miércoles, 27 de diciembre de 2017

Noche y niebla (1955)


<<Trenes precintados con cerrojos. En proporción de cien deportados por vagón. Sin día ni noche. El hambre, la sed, la asfixia, la locura. Un mensaje cae al suelo. ¿Lo recogerá alguien? La muerte hace su primera selección. La segunda la hará al llegar, entre la noche y la niebla>>, recuerda el narrador de este poético e imprescindible documental que Alain Resnais realizó sobre los campos de exterminio nazis. <<Entonces, ¿quién fue el responsable?>>, deja en el aire la voz de Michel Bouquet, hacia el final de la anamnesia cinematográfica pretendida por el realizador de Hiroshima, mon amour (1959). Su pregunta parece indicarnos que, lo aceptemos o no, somos responsables de nuestro momento histórico y mirar hacia otro lado no nos exime de ello, como tampoco evita que los sucesos se produzcan. Y lo aceptemos o no, nuestro origen y nuestro final nos igualan del mismo modo que lo hacen las diferentes necesidades emotivas que se presentan a lo largo de sueños, frustraciones y otras características comunes que se individualizan en cada uno, aunque estas no siempre resultan suficientes para evitar que las miserias humanas se repitan y confirmen que también la violencia, la sinrazón y el olvido forman parte de nuestra naturaleza. Esto parece quedar claro en la evocadora y reflexiva media hora de recuerdo realizada por Resnais en la misma época que se estaba produciendo la intervención militar francesa en Argelia. Solo son treinta minutos, pero son suficientes para que Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955) asuma su función de conciencia colectiva que recorre los espacios de horror y de muerte desde la evocación subjetiva que años después heredaría la monumental Shoah (Claude Lanzmann, 1985) y sus más de nueve horas de metraje. Pero el film de Resnais no solo es un magistral ejercicio de memoria o un viaje al pasado para recordar una aberración puntal, también es un viaje atemporal que advierte a la conciencia humana que otras aberraciones pueden presentarse en cualquier momento y lugar, de hecho y por desgracia, así ha sido desde entonces, repitiéndose genocidios en diversos puntos del globo. Quizá por ello, en su poético viaje al dolor, Resnais no pretendió detallar los hechos, consciente de que lo ocurrido no podía ser contado, pues <<ninguna descripción ni imagen puede revelar su verdadera dimensión: solo de un terror interrumpido>>, ni tampoco puede dar respuestas a las preguntas que nos plantea. El cineasta sugiere al tiempo que realiza un soberbio ejercicio de honestidad memorística que destierra el olvido, porque este no es la opción que evitará nuevos horrores, nuevas preguntas sin respuestas. Se trata de recordar y de tener presente, no de juzgar u odiar, de despertar las conciencias para que no eludan responsabilidades que les afectan, a ellas y a toda la humanidad. Para ello, la cámara de Resnais se desliza en travellings pausados que recorren los espacios solitarios donde se produjo la realidad de los campos, <<repudiada por los que los construyeron e insondable para aquellos que los soportaron>>, mientras, las palabras escritas por el poeta Jean Cayrol, superviviente de Mauthausen-Gusen, reflexionan sobre el presente, el futuro y aquel pasado que se nos muestra en objetos, edificaciones, toneladas de cabellos, fotos y secuencias cinematográficas previas a la filmación de Noche y niebla, materiales de archivo que el realizador combinó con maestría y delicadeza con las imágenes de 1955 para ofrecernos el crudo retrato del momento, de la no vida y de la máxima expresión de la crueldad humana, pero también nos ofrece la oportunidad de mirar hacia nuestro interior y reflexionar sobre la sinrazón del ayer y del hoy. El espléndido texto de Cayrol, las imágenes en color, rodadas en el presente, la voz de Bouquet y las imágenes y fotografías de aquel tiempo pretérito no tan lejano, durante el cual fueron exterminados más de nueve millones de seres humanos, se convierten en manos de Resnais en el trasporte hacia un espacio definido e indefinido, pues Noche y niebla habla del holocausto pero también de aspectos intangibles y nada amables del alma humana. Desde 1955, el cineasta, nos traslada a 1933 para descubrirnos varios planos multitudinarios de El triunfo de la voluntad (Triumph des willens; Leni Riefenstahl, 1934) que muestran los primeros pasos de la maquinaria asesina que, como apunta el narrador, se tomó su tiempo para diseñar y construir los campos que, construidos <<con las inversiones, estimaciones, con la competencia, y sin duda algún que otro soborno>>, serían ocupados por hombres, mujeres, niñas y niños de distinta condición y de diferentes nacionalidades que a ellos llegaron hacinados en vagones, de los que muchos no salieron con vida, aunque, quizá, su cruel infortunio fuese más benévolo que el de quienes sobrevivieron el viaje para sufrir lo inenarrable en los barracones, fábricas, centros sanitarios, patios, alambradas,... y las cámaras de los infernales campos de hambre, humillación, sadismo y muerte.

viernes, 22 de diciembre de 2017

El protegido (2000)

