sábado, 7 de julio de 2012

Eduardo Manostijeras (1990)



Un buen cuentacuentos es capaz de transmitir la fantasía, la sensibilidad o la emotividad de la historia que narra a un público que no puede dejar de escuchar y mirar (como es el caso); 
Tim Burton alcanzó ese grado con la hermosa e inolvidable fábula de Edward (Johnny Deep), tierno y de una pureza espiritual que contrasta con la miseria que habita en el interior de los habitantes perfectos de un pueblo perfecto, lleno de casas perfectamente iguales, excepto por el colorido con el que pretenden esconder sus vidas grises. El mundo de Edward no es gris ni oscuro, a pesar de haber vivido en el viejo y ténebre castillo en el que fue creado por un inventor (Vincet Price) que no pudo completar su obra, aunque dicha negación no sería del todo cierta, porque Edward, a pesar de poseer tijeras en lugar de manos, es un ser completo, lleno de buenos sentimientos y de una inocencia que choca con los vecinos que muestran una gran curiosidad cuando Peg Boggs (Dianne Wiest) decidiese llevarlo con ella y ofrecerle un hogar lejos de la soledad en la que ha vivido. Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1990) rebosa imaginación, inocencia, crueldad y emotividad, pues cuenta la fábula de un ser rechazado por su diferencia, que más que física sería de esencia, ya que se muestra más humano y sincero que aquellos le aceptan en un primer momento, sin llegar a comprender que se trata de alguien y no de algo que poder utilizar para evadirse de su rutina. La familia de Peg y de Bill Boggs (Alan Arkin) se convierte en un cálido hogar para Edward, a quien todo semeja nuevo; entre los Boggs se siente protegido y aceptado, creándole una sensación de seguridad que se convierte en alegría y en amor hacia su nueva familia. Su corazón es la verdadera diferencia, no sus manos, certeza que Kim Boggs (Winona Ryder) descubre, como también descubre que el verdadero monstruo no es el chico de las cuchillas afiladas, sino Jim (Anthony Michael Hall), su novio perfecto, plagado de imperfecciones y de irracionalidad. Como si se tratase del romance de la Bella y de un Frankenstein creado por un Geppetto con rostro de Vincent Price (en su última actuación), Tim Burton mostró la humanidad de un personaje que termina siendo rechazado por aquellos que le rodean, aunque dicho rechazo no nace de Edward, ni de sus acciones, sino de la incomprensión que habita en aquellos seres que se consideran normales, y que no son capaces de comprender ni aceptar las diferencias de alguien que les sirve foco de sus frustraciones o de su desidia, como sería el caso de Joyce (Kathy Baker), una mujer perdida en su propio aburrimiento y en su necesidad de sentir sensaciones que le aparten de una vulgaridad que no puede esconder. Los seres que pueblan el vecindario, como los seres que perseguían a la criatura de Frankenstein, se dejan arrastrar por el odio a sus vidas, sin pensar que ellos mismos son los culpables de sus males, no Edward; de ese modo, Edward se convierte en la excusa para apartar de sus mentes la apatía acumulada por la carencia de la imaginación o del amor que sí existe en Edward, quien consigue ser amado por lo que es, sin necesidad de disfrazar su verdadero yo con peinados, cremas, presunción o mentiras.



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