Ninguna sensibilidad creativa copia a la que admira, se deja impregnar de ella, quizá de modo inconsciente, o puede que la asuma como influencia directa a la hora crear formas y esencias propias. Está claro que sin el antes no habría el ahora; y en cualquier arte o medio de expresión, los orígenes se pierden o se recuerdan en sucesivas generaciones, pero hay algunos logros artísticos que alcanzan el grado de mito y permanecen en la memoria como obras maestras a las que regresamos para recordar la grandeza del arte, en este caso del cinematográfico. Esa permanencia magistral y legendaria se descubre en Nosferatu (Nosferatu eine Symphonie des Grauens, Friedrich Wilhelm Murnau, 1922), incontestable obra maestra que Werner Herzog no dudó en alabar: <<Nosferatu es una de las más grandes películas que Alemania ha producido. Y, para mí, Murnau es, con mucho, el más importante de nuestros cineastas>>. A pesar de estas palabras de admiración expresadas por el cineasta alemán, quien esperase una copia o una versión del Nosferatu de Murnau, por parte del responsable de Fata Morgana (1968-1970), no conocía a Herzog. El realizador de Nosferatu (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979) es un cineasta romántico, aventurero y tan personal que su cine difícilmente podría parecerse a algún otro que no fuese el suyo. La mayoría de sus películas son ejemplos de su exclusividad, pues, aunque cuente con equipos técnicos y artísticos, responden a la creatividad y a la búsqueda de un solo hombre: él. Como romántico prefiere a los soñadores, como aventurero a los viajeros, como observador de comportamientos, obsesiones y sueños que les hace únicos. Nunca los alcanzan o su consecución resulta estéril, pero mientras sueñan les permite la ilusión de su existencia en el límite, entre lo humano y lo inhumano. La mayoría viven el desarraigo de su búsqueda y de su condena, y no difieren de Drácula (Klaus Kinski), puesto que se les niega o se niegan una existencia dentro de los márgenes, en el caso del vampiro, se sitúa en la noche eterna de la no vida donde ansía la vida.
La sangre que precisa el vampiro no es el líquido rojo, es la idea de alcanzar o de vivir la fantasía/ilusión del tiempo y de la vida, posiblemente la idea que descubre o desea en Lucy (Isabelle Adjani). Como escribía Herzog en el epílogo de Del caminar sobre hielo, <<la muerte es nuestra única certeza>>, pero al conde Drácula su no vida le niega esa única certeza humana, por lo tanto le condena a la inmortalidad, que no deja de ser la inexistencia, puesto que no hay vida sin muerte. Al personaje de Kinski se le niega la humanidad y el tiempo, la posibilidad de amar y de ser más que la sombra de quien no es, de ahí que, comprendiendo su inhumanidad, desee sentir como humano, desde esa sangre que corre por las venas de Jonathan o la hermosura virginal que contempla en Lucy. Nosferatu (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979) se abre con un sueño que recorre el reino de las momias, de la no vida y de la ausencia del tiempo humano. Esas figuras, que antes habían poseído existencia, anteceden al murciélago que simboliza al no vivo. Lucy despierta, sobresaltada, pero no tarda en comprender que ha sido una pesadilla, aunque no es consciente que ese sueño perturbador apunta otro que tendrá lugar en la realidad que se inicia con el viaje de Jonathan (Bruno Ganz) a Transilvania. Aunque se trate de negocios y ame a Lucy, Jonathan viaja a los Cárpatos como quien escapa o se libera de la rutina de la ciudad. Así se produce su contacto con los gitanos, su ascenso a pie por las montañas y su encuentro con el conde en un castillo que, en sí, es un mundo aparte: oscuro, frío, ajeno al devenir temporal. Mediante las imágenes y el fondo musical, Herzog logra su atmósfera de sueño, de irrealidad, que no llega a pesadilla, puesto que Nosferatu no transita por el terror ni el horror, sino por un espacio onírico mortuorio, nocturno y gris diurno, enigmático, misterioso, que Jonathan recorre en dos sentidos: primero se aleja y después se acerca a Bismarck, pero, en todo momento del metraje, la sensación de que el es quien vivirá el viaje al límite de la lógica, donde la razón da paso a un territorio poblado por la superstición y por el conde que anhela ya no la sangre humana, sino las emociones y los sentimientos, también la mortalidad que concede sentido existencial al tiempo.
Recuerdo que me gustó cuando la vi, aunque sigo prefiriendo la versión de Murnau.
ResponderEliminarSaludos.
Coincido, me gusta la versión de Herzog, pero también prefiero la de Murnau.
EliminarSaludos.