Lejos del afán de preparar la sorpresa final de El sexto sentido (The Sixth Sense, 1999), su tercera película como realizador y un filme más atractivo para el público que El protegido (Unbreakable, 2000), M. Night Shyamalan priorizó en esta última la complejidad de sus personajes, interiorizando en la desorientación, en las relaciones familiares y en la gris monotonía de su protagonista, David Dunn (Bruce Willis), cuyo miedo a aceptar sus virtudes y sus defectos, unido a su insatisfacción existencial y a la negativa que rige su vida, lo convierten en un fantasma de sí mismo. La figura de este hombre, que ha perdido la fe en sus posibilidades y en sus opciones, se va dibujando a medida que avanzan los minutos de un filme de superhéroes atípico, sin escenas de enfrentamientos espectaculares ni explosivos, pues, enfrentarse a uno mismo no se produce durante situaciones aparatosas, ni da pie a verborrea de relleno ni a chistes repetitivos, ni al colorido que dominan las aventuras de la mayoría de los héroes de cómic o de celuloide que, innecesariamente, una y otra vez reinciden en la lucha simplista entre el bien y el mal. Los tonos oscuros escogidos por Shyamalan para dar forma a El protegido son acordes con sus días lluviosos y con la sombría existencia de David, un hombre incapaz de aceptarse, decepcionado, con una relación familiar que marcha a la deriva. Se trata de alguien que sufre una crisis de identidad que le impide encajar en su entorno y en su interior. Tampoco le deja aclarar su presente de pareja al lado de Audrey (Robin Wright), así parece demostrarlo su coqueteo con una desconocida en el tren que, al inicio del film, no tarda en descarrilarse, provocando el aparatoso accidente del cual solo él sobrevive. El dolor, la tristeza, el silencio o la falta de algo en que creer, lo acompañan en su deambular y en su posterior rechazo de la fantasiosa teoría del coleccionista de cómics que genera su curiosidad. Elijah (Samuel L. Jackson) es la antítesis de David. Sus huesos se fracturan con la misma facilidad que se rompe un cristal, de ahí el apodo que le persigue desde su infancia, cuando se aficionó-obsesionó con los superhéroes y villanos de viñeta. Lo que puede parecer un planteamiento fantástico es llevado por Shyamalan hacia un terreno íntimo donde expone la dualidad del individuo desde dos personajes que, aunque opuestos, podrían ser complementarios y a la vez uno solo, pues no hay héroe sin villano, ni luz sin oscuridad.

Fellini. La originalidad de ser uno mismo



El uso del término "originalidad" en Arte me resulta un tanto ambiguo, 
incluso puede llegar a ser un término mentiroso si lo considero como un absoluto, pues, consciente o inconsciente de ello, las ideas, sean o no artísticas, se gestan de otras previas (de su asimilación, de su aceptación y evolución o de su rechazo y de la gestación de antagónicas que también evolucionan), que a su vez proceden de otras, y esas de aquellas, y así hasta perderse en la distancia del dónde y del cuándo se produjo la novedad espontánea y original, fuese fruto del error, de la observación, de la necesidad, de la improvisación o de la experiencia. En cine, esta ambigüedad me resulta más evidente si cabe, ya que todos los cineastas toman prestado de aquí y de allá según sus conocimientos, criterios, gustos, inquietudes o influencias. Algunos lo reconocen, a otros les cuesta más y otros son inconscientes de ello o creen serlo, pero de ese modo van desarrollando su propia obra y su propio pensamiento cinematográfico que, en el caso de los grandes cineastas, dará forma al uno inimitable que sobrevivirá al paso del tiempo para convertirse en el clásico que influirá a generaciones posteriores, que también vivirán su propia originalidad y blablablá, aunque, como la de quienes las precedieron, tendrá un poso anterior que posibilitó su existencia.


Un ejemplo encadenado que podría corroborar lo escrito hasta ahora, sería el siguiente: parte del cine actual no existiría como lo conocemos de no haber existido la Nouvelle Vague, y esta sería distinta sin precursores como Jean-Pierre MelvilleAlain Resnais o 
Jacques Becker, y el cine que disfrutamos de este realizador cambiaría sin Jean Renoir, como tampoco el suyo sería igual sin Chaplin o sin Stroheim, a quien le sucedería lo mismo sin David Wark Griffith, cuyas películas tampoco serían lo que son, sin referencias como Edwin S. Porter o las que pudo encontrar en el cine épico italiano de la primera mitad de la década de 1910, el cual evolucionó a partir de pioneros como Filoteo Alberini y su película La toma de Roma (La presa di Roma, 1905). Son muchos "sin", pero todos los nombrados fueron grandes cineastas, más que grandes, fueron geniales, muy originales e indispensables en la historia del cine, sin embargo, nada de lo que realizaron surgió de la creación espontánea. Entonces, preguntarse qué es original y qué no lo es puede conllevar respuestas complejas que no satisfagan a quien se las plantee, quizá porque, además de ser uno mismo, de tratarse de una cuestión de forma, de fondo y de la combinación de ambas, el problema de la originalidad estriba en la cantidad de conocimientos a la hora de juzgarla y de la interpretación que cada individuo le conceda al término.


No lo sé, pero creo que la originalidad está ligada a la necesidad que fomenta las inquietudes que llevan al individuo a divagar, a cuestionar, a buscar respuestas y a encontrar puntos de partida diferentes a los iniciales, nuevos inicios como los que me llevan a Federico Fellini, cuyo universo cinematográfico se iría forjando sobre sus recuerdos, gustos, vivencias, dudas, influencias y, por su puesto, su fantasía. Todo ello da como resultado a un director de películas novedoso y, por tanto, original. Dicha originalidad reside en la amalgama de aspectos que por sí solos no suelen ser originales, más bien son universales humanos, pero sí cuando se adentran en la subjetividad del uno y este uno les da forma distinta, la suya, como la forma felliniesca que sorprendió a todos cuando Fellini se alejó del neorrealismo para ser el Fellini creador de un universo cinematográfico nuevo, propio, inimitable y reconocible por y para quienes hayan disfrutado o rechazado sus filmes.


Como deja constancia en algunas de sus películas, el realizador vivió su infancia y su juventud en su Rimini natal, ciudad que evoca durante los primeros compases de Roma (1972) y posteriormente cobra mayor protagonismo en Amarcord (1973). En Rimini también vivió su adolescencia, cuyos recuerdos dieron pie al retrato de los protagonistas de I vitelloni (1953), en España conocida por Los inútiles, aunque esta no se desarrolle en dicha localidad a orillas del Adriático. A los dieciocho años, tras varios meses en Florencia trabajando para una publicación, se trasladó a la capital italiana para buscarse la vida. De ella se enamoró y la convertiría en un personaje más en El jeque blanco (1952), en La dolce vita (1960) o en Roma. Además de las experiencias y de los recuerdos que van dando forma al hombre y al artista cinematográfico, o director de películas, como él mismo se define en Roma, encontramos al caricaturista, oficio que ejerció profesionalmente antes de dedicarse por entero al cine, al aficionado al circo, La strada (1954) o Los clowns (1970), al que simpatiza con personajes atrapados en la soledad y en la decepción (Gelsomina, Cabiria, Marcello, Casanova...), al artista que expresa sus inquietudes en Ocho y medio (1963) o al cineasta que parte de influencias del cine de Rossellini, con quien colaboró en cuatro películas.


