sábado, 2 de julio de 2011

Nadie puede vencerme (1949)



Con poco dinero y con el protagonismo de un Robert Ryan espléndido en su rol de perdedor que se niega a caer derrotado, Robert Wise realizó esta magistral y negra visión del mundo del boxeo. Aquí, no hay grandes carteras para los vencedores, ni reluce ni acapara la atención mediática. Se trata de otro mundo, aquel oculto y habitado por perdedores (y víctimas) tan humanos como el Stoker Thompson, a quien Ryan interpretó dotó de honestidad y de sentimientos enfrentados que desvelan su humanidad. Thompson forma parte del cartel de una velada pugilística que se celebra en una pequeña localidad norteamericana. Las apuestas están en su contra, pues lleva tiempo sin ganar un combate. Esta contrariedad convence a Tiny (George Tobias), su manager, para aceptar la propuesta de un gángster que pretende amañar la pelea. Sabe que el negocio le reportará dinero, al fin y al cabo es lo único que le importa; además, desconfía de que su púgil pueda vencer. De hecho, está convencido de que su pupilo caerá derrotado, y no ve necesario informarle del asunto. Sin embargo, para el veterano boxeador la velada significa la oportunidad de ganar y con la victoria conseguir una pelea más, la cual le reportaría la pequeña cantidad de dinero que le permitiría abrir su propio negocio, al lado de Julie (Audrey Totter).


Película opresiva, Nadie puede vencerme (The Sep-Up, 1949) se filma enteramente en estudio, con bajo presupuesto y con un director que se encontraba al principio de su carrera, pero que con este film de serie B logró uno de sus mejores títulos. Wise divide la película en dos partes bien diferenciadas. La primera se centra en los momentos anteriores al combate. En la intimidad de su habitación, Stoker escucha como Julie le confiesa que no resiste más y que no desea continuar viendo como le van matando lentamente. Así mismo, se ofrece la perspectiva de un vestuario compartido por varios boxeadores (todos ellos perdedores como él, que anhelan una oportunidad para alcanzar esa pelea que les permita luchar por un hipotético título que (casi) nunca llegará). Mientras se muestra la situación en el vestuario, donde los luchadores se preparan y se muestran tal cual son, se observa a Julie deambulando por las calles, sola, desesperada, sin saber qué hacer. Está enamorada, pero se encuentra al límite de sus fuerzas. La segunda parte se inicia cuando Stoker salta al cuadrilátero y la pelea comienza. Es una pelea en la que le va la vida, no se trata de pegar con estilo, sino de pegar un sólo golpe que derribe a su oponente. Es en ese esfuerzo por derrotar a Nelson cuando el temor pasa por la mente de Tiny, quien sabe lo que pasaría si Stoker venciese. En pleno combate, la cámara se posa en los rostros de unos espectadores sedientos de sangre, buena muestra de la cara oculta de un deporte que saca lo peor de los observadores, gente ajena a los golpes, no los encajan, no soportan ni el dolor y ni el constante castigo que infligen, pero no dudan en pedir que se maten y que corra la sangre (la mujer que grita fuera de sí exigiendo que se maten; el invidente que la secunda, mientras la cámara se centra en sus ojos apagados que reflejan un sadismo brutal; un hombre que escucha la retransmisión del combate por la radio al tiempo que lo presencia en directo o el hombre que, entre bocado y bocado, disfruta contemplando como los dos boxeadores se castigan a golpes). Es un público que disfruta con el sufrimiento de otros, lo cual lleva a pensar en el posicionamiento de Nadie puede vencerme con respecto al mundo del boxeo, donde las personas dan rienda suelta a sus más bajos instintos, sin pararse a pensar en quienes les entretienen, seres humanos que sufren, que poseen sus pequeños sueños y que combaten porque esa es su manera de ganarse la vida. El boxeo que se presencia carece de glamour, es sucio, real y válido para perdedores, adjetivo que comparten tanto el público como los combatientes.


Oscura, marginal, rápida, brutal, precisa, Nadie puede vencerme es una de las mejores películas sobre la cara oculta del boxeo, esa que no sale en las pantallas de medio mundo ni en los titulares de los periódicos deportivos. Es la visión de la periferia, de la turbiedad que rodea a un púgil honesto, cansado y con la necesidad de no rendirse, y, en este punto, Robert Ryan confiere humanidad a su personaje y muestra una capacidad dramática que lo confirma como uno de los grandes actores de su época.

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