En su quinto largometraje Lars von Trier presentó una propuesta lejana a la supuesta, y nunca lograda, sinceridad (sencillez) formal y narrativa exigida por aquel movimiento vanguardista llamado Dogma 95 del que él mismo sería propulsor cuatro años después. Que decir tiene que Europa es un film más completo, complejo y honesto que la mayoría de los títulos que formaron parte de dicho movimiento dogmático, ya que no pretende ocultar su intento por experimentar con las imágenes, y lo hace para crear esa sensación de alucinación que surge desde el primer instante, cuando se escucha la voz del narrador al tiempo que la cámara recorre la vía de tren que se adentra en la Alemania de 1945, dominada por el blanco y negro de la fotografía y por una atmósfera surrealista que semeja bajo el influjo de un sueño hipnótico. Kessler (Jean-Marc Barr) debe apearse en este país destruido y dividido por la guerra, ocupado por las fuerzas aliadas y por el odio que aún perdura en el ambiente. Este joven estadounidense de origen alemán no quiso participar en la contienda, pero una vez finalizada se presenta voluntariamente para ayudar a reconstruir una nación donde todo le resulta confuso, con un significado que va más allá de lo que alguien como él, ajeno a los hechos que allí se produjeron, es capaz de entender. Hasta ese instante de su vida, Kessler se ha dejado llevar por un idealismo que no ha tenido que enfrentarse con circunstancias tan complejas como las que asoman durante su recorrido por la onírica geografía de la destrucción, donde a cada kilómetro pierde parte de la inocencia que le ha llevado hasta esa tierra donde las heridas no han tenido tiempo de cicatrizar. El proceso de construcción avanza lentamente, las secuelas del conflicto son tan recientes que a menudo se esconden detrás de la cotidianidad a la que el joven revisor se enfrenta recorriendo los vagones, en uno de los cuales conoce a la enigmática Katharina Hartmann (Barbara Sukova). Como consecuencia de dicho encuentro el revisor accede a un mundo más real, pero también más confuso, que le permite contactar con la familia de la chica de la que se ha enamorado, que resulta ser la hija del jefe de la compañía ferroviaria para la que él trabaja: una empresa que meses, quizá semanas, atrás se encargaba del transporte de los judíos a los campos de exterminio, y ahora, se ha convertido en pieza indispensable para la reconstrucción de ese nuevo país que algunos no desean. Antes y después de su matrimonio con Katherina, Kessler va descubriendo aspectos sociales como las secuelas de la guerra, la constante presencia aliada, la existencia de grupos terroristas o la imperturbabilidad de su tío (Ernst-Hugo Jaregard), pues para este nada tiene importancia más allá de los vagones del tren, comportamiento que delata cierta necesidad de mantenerse alejado de la realidad social y el conflicto en el que su sobrino, el idealista, se descubre atrapado, convertido en marioneta de intereses enfrentados.
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