Esta influencia se gestaría poco después de que el ejército aliado liberase Roma. 
Por aquel entonces, Fellini ya se había casado con Giulietta Masina y había entablado amistad con el popular actor Aldo Fabrizzi, un cómico que Rossellini pretendía para la película que tenía en mente, pues, su presencia era una de las condiciones de quien iba a financiar el cortometraje sobre la muerte del cura Morosini a manos de los nazis. Aquel corto creció en su argumento hasta dar como resultado Roma, ciudad abierta (1945), un antes y un después en la cinematografía mundial. A aquella experiencia le siguió Paisà (1946), obra fundamental del neorrealismo y una película en la que el cineasta de Rimini tuvo mayor presencia tanto en el guión como en el rodaje. Pero no fue Rossellini quien le ofreció la oportunidad de dirigir, aunque sí la de actuar en el segundo de los dos episodios que conforman El Amor (1948), ideado por Fellini y titulado El milagro. Poco después, el futuro realizador de Las noches de Cabiria (1957) fue contratado por Lux Films. Allí, se encontró con el guionista Tulio Pinelli, quien también trabajaba para Alberto Lattuada, el cineasta que le propuso cofinanciar y codirigir un filme que sería escrito por nuestro original artista y por su inseparable PinelliLuces de variedades (1950) fue un fracaso comercial que conllevó numerosas deudas, pero Fellini no desesperó y continuó a lo suyo, escribiendo al lado de Pinelli y también de Ennio Flaiano. Los tres trabajaron en un nuevo guión que iba a significar el debut en la dirección de largometrajes de Michalangelo Antonioni, pero, tras el rechazo de este, Fellini asumió las riendas del proyecto e hizo realidad El jeque blanco, su primer film en solitario, que ya mostraba a un cineasta diferente, de gran inventiva e ironía, aunque, como sucedió en su anterior trabajo tras las cámaras, la película ni tuvo buena distribución ni obtuvo el respaldo del público. Esta contrariedad no afectó a un director de películas que había descubierto las posibilidades que le ofrecía el cine para contar sus historias y, por tanto, continuó intentando llevar a la pantalla sus ideas y su subjetividad. Una de aquellas ideas la tituló La strada, pero, ante su empeño en que fuese interpretada por su mujer, el productor se apartó del proyecto y el guión quedó en espera. Esta contratiempo no impidió que la mente de Fellini se dedicase a otro proyecto que tenía como protagonistas a un grupo de jóvenes de una ciudad que, sin ser su localidad natal, recuerda a Rimini. Aquella película, I vitelloni, dio como fruto un éxito inesperado, el espaldarazo para la carrera artística de Alberto Sordi y la posibilidad de materializar la magistral La strada, una obra maestra que sería la confirmación mundial de la originalidad de un cineasta irrepetible, cuya influencia llega hasta nuestros días.


<<En cuanto comencé a trabajar para Fellini, me di cuenta de que él estaba muy lejos de ser un loco; y que, en rigor, era el director más talentoso, sensible y perspicaz para quien hubiese trabajado nunca>>, le comentó Anthony Quinn a Thomas Meehan. Quinn llevaba desde la década de 1930 actuando en el cine, pero fue su Zampanò en La strada el personaje que le permitió demostrar su talento dramático, como también se lo permitió a Giulietta Masina, inolvidable en su papel de Gelsomina. Igual de inolvidable fue su Cabiria en Las noches de Cabiria, la cual le reportó el premio a la mejor interpretación femenina en los festivales de Cannes y de San Sebastián, y a su marido varios premios internacionales, mayor prestigio y suculentas ofertas para rodar en Hollywood. Sin embargo, Fellini rechazó aquellos contratos y, al lado de Flaianno y Pinelli, retomó su viejo guión Moraldo en Roma y trabajaron sobre él. El resultado fue La dolce vita, un film que desató la polémica en Italia y que significó su primera colaboración con Marcello Mastroianni, quien sería su álter ego en Ocho y medio y el protagonista de La ciudad de las mujeres (1980) y de Ginger y Fred (1985). La película contó con el presupuesto más elevado del cine italiano, de hecho, se construyó una réplica de la Vía Venetto en los estudios Cinecittà y marcó un nuevo rumbo en la cinematografía de nuestro autor y también en la italiana. El film se convirtió en algo más: inmortalizó a Anita Ekberg en su baño en la Fontana de Trevi, llenó páginas y más páginas tanto en prensa como en estudios sobre qué pretendía el autor con su exposición del desencanto de Marcello en una Roma frívola, donde comprende su soledad y su derrota existencial, y también añadió una nueva palabra a las diferentes lenguas que emplearon "paparazzi" para denominar a los fotógrafos de la prensa sensacionalista. Posteriormente el cine de Fellini se subjetivizaría más si cabe, liberando por completo la mente rica, inquieta y fantasiosa capaz de crear Ocho y medio, sin duda la más personal y una de las obras maestras de quien continuaría por la senda de la originalidad inimitable que dio forma a tantas obras magistrales que forman parte de la historia del cine y de la cultura popular. 


