domingo, 18 de julio de 2021

Top Gun (1986)


La película que encaminó a Tom Cruise hacia el estrellato fue Risky Business (Paul Brickman, 1983), pero Top Gun (1986) fue la que lo convirtió en una de las estrellas de moda de Hollywood. También fue la que lanzó al estrellato a Kelly McGillis, quien un año antes había destacado en Unico testigo (Witness, Peter Weir, 1985), y la que aumentó las ventas de imitaciones de la cazadora que luce el piloto protagonista, el uso de gafas de sol tipo “maverick”, la caída en las ventas de cascos de moto, la afición al vóley-playa en los arenales costeros y el incremento de solicitudes de alistamiento en la Fuerza Aérea Estadounidense, aunque esto último ya lo habrían logrado Oficial y caballero (An Officer and a Gentleman, Taylor Hackford, 1981) y Águila de acero (Iron Eagle, Sidney J. Furie, 1985). Por algún motivo, no me dejaron alistarme. Excusas: que si no era de allí, que si iba a sentir morriña de mi tierra, que si no tenía edad. Así que me despedí, con una lágrima en los ojos y un solitario “ok” en los labios, y fui a solicitar mi ingreso a los marines, pero esa es otra historia que tiene de protagonista a un sargento que no se cansaba de gritarnos y de repetir que había bebido más cerveza y hecho no sé cuantas cosas más que toda la compañía junta. Allí lo dejé y supongo que aún sigue aumentando litros y pateando traseros.


Dirigida por
Tony Scott, tras su atractivo y vampírico debut en El ansia (The Unger, 1983), Top Gun causó furor entre la adolescencia gracias a la apostura de la pareja protagonista, que se convirtió en objeto de deseo e imagen a imitar, y a la superficialidad del recurrente asunto de la competición y de la no menos común superación que sirven de excusa a un film en el que todo estaba calculado para vivir de la atractiva imagen de sus protagonistas —quienes, por cierto, ni se despeinan; ya jueguen en la playa, ya viajen en moto, en avión, en barco o en triciclo— y del artificio y del efecto, de emociones en lata, listas para su rápido consumo; y así, alcanzar el éxito. Resumiendo, los productores Don SimpsonJerry Bruckheimer apostaron sobre seguro y reventaron las taquillas de medio mundo adaptándose perfectamente a las exigencias de la industria cinematográfica y al conformismo generalizado del público al que iba dirigido su producto. Scott no tuvo más que seguir una serie de pautas típicas para desarrollar en la superficie el recurrente tema del aprendizaje del héroe díscolo y patriota que, como otros de su especie —sin llegar al ilimitado y mortal (para otros) patriotismo de los Rambo II y III, Braddock, Joe Armstrong y algún similar ochentero que la memoria olvida—, está destinado a proteger los intereses económicos y el poderío internacional del país presidido por Ronald Reagan; este tono patriótico se debe en parte a que la producción de Top Gun coincide con el conflicto de Libia.


Cuando escucho que “una película gana o pierde con el tiempo”, no puedo evitar pensar que ni ganan ni pierden, que son nuestras miradas las que se transforman con los años provocando que, para bien y para mal, veamos con ojos distintos. Es decir, si no se estancan, maduran y evoluciona en un aprendizaje que nunca concluye y que puede provocar que la película que ayer nos pareció genial, hoy pueda parecernos corriente (y a la inversa). Por otra parte, Top Gun, que disfruté en su estreno cinematográfico en una sala ya inexistente de mi localidad, solo es una más de las que vista con mirada adulta (y respecto al cine nada nostálgica) me resulta distinta a cómo la descubrí con ojos de niño. En aquel momento infantil de luces apagadas, gallinero y pantalla gigante, me impresionaron los cazas y sus vuelos rasantes, las gafas de sol, la motocicleta y la chica, incluso el saludo playero de Goose (Anthony Edwardsy Maverick (Tom Cruise). Pero los años juegan en contra de aquel espectador infantil y me hacen ver que todo aquello que gustó al niño resulte mezcla de sueño y tedio para el adulto que mira hoy una película que se inicia cual video-clip, en la cubierta de un portaaviones estadounidense en aguas del Océano Índico.


Dicha apertura obedece a una lógica estético-comercial: la de conferir atractivo musical y visual a la presentación del héroe en su hábitat aéreo. En ese instante,
Scott esboza la personalidad y la postura vital del protagonista: tras su encuentro invertido con un avión “enemigo”, toma una decisión tan arriesgada como generosa y heroica. Ahí está. Ese es Maverick, el rebelde sin rebeldía, el héroe del que se supone que es individualista y que va por libre porque ha crecido sin saber qué fue de su padre (también piloto de caza, desaparecido en combate). Poco después se produce su encuentro con Charlie (Kelly McGillis), su instructora de tácticas militares y doctora en astro-física, y del resto se encarga el piloto automático, el montaje, la banda sonora, con el famoso Take My Breath Away del grupo Berlin, tema que fue de los más escuchados de la época y que Wong Kar-wai emplearía para dilatar el tiempo en su debut en la dirección en El fluir de las lágrimas (As Tears Go By, 1988), la relación de amistad con Goose y la rivalidad con Iceman (Val Kilmer), el piloto cuya dureza reside en masticar chicle y en usar gafas de sol en interiores apenas iluminados: un bar o la sala donde se analiza la competición que se practica en la “Escuela Naval de Tácticas de Combate”, conocida entre los aviadores y la profesora como “Top Gun”.



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