraído por la joven (Elizabeth Shue) cuyo ex le atiza en la playa, donde también él se muestra un tanto falso en su ataque, como volverá a repetirlo en el aseo, durante la fiesta de disfraces en la que ducha a su antagonista. Pero lo dejaremos estar, puesto que Danny es el héroe adolescente, uno que se iguala a otros tantos de su época, aunque no sea un rebelde sin rebeldía, como pudo serlo el insoportable protagonista de Todo en un día (Ferris Bueller’s Day Off, John Hughes, 1986); en fin, en veinticuatro horas, Ferris se quedó sin nada.
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