Filmografía como director

Luces de variedades (Luci del varietà, 1950)

El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952)

Los inútiles (I vitelloni, 1953)

Agenzia matrimoniale (episodio de L'amore in città, 1953)

La strada (1954)

Almas sin conciencia (Il bidone, 1955)

Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957)


Las tentaciones del doctor Antonio (episodio de Boccacio'70, 1962)

Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963)

Giulietta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965)

Toby Dammit (episodio de Historias extraordinarias, 1967)

Satiricón (Fellini Satyricon, 1969)

Los clowns (I clowns, 1970)

Roma (1972)

Amarcord (1973)

Casanova (Il Casanova di Federico Fellini, 1976)

Ensayo de orquesta (Prova d'orchestra, 1978)

La ciudad de las mujeres (La città delle donne, 1980)

Y la nave va (E la nave va, 1983)

Ginger y Fred (Ginger e Fred, 1985)

Entrevista (Intervista, 1987)

La voz de la luna (La voce della luna, 1990)





jueves, 21 de diciembre de 2017

El enemigo de las rubias (1927)



Ignoro si por desconocimiento, por olvido o por desinterés, pero cuando escucho a alguien hablar sobre el cine de Alfred Hitchcock suele referirse a sus películas estadounidenses, como si solo existieran estas. Una pena que se pase por alto su etapa británica, porque el cineasta ya contaba con una filmografía rica y extensa antes de llegar a Hollywood, más de una veintena de títulos entre los que se pueden encontrar los espléndidos 
El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much; 1934), Treinta y nueve escalones (The 39 Steps, 1935), Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938) o, en su periodo mudo, El enemigo de las rubias (The Lodger, 1927). Esta última, la primera película en la que predomina el suspense hitchcockiano en estado puro, se presenta en la niebla londinense donde se observa el primer plano del rostro de una mujer que, aterrorizada, grita antes de convertirse en la séptima víctima del asesino que, inspirado en Jack el destripador, firma sus crímenes con el apodo "el vengador". La prensa escrita y la radio informan del asesinato, lo cual nos permite comprender que solo asesina chicas rubias y que los lectores y oyentes viven en un constante estado de pánico que poco después se individualiza en la casa de huéspedes a donde llega un nuevo inquilino (Ivor Novello), cuyo extraño comportamiento acabará por levantar las sospechas de la anfitriona (Marie Autt) y, con las de esta, las de su marido (Arthur Chesney), no así de la hija de ambos, pues Daisy (June Trapp) se enamora del recién llegado.


<<
The Lodger fue el primer auténtico "Hitchcock picture">>, afirmó su realizador a François Truffaut en El cine según Hitchcock, y como "película Hitchcock" desarrolla las características que irían dando forma al cine del director británico, tanto en su etapa inglesa como en la estadounidense. A lo largo de su metraje se dejan ver la inventiva visual del cineasta, la rubia hitchcockiana, el falso culpable, la figura de la madre, aunque menos controladora que otras posteriores, el romance que se complica, las falsas apariencias o la amenazadora presencia de la policía, en Joe (Malcolm Keen), el detective enamorado de Daisy y celoso de su rival. Todo ello da lugar a la primera obra maestra de un realizador que juega con las apariencias, señalando circunstancias que apuntan al inquilino como el culpable de los homicidios, lo cual no solo genera la sospecha en la mente de la madre de Daisy, cuando aquella descubre las extrañas salidas nocturnas del primer falso culpable del cine de Hitchcock, también lo hace en la del público, que, por aquel entonces, desconocedor de las intenciones del director, encuentra elementos que apuntan hacia la culpabilidad de alguien que actúa de modo extraño y que resulta perturbador desde que se produce su aparición en la puerta de la pensión donde se desarrolla la mayor parte de esta producción de Michael Balcon, otro de los nombres indispensables de la cinematografía británica.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

El jeque blanco (1952)


Compartida la labor de dirección con Alberto Lattuada, la primera experiencia de 
Federico Fellini detrás de la cámara resultó un fracaso comercial que supuso deudas financieras para ambos, pero tal descalabro no desesperó a Fellini, quien, de inmediato, se puso a escribir un guion que iba a significar el debut de Michelangelo Antonioni en la dirección de largometrajes. Sin embargo, la idea original del film había partido del realizador de Gente del Po (1947), Antonioni se desentendió del proyecto y Fellini asumió la dirección del que acabaría siendo su primer largo en solitario. Al lado de sus guionistas habituales, Tulio Pinelli y Ennio Flaiano, y de otros indispensables de su cine, tales el compositor Nino Rota, el director de fotografía Otello Martinelli y la actriz Giulietta Masina, en un breve papel que años después cobraría el protagonismo absoluto de Las noches de Cabiria (Le notte di Cabiria, 1957), Fellini realizó El jeque blanco (Lo Sceicco bianco, Lattuada y Fellini, 1952), cuyo resultado comercial fue similar al de Luces de variedades (Luci del varietà, 1950), quizá, también debido a su mala distribución. Pero como película, El jeque blanco fue, sin duda, un soplo de aire fresco para la cinematografía italiana, una película que apuntaba hacia la comedia; hacia la fantasía fellinesca, desborda inventiva y humor del cineasta de Rimini, y la sátira heredera del neorrealismo que había dominado en el cine transalpino durante la posguerra.


Lejos de este imprescindible, digamos, movimiento cinematográfico,
Fellini dio rienda suelta a su comicidad y a su ironía para satirizar las exitosas fotonovelas de la época, publicaciones que, en sucesión de fotografías y diálogos en globos, narran historias románticas que azuzan la fantasía de la inocente Wanda Giardino (Brunella Bovo). Esta joven acaba de llegar a Roma con su marido Iván Cavelli (Leopoldo Trieste). Es su luna de miel, pero ella no piensa disfrutarla con su pareja, pues, en su mente, se ha fijado la idea de reunirse con su príncipe azul, aunque, en su caso, resulta ser el jeque blanco de fotonovela a quien presta rostro el seudo-actor Fernando Rivoli (Alberto Sordi), totalmente opuesto al personaje idealizado por la joven. La desaparición de Wanda, alias Bámbola Apasionada, así firmó sus tres cartas enviadas a Fernando, trastoca los planes de Iván, quien, perplejo ante la ausencia de su mujer y ante el inminente encuentro con sus tíos de Roma, no encuentra más alternativa que mentir a sus familiares. La mentira no forma parte de su carácter, pues, vista la expresión de su rostro, no sería habitual en él. Iván miente por vergüenza, para mantener el honor de la familia intacto, ya que ha descubierto el telegrama en el que Fernando invitaba a Bámbola Apasionada a vivir unas horas de ensueño en su compañía. Durante esas horas (un día y su correspondiente noche) de fantasía y de despertar a la realidad, El jeque blanco sigue las desventuras del matrimonio, provinciano e inocente, en el que cada componente vive su propia experiencia romana. De ese modo, la película avanza entre dos espacios y dos realidades, la de Wanda, al lado del equipo de la fotonovela, y la de Iván, patético y cómico en su desesperación y en su introducción a la mentira, pues, más allá de los embustes a sus tíos o durante su visita a la policía, quizá haya aprendido a mentir y quizá mienta cuando, de nuevo juntos y caminando hacia el Vaticano, le dice a su mujer que también él continúa siendo puro e inocente.

