sábado, 9 de enero de 2021

La venus de las pieles (2013)


El plano-secuencia con el que Roman Polanski abre La Venus de las pieles (La Venus a la fourrure, 2013) avanza por un paseo que conduce ante la fachada de un viejo teatro que la cámara encuadra y donde la caminante, a quien todavía no vemos, entra. Esta introducción apunta que el personaje, o quizá un fantasma/cámara, el film y el público se adentran en la representación de la representación que en sí misma es toda obra teatral y toda película de ficción. Y lo que se verá en el interior del edificio será la puesta en escena de un fragmento de la obra que un autor pretende llevar a cabo, aunque todavía no ha encontrado la actriz ideal para el papel. Esa caminante invisible, espectral o imaginaria, es la actriz que se corporeiza en la noche, cuando ya nadie se encuentra dentro del recinto, salvo el escenógrafo que primero la rechaza —aunque no lo diga la prejuzga vulgar e inapropiada— y posteriormente se rinde ante ella, pues es una actriz que domina el personaje y también lo domina a él. A medio camino entre
 Lunas de hiel (Bitter Moon, 1992) y La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994), asume parte del juego dominación/humillación de la primera y en la acotación espacio-temporal de la segunda, La Venus de las pieles atrapa entre cuatro paredes a sus dos personajes para oponerlos en una lucha de sumisión y control que se inicia con la aparición de Vanda (Emmanuelle Seigner), la actriz que se presenta de la nada para adueñarse de ese escenario donde juega con la comprensión, la fantasía, los deseos, la falsa superioridad y las represiones del autor de la adaptación de la novela de Leopold von Sacher-Masoch.


La presentación de ambos personajes muestra una imagen que se irá alterando a medida que Thomas (
Mathieu Amalric) se adentre en sus propios deseos, aquellos que Vanda despierta desde una mezcla de sugerencia, sensualidad, morbo e inteligencia con la que engatusa a su marioneta, con quien juega hasta conducirlo al terreno en el que ella lo domina. Hablando de terrenos dominados habría que decir que Polanski es un cineasta que sabe manejarse a la perfección en espacios cerrados sin caer en la teatralidad, puesto que emplea la acotación espacial como parte fundamental de los personajes y de los hechos que suceden o viven. Esos lugares, sean apartamentos o el teatro donde se desarrolla este film —basado en la pieza teatral de David Ives— ayudan a crear el tono malsano que genera la sensación de estar atrapado, pero, en este caso, el espacio no reprime, sino que es lugar escogido para la venganza femenina y para la liberación del personaje que esclaviza a su autor, que busca su placer en el juego de sumisión y dominio que cree en sus manos hasta que comprende que es un juguete en las manos, cuerpo y mente de la mujer que lo humilla y lo lleva allí donde primero no quiere ir, luego desea ir y posteriormente teme ir, quizá porque, finalmente, descubre que ahí no dirige ni crea, tan solo acata y se deja hacer cual marioneta que nunca ha tenido el control porque hay quien lo maneja.



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