El gran salto (1994)
<<Los negocios son la guerra. No hay prisioneros ni segundas oportunidades>>, salvo que el negocio sea el círculo para niños que arrasará en esta comedia “a lo Capra” en la que los hermanos Coen ironizan sobre la deshumanización empresarial. Aunque, más que comedia, El gran salto (The Hudsucker Proxy, 1994) es una sátira que hereda rasgos del Hollywood clásico, a partir de los cuales Ethan y Joel Coen recrean su propia mitología, reconocible, en la que utilizan las influencias recibidas para, en este caso, dar forma de comedia y de fantasía a su irónica reflexión sobre el sueño americano, el capitalismo, la oferta, la demanda y el consumo masivo de lo inútil, el periodismo y la estupidez, una mezcla humorística que encuentra su centro neurálgico en el interior del rascacielos donde un don nadie llega a presidente de la compañía gracias a su supuesta idiotez.
Se trata de Norville Barbes (Tim Robbins), un joven recién licenciado en la universidad de su ciudad natal, que abandona en busca del éxito. Norville es la imagen de la impaciencia por triunfar, la del muchacho que cree comerse el mundo y el prototipo del ideal creado en torno al llamado sueño americano, la de su ingenuidad, que quizá provoque que se crea las mentiras que esconden intereses que nada tienen de oníricos. Antes hablé de Capra y la alusión la justifica El gran salto al tomar como modelos Juan Nadie (Meet Joe Doe, 1941) y ¡Qué bello es vivir! (It's a Wonderful Life, 1947) y distorsionar los reflejos que recibe de ambas para darle forma de caricatura, que los Coen ambientan en 1958, minutos antes de que entre un nuevo año. En ese instante, Norville ya no vive el sueño americano, o eso es lo que parece en la cornisa de la planta cuarenta y cuatro del edificio Hudsucker, la cima del sueño del “hombre hecho a sí mismo” y de la deshumanizada maquinaria empresarial donde Norville había llamado la atención por ser demasiado humano, o quizá solo humano. Queda claro en la primera media hora de metraje, quizá la parte más brillante e irónica de la película, que este joven vive en su realidad paralela, una donde la inocencia marca los pasos a seguir y genera interpretaciones opuestas en quienes lo observan —como es el caso de la aguerrida reportera interpretada por Jennifer Jason Leigh. Pero en ese otro espacio, al que accede en el mismo instante que Hudsucker (Charles Durning) sale por la ventana del último piso, la ética brilla por su ausencia. Para sustituir el vacío dejado por el jefe y seguir manteniendo el control de la empresa, Massburger (Paul Newman) y el resto del consejo de la compañía, que ha visto como su fundador y máximo accionista subía a la mesa de reuniones, intentaba acelerar el paso, atravesaba la cristalera y caía libre y en caída libre desde el cuarenta y cuatro sin contar la planta baja, pretenden llenarlo con alguien que pueda manejar; precisan a alguien como Norville. Esa gran corporación es la única que no exigía experiencia, de ahí que consiguiese un empleo que no exigía experiencia previa; solo acatar y esperar, dos características que no posee el joven que en el presente que abre el cuento se encuentra en la cornisa donde el futuro no puede ser mañana, porque en un segundo ya es ayer. Pero no sucede lo mismo con el pasado, que por muchos segundos que pasen continua siendo ayer, y este nos explica los hechos que llevaron a Norville a lo alto del edificio, a conocer el éxito y el fracaso; a sentir el calor y el rechazo en un mundo cambiante donde un sencillo círculo puede ser un éxito de ventas y donde el futuro es ahora.
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