martes, 19 de diciembre de 2017

El honor perdido de Katharina Blum (1975)


Una fiesta de disfraces, una noche con un extraño a quien vigila la policía y una sospecha de complicidad bastan para que, armados hasta los dientes, varios agentes irrumpan a la mañana siguiente en la casa de Katharina Blum (Angela Winkler) y, ante la ausencia del sospechoso, esta sea arrestada, expuesta a los medios de comunicación como cómplice del presunto criminal y llevada a la comisaría donde el comisario Beizmenne (Mario Adorf) y el fiscal Hach (Rolf Becker) la interrogan sobre Ludwig Götten (Jürgen Prochnov), el supuesto anarquista y sospechoso de robar un banco de quien se ha enamorado a primera vista. Así se inicia la pesadilla existencial para la protagonista de El honor perdido de Katharina Blum (Die verlorene ehre der Katharina Blum, 1975), un exitoso drama de denuncia realizado por Volker Schlöndorff y Margaretha von Trotta, que, aparte del éxito público y de las críticas de la publicación Bild-Zeitung y de facciones del partido CDU (Unión Demócrata Cristiana), significó el debut de la segunda en la realización. La directora había colaborado como actriz y guionista en anteriores filmes de Schlöndorff, pero fue esta adaptación del preciso y también crítico informe novelesco que Heinrich Böl escribió en 1974 el que le abrió el paso a la dirección, iniciándose de ese modo la carrera tras las cámaras de una de las realizadoras más destacadas del cine alemán del último cuarto del siglo XX. Tanto ella como Schlöndorff, dos figuras clave en el desarrollo del Nuevo Cine Alemán surgido durante la década de 1960, alcanzaron una de sus cotas en esta minuciosa y controvertida crónica de la destrucción moral de su protagonista a manos de la prensa sensacionalista, la cual, con el beneplácito del comisario de policía, la difama hasta llevarla al límite. La historia de Katharina es la historia de una mujer honesta, orgullosa y leal, cuyo código de valores choca con la realidad en la que vive un país marcado por la violencia de las Facciones del Ejército Rojo (RAF) y la contundente respuesta de las autoridades federales. También es la historia de una mujer enamorada, que salta a la palestra mediática a raíz de su detención y de su posterior puesta en libertad. La policía sigue sus pasos para dar con el escondite de Götten mientras Tötges (Dieter Laser), el periodista de El periódico, indaga en el pasado de la protagonista, pero inventando y transformando la realidad que publica para aumentar su prestigio y la tirada de la publicación ficticia que remite al Bild-Zeitung real, como deja constancia la aclaración inicial de la novela y el final del film: <<las personas que se citan y los hechos que se relatan son producto de la fantasía del autor. Si ciertos procedimientos periodísticos recuerdan los del "Bild-Zeitung" el paralelismo no es intencionado ni casual, es inevitable>> (Heinrich Böll). Las mentiras publicadas provocan el constante acoso sufrido por la protagonista: llamadas telefónicas anónimas, notas sin firma que la denigran o los insultos que sufre en la cafetería donde su presencia no deja indiferente a quienes la señalan ni a quien vierte el contenido de su vaso sobre el rostro de Katharina. Ella es víctima de sus sentimientos (enamorada de un hombre que la corresponde y de quien nada sabe), de su férreo sentido de lo correcto, de la frivolidad que la rodea, del silencio con el que guarda la identidad del importante empresario y político que, tras acosarla, no quiere que el caso le salpique, de la policía que, convertida en su sombra, escucha sus conversaciones y de los medios de comunicación que, remitiendo a la libertad de prensa y obviando el principio básico de la misma (la verdad), no dudan en inventar portadas sensacionalistas con falsedades que señalan y hunden a la mujer que se ha convertido en el blanco de la persecución Tötges y de los atropellos narrados por Schlöndorff y von Trotta, una pareja que fue contundente en su crítica hacia el periodismo amarillo.

lunes, 18 de diciembre de 2017

La gran familia (1962)

