miércoles, 21 de julio de 2021

La habitación del pánico (2002)



En una sociedad en la que los favorecidos temen perder su posición favorable, la clase media su medianía y los desfavorecidos su apenas nada que perder, mucho pánico debe existir para que en un hogar se construya una habitación donde esconderse de posibles asaltantes; pero, más aún, da la sensación de que dicha construcción existe por temor a la idea, no al hecho. Existe para salvaguardar la “seguridad” en un entorno que, la existencia de tal habitación, presupone hostil, peligroso, quizá mortal, seguro lleno de sombras que amenazan dentro y fuera del hogar y de los individuos que David Fincher transforma en un todo donde hay cabida para la ambición, las sorpresas, el miedo, la frustración, la violencia, la supervivencia... El universo cinematográfico de Fincher es sombrío, apenas se cuela luminosidad entre las sombras que dominan. La lluvia, la oscuridad, el gris, el pesimismo existencial o la derrota asoman con frecuencia en sus películas y en La habitación de pánico (Panic Room, 2002) atrapa a sus personajes en el miedo y la frustración que conlleva comprender que un imprevisto puede dar al traste con los planes y los sueños. Esto vale tanto para la madre e hija como para los asaltantes, que ven como su promesa de dinero fácil —el tesoro que se oculta en el interior de la habitación acorazada— se esfuma porque no contaban con la presencia de las dos mujeres en el interior del inmueble.


Dos de las características que se repiten en su cine, y que aparece en este film, son la derrota o la imposibilidad a la que están condenados algunos de sus protagonistas y el juego de apariencias y de engaños. De ahí que, guardando las distancias, haya quien pueda decir que Fincher heredó la “simpatía” de John Huston por los soñadores-perdedores que persiguen lo que para ellos será imposible alcanzar o atrapar y el gusto de Alfred Hitchcock por jugar con el público, al tiempo que lo hace con sus personajes. Esta tónica “lúdica” se percibe desde Alien 3 (1993) hasta Perdida (Gone Girl, 2014), pasando por Seven (Se7en, 1995), El club de la lucha (Fight Club, 1999) y The Game (1997), título que precisa la intención de Fincher de jugar con las apariencias y con situaciones que hacen “sufrir” inestabilidad al público y a sus protagonistas. Esa inestabilidad también asoma en La habitación del pánico, en la que todos sus personajes se conviertan en víctimas del pánico que implica la inseguridad y el comprender que son vulnerables, víctimas del desorden y del nada sale como se ha previsto. Ni las dos mujeres acosadas, ni los tres asaltantes saben qué les deparará una noche de imprevistos y de reacciones frente a las impresiones recibidas.



Pero si como juego de engaño y de intriga La habitación del pánico funciona con precisión en su narrativa de superficie, no siento que suceda lo mismo bajo su apariencia de thriller, ya que en cierto modo me resulta en exceso optimista o, dicho de otro modo, nunca dudo de un resultado o desenlace feliz. Aquí no asoma ni amenaza el pesimismo ni el nihilismo que se descubre en films como Seven o El club de la lucha, donde solo hay cabida para la pérdida, la destrucción o la derrota existencial que alcanzaría un nuevo máximo en la infructuosa investigación de Zodiac (2007). En ningún momento del film se tiene la sensación de que Meg (Jodie Foster) y Sarah (Kristen Stewart) vivan un peligro real, ni siquiera cuando la situación se descontrola y acaba en manos de Raoul (Dwight Yoakam), el único de los asaltantes con tendencia homicida. Quizá la propia presencia estelar de Jodie Foster, que cumple a la perfección su papel, indique que saldrán adelante o qué habrá un cambio de rol: los victimarios acabarán siendo las víctimas de su propia ambición y de los actos desesperados de una mujer que les supera. Más allá de esa sensación de que madre e hija saldrán del apuro, lo que veo en la pantalla cumple para ser un thriller intenso, más que angustioso, que intenta no dejar cabos sueltos ni que sus giros o sorpresas argumentales —el guion fue obra de David Koepp, en el mejor momento de su carrera— suenen a chiste, con un reparto que cumple, aunque resulta complicado sentir la claustrofobia existencial de esa madre abnegada que lucha por salvar la vida de su hija en una casa que, a saber por qué, han querido enorme. Quizá la explicación para que Meg adquiera una vivienda semejante se encuentra en su reciente divorcio, puede que pretenda aislarse de las circunstancias que le rodean, pero lo importante de esa vivienda de lujo es la habitación en la que Fincher se detiene para darnos la segunda pista —la primera va en el título, pues, la importancia que los personajes le conceden cuando la descubren, indica que ahí se desarrollará parte de un thriller tenso, a ratos, e inquietante que juega con el espacio y la nocturnidad, posiblemente porque la oscuridad física y psicológica sean las más propicias para liberar el miedo y transformarlo en pánico.


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