sábado, 23 de enero de 2021

Huracán Carter (1999)


Recuerdo el lugar y las noches de verano en las que fui descubriendo Hurricane. Posiblemente, fue entonces cuando sentí que Bob Dylan era algo más que el nombre de un cantante en la distancia y del rostro que había visto en un western peckinpahiano. Gracias a esa canción, su voz dejó de ser lejana, ya no era la que llamaba a las puertas del cielo. La voz de Dylan me emocionó en comunión con la guitarra, el violín y la percusión que se combinaban para transmitirme una sensación que no voy a describir. No quiero adulterarla ni falsearla, quiero revivirla como creo que pudo ser y como todavía logra ser. Lo cierto es que me emocionó de una forma distinta al resto de temas que sonaban en aquel local donde no comprendía ni entendía la letra que despertó mi curiosidad. Es posible que preguntase, no recuerdo a quién, quizá a un amigo o a alguien que jugaba al futbolín, uno de los genios que todos reconocíamos profesionales del lugar. Quizá ese alguien fuese inexistente o llamase a las puertas de la ebriedad, o puede que descubriese el título y el autor, que me cantaba sobre un boxeador encarcelado injustamente, de otra fuente, en otro tiempo y lugar. Supongo que aquellas noches no le di mayor importancia, ni a la fuente ni a la letra de la que apenas comprendía “the story of the Hurricane” y “Champion of the World”. Semanas después, cuando regresó la vida otoñal, aún tan luminosa como la estival, la canción seguía ahí, pero con la certeza de que ya no me libraría de ella. Fui consciente de que se había convertido en manía “persecutoria” y decidí comprar el vinilo para suavizarla, también para dar rienda suelta a la nostalgia posveraniega, al goce y a la curiosidad. No puedo decir cuántas veces escuché aquel tema, ni cuándo comprendí que, aparte de apodo, fenómeno atmosférico o canción, Hurricane era denuncia y llamada. Fue el otoño del Huracán que pegó más fuerte en mi vida, fueron los meses de sentir ese tema de más de ocho minutos como algo que enraizaba en mi interior y me hacía sentir emociones contrarias: gozo y rabia. Lo grababa en las cintas que llevaba al trastero donde nos reuníamos varios amigos, lo escuchaba en una discoteca en la que alguien de minoría de edad se colaba a horas en las que se le suponía en la cama. Años después, la canción, la historia y Dylan formaban parte de mi memoria, de modo que no pude resistir la llamada de Norman Jewison cuando llevó a la pantalla la historia que, en la intimidad, en grupo reducido o en multitudes, Dylan me había cantado tantas veces. Era la historia de Rubin “Hurricane” Carter, la historia de una injusticia llamada racismo y la historia de los abusos sufridos por ese hombre que pudo haber sido campeón del mundo.



Treinta y dos años antes de Huracán Carter (The Hurricane, 1999), Jewison había realizado En el calor de la noche (In the Heat of the Night, 1967), un reconocido policíaco en el que denunciaba el racismo en una comunidad sureña donde, finalmente, se produce reconocimiento y acercamiento, se produce un mensaje de poner fin a una sinrazón cuya única meta es perpetuar el odio. Teniendo en mente este film, que Rod Steiger sea el juez que dicta que se ha cometido una injusticia con Rubin Carter (Denzel Washington) me parece significativo, porque es su personaje en el film apuntado arriba quien acaba reconociendo un igual en el agente interpretado por Sidney Poitier. Tras un largo tira y afloja entre ambos personajes, en la estación donde concluye la película, se confirma el acercamiento entre individuos, pero también entre dos comunidades separadas por el odio y los abusos raciales. Es un momento de acercar posturas, de que los blancos reconozcan la igualdad de los negros y las injusticias que han cometido. Algo similar sucede en esa sala donde se reconoce el error que ha provocado unos veinte años de encarcelamiento, de dolor y aislamiento, de sobrevivir y de lucha por la libertad ya no legal, sino la interior: una libertad a la que muy pocos, sin distinción del color de piel, alcanzan. Pero Huracán Carter no solo cuenta la historia del boxeador, sino la del adolescente que lo descubre a través de la lectura de su biografía, siete años después de que la publiquen. El inicio de la película muestra ese instante anterior a la comercialización del manuscrito, muestra a Carter preparándose para la batalla carcelaria, para defender, aún a costa de violencia y sangre, lo único que realmente tiene valor para él: su vida. Pero resulta que su vida, o su esperanza para gritar su inocencia y recuperar la libertad física, es el manuscrito que logra esconder y enviar a una editorial. Esas hojas, editadas y transformadas en el libro que luce en un escaparate, caerán en las manos de Lesra (Vicellous Reon Shannon), que también tiene su historia. Hasta que se produce el encuentro entre ambos, Jewison narra sin linealidad temporal: salta de un pasado al anterior, avanza o vuelve a retroceder, y da la suficiente información que permita conocer hechos y personajes. Este uso del tiempo confiere una sensación de movimiento continúa, a la hora de reconstruir los hechos que Lesra lee en la casa de acogida donde dos hombres y una mujer le preparan para que logre su acceso a la universidad. Estos tres canadiense se han convertido en familia para el adolescente, y también acaban siéndolo de Carter, hasta entonces alejado de todo y de todos, buscando su libertad interior y rechazando el exterior que tanto le ha quitado.

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