La historia del cine se escribe sobre excelentes películas que fueron ninguneadas debido a su mala distribución comercial, a la repulsa de ciertos sectores político-sociales o al público de la época, que, en su comodidad y en su negativa a realizar un análisis introspectivo, obvió propuestas cinematográficas inusuales, de rica complejidad, que reflejaban aspectos que no serían del agrado del conjunto. Quizá resultase más cómodo entretenerse visionando un film que no invitase a la reflexión que ver La regla del juego (La regle du JeuJean Renoir, 1939), Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947), La noche del cazador (The Night of the HunterCharles Laughton, 1955), Viridiana (Luis Buñuel, 1961) u otras obras maestras que, por ser diferentes, sufrieron el rechazo. De igual manera, la historia del cine también se escribe sobre películas sobresalientes y sobre otras más corrientes que obtienen el beneplácito de los espectadores y de los censores oficiales (in)competentes, más si cabe en cinematográficas controladas por férreas censuras que deciden qué puede verse en las pantallas y que es mejor relegar al ostracismo. Este sería el caso del cine español de la dictadura, y este es el caso de La gran familia (1962), declarada de <<Interés Nacional>> y cuya aceptación popular fue proporcional a la exaltación de los lazos familiares y a la corrección que impregnan sus imágenes y las relaciones de la familia numerosa protagonista, un grupo familiar de clase media que supera las adversidades gracias al optimismo declarado por el cabeza de familia, pero, más que optimismo, se trata de la impasibilidad que lo mantiene dentro del orden establecido, en el cual la familia representa un conjunto indivisible que acepta, sin más opción, el rol atribuido en un país donde los problemas supuestamente se solucionaban esperando y rezando. Los protagonistas de La gran familia son Carlos (Alberto Closas) y Mercedes (Amparo Soler Leal), sus quince hijos, el abuelo (José Isbert), el padrino (José Luis López Vázquez) y otros personajes tópicos que, como tales, resultan falsos, como también resulta falsa la idílica, perfecta e inexistente realidad que se observa a lo largo de los minutos de una película que se adecua a lo políticamente correcto. Esta corrección lastra las tres etapas que Fernando Palacios, a partir del guión de Pedro Masó, Rafael J. Salvia y Antonio Vich, expuso a lo largo del metraje: la primera comunión de dos hijos, las vacaciones de verano en Tarragona y la Navidad, cuando se produce el hecho dramático que golpea los cimientos del núcleo, aunque lo fortalece, porque nada malo puede suceder mientras unos y otros se mantengan dentro de la senda establecida. Todo se encuentra en orden, todo funciona correctamente, el padre trabaja todo el día y nunca se muestra ni cansado ni contrariado, aunque no reciba a tiempo sus pagas. Por su parte, la madre cuida del hogar y de los hijos, paga los recibos, compra lo necesario para que nada falte y administra la economía que, menos un televisor, les permite saborear el bienestar. Y si no, ahí está el padrino con sus dulces y sus cestas navideñas, un padrino que se enamora a primera vista de la profesora de francés de uno de los muchachos durante las vacaciones en la urbanización costera, también típica de aquella España del desarrollo (mínimo), de la familia numerosa donde nunca se discute, de la calceta materna en la playa, de la hija mayor aguardando la petición de mano y del abuelo-niño. En este último personaje, interpretado por el siempre destacado José Isbert, encuentro una caricatura amable del jubilado de El cochecito (Marco Ferreri, 1960) y de El verdugo (Luis García Berlanga, 1963), y es amable porque en él no existe la menor nota del humor negro que sí se observa en sus personajes para Ferreri y Berlanga, un humor negro que se acercaría más a la realidad social del momento. El abuelo protesta, pero consciente de que tiene su lugar dentro del grupo, pues todos le quieren y nadie lo aparta, como tampoco nadie lo condena a la soledad que sí siente el inolvidable anciano de El cochecito o al rechazo social que, debido a su profesión, siempre ha sentido el ex-funcionario de El verdugo.

domingo, 17 de diciembre de 2017

La conquista de un reino (1947)


Seis años y varios proyectos frustrados después de su llegada a Estados Unidos, entre ellos Vendetta (Mel Ferrer, 1950), Max Ophüls u Opuls, como aparece acreditado en sus largometrajes estadounidenses, pudo dirigir su primer film en Hollywood. Producida por Douglas Fairbanks, Jr., La conquista de un reino (The Exile, 1947) presenta dos caras, aquella que encajaría mejor con el tono aventurero de Fairbanks hijo (y de Fairbanks padre) y la más próxima al cineasta centroeuropeo, que se desarrolla en la parte central del largometraje para alejarse del cine de capa y espada que domina al inicio y en el tramo final. La presentación del héroe nos muestra a un monarca sin corona, alegre y mujeriego, que vive en la pobreza y en el exilio. Charles Stuart deambula por un mercado holandés mientras los "cabezas redondas" lo buscan para darle muerte. Esta circunstancia queda relegada a un plano secundario hasta que se produzca su enfrentamiento con el coronel Ingram (Henry Daniell). A la espera de que esto ocurra prevalece la relación de Charles con Katie (Paule Croset), la joven a quien conoce en el mercado y a quien poco después le pide cobijo en su granja. Allí trabaja la tierra, sirve las mesas del albergue y se le observa feliz, porque se ha enamorado, lo cual provoca el olvido de las responsabilidades monárquicas y del peligro que llega desde Inglaterra. En este paréntesis rural del exiliado en la granja de Katie (Paule Croset) prevalece la mirada ophulsiana. Su cámara parece liberarse para alargar los planos que siguen la evolución de los personajes, de igual modo se desarrolla la relación de un amor imposible, debido al distanciamiento social que separa a un monarca sin corona y a una granjera que lo acepta en sus tierras ignorando su identidad. Pero, como película protagonizada, escrita y producida por Fairbanks, Jr.La conquista de un reino es un film de aventuras de capa y espada, por momentos desenfadado, con sus duelos, sus números acrobáticos (herencia de los films de Fairbanks padre) y su inevitable romance, aunque este no contemple el típico final feliz hollywoodiense, sino uno más cercano a la ensoñación del amor que frecuenta el cine de Ophüls, lo cual confirma el intento del cineasta por encontrar su lugar dentro de la industria cinematográfica hollywoodiense, equilibrando sus intereses creativos con los del cine realizado en Hollywood.

sábado, 16 de diciembre de 2017

Dunkerque (1958)

En menos de tres semanas en el continente, las tropas británicas retrocedían hacia la costa de Dunkerque, huyendo de un ejército mejor armado que, por uno o varios motivos, se detuvo en un cerro cercano a la playa de dicha localidad. Gracias a esta inexplicable decisión militar por parte alemana (inesperadamente Hitler ordenó no atacar con sus carros de combate), el fracaso de las fuerzas británicas y francesas se transformó en el milagro que posibilitó el regreso de más de trescientos treinta mil soldados a la isla. Este hecho queda recogido en varios filmes de ficción, uno de ellos, sería este destacado bélico realizado por Leslie Norman y producido por Michael Balcon para la Ealing. El Dunkerque (Dunkirk, 1958) de Norman, la antepenúltima producción del mítico estudio londinense, muestra en sus minutos iniciales una sala donde se exhibe el noticiario propagandístico que el cabo "Tubby" Binns (John Mills), Mike (Robert Urquhart) y el resto de compañeros observan mientras dudan de lo que ven y escuchan sobre la marcha de la guerra (porque ellos se encuentran en el frente), y ríen con los dibujos animados Run Adolph Run, en los que la caricatura de Hitler huye de los golpes de paraguas del caballero inglés que lo persigue. La situación mostrada por la propaganda británica es la imagen del conflicto que pretende tranquilizar y elevar la moral de la población en Gran Bretaña, a donde se traslada la acción de Dunkerque para mostrar a un oficial que ofrece un comunicado oficial a varios periodistas, aunque rehuye responder a sus preguntas, relacionadas con la situación de las tropas en el continente. Antes de centrarse en los dos focos de interés del film, la introducción también nos ofrece el avance alemán mediante dos planos de la frontera belga (anterior y posterior a la entrada de los alemanes) y, sobre todo, a través de flechas animadas sobre el mapa Europa que confirman la retirada aliada. De ese modo se sitúa la acción en las proximidades de Dunkerque, espacio que se irá combinado con Inglaterra, donde se desarrolla la perspectiva civil que tiene como protagonistas a John Holden (Richard Attenborough) y a Charles Foreman (Bernard Lee), dos hombres en apariencia opuestos que se igualan cuando deciden pilotar sus embarcaciones hasta la costa francesa donde conocen la realidad de primera mano. Antes de que esto suceda, el film de Norman expone el desconocimiento de los hechos, tanto por parte de los civiles como del grupo de soldados que, entre la confusión y la desorientación, son guiados por Binns a través de bosques y de diferentes caminos por donde buscan el grueso del ejército y el frente de batalla, un frente inexistente, pues solo existe el espacio de caos y de muerte que afecta, atrapa y no distingue entre los militares y los exiliados (civiles) que avanzan por la carretera que la Luftwaffe bombardea para despejar el camino a sus tanques. El pequeño grupo verá reducido su número antes de alcanzar la playa donde se desarrolla la parte final de la película, una playa adonde también llegan Holden y Foreman en sus pequeñas embarcaciones, después de ofrecerse voluntarios para navegar hasta el arenal francés donde las bombas alemanas explosionan sobre miles de soldados que aguardan el momento de su evacuación. En ese instante, las dos perspectivas, la civil y la militar, se unen en una sola porque la desesperada realidad afecta a todos, como confirma el encuentro de Foreman y Binns, cuando se igualan en la arena de Dunkerque e intercambian palabras y pensamientos sobre una realidad más compleja que el breve y mortal periodo que ambos comparten en esta precisa e introspectiva exposición que Leslie Norman realizó del desastre militar que, por fortuna para los aliados, acabó siendo el fracaso milagroso que permitió conservar un ejército y la certeza de continuar luchando.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Sonrisas y lágrimas (1965)


Vi por primera vez Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, 1965) en un pase televisivo durante mi infancia. Ante mí, tenia su versión doblada, con las letras de las canciones traducidas al castellano y cantadas con voces enlatadas, forzadas, empalagosas, tanto, que la perjudican sobremanera, haciendo más insoportable su excesiva sensiblería pastel. Años después, cuando aquella infancia ya era un recuerdo, pude verla en su versión original, pero continué sufriendo los momentos edulcorados de su metraje, aunque esto no implica que se trate de una mala película. Tampoco la considero entre lo mejor de Robert Wise. <<Si pudiéramos evitar el exceso de sentimentalismo y el caramelo que tiene el material de base y pudiéramos darle un excitante tratamiento cinematográfico, quizá llegaríamos a hacer una película bastante mejor que la obra original>>. Los <<si pudiéramos>> de Wise, recogidos por Sergio Leemann en Robert Wise and His Films, confirman que era consciente del lastre del cual partía, un lastre que afecta menos de lo que en un principio se pueda pensar, gracias a la (en ocasiones ninguneada) maestría cinematográfica de un cineasta que hizo cuanto pudo para minimizar el sentimentalismo caramelizado de los personajes y de gran parte de las situaciones expuestas a lo largo de la película, cuyo <<material de base>> fue e
l libreto de Howard Lindsay y Russell Crouse, las canciones de Oscar Hammerster II y Richard Rodgers y el guión de Ernest Lehman. Tras el fracaso comercial que supuso la innovadora The Haunting (1964), Wise aceptó la propuesta de 20th Century Fox, la de adaptar a la gran pantalla el exitoso musical The Sound of Music, y regresó al género que tan buenos resultados le había dado en West Side Story (1961), una película más arriesgada, tanto en sus coreografías como en su puesta en escena, pero Sonrisas y lágrimas también conquistó al público, reventó la taquilla y se convirtió en la producción de mayor recaudación hasta entonces. Quizá su éxito fue debido a su tono familiar, cómodo en sus buenos sentimientos, pero también se trata de un film que, desde su amabilidad conservadora, defiende la libertad y la sutil ruptura de las normas (rígidas y autoritarias o aquellas que separan las clases sociales a las que pertenecen los dos personajes principales), y todo ello sin rebajar la calidad de su narrativa, aunque en ocasiones esta se resienta debido al exceso de dulzura y de canciones, ni menospreciar la inteligencia del público mayoritario que simpatizó con los Trapp y con María, seres puros que logran conservar su inocencia a pesar de la impureza y de la amenaza que, hacia el final del metraje, se cierne sobre ellos en forma de bandera e ideología totalitaria. La capacidad cinematográfica de Wise se observa desde el inicio, cuando la cámara nos ofrece idílicas panorámicas de los Alpes austriacos (que también cerrarán el film) para ir acercándose al cerro donde María (Julie Andrews) y su necesidad de expresarse mediante el sonido de la música hacen su aparición. Ese instante nos presenta al personaje que, ausente, queda definido poco después, cuando las hermanas de la abadía hablan y cantan sobre el carácter soñador y musical de la joven novicia, a quien la abadesa (Peggy Wood) envía a la mansión de la familia von Trapp como institutriz. Los paisajes y las diferentes tonalidades de verde dominan la fotografía de Ted McCord durante la primera parte del film, en los parajes, en los puños y cuellos de las chaquetas del capitán von Trapp (Christopher Plummer) o en los vestidos que María cose para los siete hijos (cinco niñas y dos niños), como si ese color resaltase la esperanza que implica la llegada de la nueva institutriz a una casa marcada por el distanciamiento del patriarca. Con ella regresa el sonido de la música, de la alegría y de la esperanza, la cual parece resquebrajarse cuando la baronesa Schrader (Eleanor Parker) hace acto de presencia en la mansión y siente la amenaza que para ella significan los sentimientos que afloran entre el capitán y la niñera, a quien manipula para que regrese al convento. De ese modo despeja su camino para contraer matrimonio con el hombre que, gracias a María, ha abandonado su silbato y recuperado la voz, la música y la conexión con su progenie, pero también con el mundo de los vivos, del cual estaría ausente desde el fallecimiento de su esposa. Hasta ese instante, Sonrisas y lágrimas ha expuesto la relación entre los Trapp y su institutriz, y como esta libera a las hijas e hijos de la monotonía marcial establecida por el padre, recuperando para ellos la sensación de ser niños. Incluso el capitán rompe su rigidez y permite que sus emociones (hasta ese instante ocultas) se desencadenen para crear un espacio feliz al que María regresa vestida de verde, un espacio que se oscurece cuando los nazis anexionan Austria y da comienzo la parte final del film. Ahora las tonalidades verdosas atenúan su brillo en beneficio de los tonos pardos de los uniformes y de la nocturnidad durante la cual se celebra el festival y se produce la persecución que precede a la huida Trapp, pero el verde pervive, porque la unión de esa familia que huye pervive para continuar disfrutando de su idílica libertad musical.

jueves, 14 de diciembre de 2017

La muerte de un burócrata (1966)


La muerte del tío Paco, Juanchín (Salvador Wood) y la burocracia son los protagonistas del humor negro que sirve a Tomás Gutiérrez Alea para dar forma a esta crítica, cómica-satírica, del sistema administrativo cubano. Pero La muerte de un burócrata (1966) es algo más que una crítica o una espléndida sátira. Es la primera gran comedia del cine cubano posrevolucionario, realizada por un cineasta clave que abre su película con unos títulos de crédito inusuales que llaman la atención por presentarse cual informe mecanografiado en el que resuelve exhibir la película. En uno de los puntos que componen la resolución, el quinto, el director dedica el largometraje a <<Luis BuñuelStan Laurel y Oliver Hardy, Ingmar Bergman, Harold Lloyd —en una secuencia posterior, que recuerda a otra de El hombre mosca (Safety Last!; 1923), le rinde homenaje visual—, Akira Kurosawa, Orson Wells, Juan Carlos Tabío, Elia Kazan, Buster Keaton, Jean Vigo, Marilyn Monroe y a todos aquellos que de una manera u otra han intervenido en la industria del cine desde Lumiere hasta nuestros días>>. Su dedicatoria a tantos inmortales del cine nos dice algo de quien firma el documento, posiblemente el realizador más importante que ha dado la cinematografía cubana y, junto a Julio García Espinosa, Humberto Solás, Fausto Canel, Sara Gómez…, responsable de revolucionar y modernizar el cine de su país.


<<¿A quién se le habrá ocurrido enterrar al tío con el carnet laboral?>>, pregunta el compañero Juanchín hacia la mitad de sus desventuras administrativas. Juanchín es un buen compañero, como buen obrero era su difunto tío Paco, tanto, que a alguien se le ocurrió darle sepultura con su acreditación laboral. Este detalle, en apariencia trivial, trae de cabeza al personaje principal de esta sátira, entre kafkiana y surrealista, que Gutiérrez Alea realizó sobre la burocracia que atrapa al protagonista con el papeleo, la inhumanidad y las obligadas idas y venidas de acá para allá que le desesperan ante la incompetencia y la indiferencia que observa en los compañeros funcionarios. Varios carteles de "Muerte a la burocracia" se dejan ver en determinados momentos de esta espléndida sucesión de escenas a cada cual más surrealista, repletas de humor negro y
 de situaciones inverosímiles que, desde la exageración, muestran la realidad posrevolucionaria que, en su imperfección (compartida con cualquier otra realidad), se posiciona contra la burocracia, pero manteniéndola a rajatabla, hasta el extremo de marear y enloquecer a compañeros como Juanchín, indefenso ante las peticiones e incompetencia de un sistema deshumanizado, caótico e inútil. Quienes pretenden exponer los carteles son los mismos burócratas de un sistema incompetente que no soluciona los problemas de la gente corriente, más si cabe, les complica la existencia. Esta realidad la descubren tía (Silvia Planas) y sobrino cuando se presentan en una oficina, después del entierro de Paco, y el funcionario que les atiende les insta a presentar el carnet del fallecido para arreglar la pensión de viudez de la mujer. Ellos le comentan su caso, pero, como si nada, solo el documento permitirá a la triste viuda disfrutar del sueldo que le corresponde por la reciente pérdida de su marido. Ante este contratiempo, no queda otra solución que exhumar el cadáver, aunque el papeleo y las circunstancias administrativas (que les exige llevarse el cadáver con ellos) obligan a Juanchín a tomar un camino indeseado que consiste en desenterrar a su tío con la ayuda de varios peones, tomar aquello que necesita y, de inmediato, regresar al finado a la tierra. Pero todo cambia cuando, ataúd en mano, el grupo de profanadores se ve sorprendido por el vigilante del cementerio y por la policía, hecho que obliga al accidental ladrón de tumbas a llevarse el cadáver consigo, a alojarlo en la vivienda que comparte con la viuda y a conseguir una buena cantidad de hielo para evitar la putrefacción y los malos olores. Este es el inicio del viaje sin retorno del sobrino, quien, una y otra vez, ve como las puertas y las ventanas administrativas se cierran para él en colas, documentos, sellos, firmas y en un personal que no escucha sus motivos y preocupaciones, solo aumenta las trabas que impiden inhumar el cadáver donde le corresponde, en el cementerio donde el burócrata (Manuel Estanillo) se erige en custodio del orden administrativo y del desorden humano que se produce con la llegada del coche fúnebre que no tarda en ser destrozado durante la batalla campal que allí se desata.